La comisión es del 2% con un mínimo de 1,20 € del ala. Omito, por delicadeza, las penalizaciones por asomarse a otros cajeros. Y reconozco, en un momento de lucidez y empatía con mi entidad, que esto tenía que pasar tarde o temprano. Al final, el dinero no es más que una sucesión de anotaciones contables. Nada que ver con aquellas bajo-medievales monedas de metal que poseían valor real. Los propios billetes no tienen más garantía que la fe en el sistema. El valor fiduciario que me explicaban en primero de carrera. No pasa nada. No necesito dinero líquido.
Pero entonces vuelvo a dudar. ¿Y si negocio con mi jefe cobrar en efectivo parte de la nómina? Porque si el domingo le enseño mi tarjeta de débito al kioskero, igual deja de dirigirme la palabra. Y la máquina de café podría escupirme parte de su contenido. Y no digamos el de las castañas. Puede que esté exagerando. Debería estar tranquilizando a mis lectores y, con la que está cayendo, no estoy contribuyendo nada a recuperar la confianza en la economía.
Echo un vistazo a lo último de Echevarri, que parece tener algo que decir al respecto. Y me dedico a pensar en lo que voy a decir sobre el Nobel Paul Krugman, el neo-keynesiano en lo económico pero liberal en lo político. Creo que me cae mejor a mí que a Echevarri. O eso dicen.