EL RIDÍCULO
23-03-11
Un clásico griego o así (seguramente presocrático, que es muy socorrido citarlos, ya que apenas se sabe nada de ellos de fuentes seguras y contrastadas) dijo que el peor pecado de un hombre sabio era hacer el ridículo.
Pues no estamos de acuerdo. Acaso la forma más definitiva de conocerse es hacer el ridículo.
Dice el diccionario que hacer el ridículo es quedar expuesto a la burla o al menosprecio de las gentes, sea o no con razón justificada.
Y qué si se burlan o nos menosprecian? Como si las gentes siempre tuvieran la razón, tuvieran la llave que da el acceso a la dignidad, la nobleza y la sabiduría.
Todos hemos vivido situaciones aparentemente ridículas, en las que hemos sido los protagonistas, y han merecido esa mofa y menosprecio de las llamadas gentes que dice el diccionario, que no sabemos quiénes son. Y quien diga que no las ha vivido nunca, miente como un bellaco, o bellaca, que no sabemos por qué hay menos mujeres bellacas, que es como un adjetivo más propiamente masculino, al contrario de quizás su equivalente y sinónimo femenino, arpía. Arpías hemos conocido algunas. Arpíos, ninguno.
Hay varias situaciones cotidianas en las que podemos caer en ridículo.
Por ejemplo, salir de casa sin abrocharse la bragueta, sea la más fácil de cremallera (y peligrosamente dentada. De pequeño alguien nos subió la bragueta, y nos pilló nuestro entonces tierno y ya circuncidado capullo. Algo terrible una bragueta. Puede ser un arma de destrucción masiva), sea la más complicada de botones.
Nos pasamos medio día con la bragueta abierta, hasta que un alma caritativa nos advierte de nuestro despiste. No pasa nada. Se la abrocha uno y ya está.
O también puede que hayamos estado hurgándonos las narices (nadie nos toca las narices más que nosotros) en un tedioso atasco de tráfico de Madrid. Aburridos, tenemos que hacer algo con las manos. Da igual lo que pase con los mocos, si al final acaban en un kleenex o terminan pegados y endurecidos en el volante. Lo que no deberían acabar es en algún lugar de la cara, y estar luego hablando con la gente, que se fijan más en nuestro moco que en lo que decimos.
No está bien eso. La peña debería ser también caritativa, y advertirnos de que tan desagradable cosa adorna nuestra cara.
Cuando en el pasado intentábamos ligar, uno se sentía ridículo si entraba a una tía y ésta le daba sonoras y espectaculares calabazas, con muchos testigos presentes. Tampoco pasa nada. El que no lo intenta, no consigue nada, y así hay mucha gente que, por temor al ridículo, se muere sin haber ligado de verdad. Ellos se lo pierden.
También uno pude decir cosas que incitan al ridículo. Esto es muy habitual cuando uno se ha pasado bebiendo gin tonics o lo que sea. Al día siguiente, y si es que el síndrome de Korsakoff lo permite, uno se medio acuerda con dificultad de que lo ha dicho la noche antes, y entonces la vergüenza y todo el sentido del ridículo que no sentíamos, afloran en toda su potencia.
Tampoco pasa nada. Es mejor hacer el ridículo habiendo bebido (al menos uno se lo pasa bien), que estando sobrio. La bebida es como un atenuante e incluso eximente del ridículo. Peor es caer en él sin haber bebido nada. Eso sí que no tiene remedio.
Hacer el ridículo es la última y más extrema forma de conocerse. Si vivir consiste tan sólo en tratar de saberse, en verse, en conocerse, el ridículo es como el envés, el revés de la realidad: no porque sea una realidad desacostumbrada, es menos realidad. A lo mejor se trata de la realidad verdadera.
Que se rían de nosotros cuando alguna vez (o siempre) hacemos el ridículo, como por ejemplo escribiendo estas columnas y compartiéndolas con cualquier desconocido que las pueda leer.
Resulta que nosotros nos hacemos cada vez más sabios, y ellos cada vez más tontos. Y todo por temor a hacer el ridículo.
Lo que es ridículo es intentar no hacer nunca el ridículo. Es simplemente, miedo a vivir.