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(continuación.de http://www.rankia.com/blog/oikonomia/428933-bienes-simbolicos-i )

Hay, de igual manera, bienes públicos impregnados de valor simbólico. Este valor simbólico puede ser privado, como sería el caso de un determinado lugar o espacio público al que algún individuo lo dota de valor simbólico sentimental por las razones que sea. Pero, como ya se ha repetido, son más interesantes los bienes públicos de valor simbólico también público.


Pero, antes de seguir, es necesario afrontar de frente la más que difícil cuestión de la relación entre el valor de cambio y el valor simbólico de los bienes. Como ya se ha dicho, esta relación no está nada clara pues, para que la hubiera, sería necesario encontrar un elemento o una dimensión común entre ambos valores que permitiese medirlos en relación a una escala. Pero, como ya se ha dicho, la elección de un bien como símbolo, lo particulariza, lo separa del resto de los de su clase, lo hace único, y por tanto inconmensurable con otros.

Pero ¿qué determina esa elección? ¿por qué se le asigna a un objeto concreto un valor extra de tipo simbólico? Un bien con valor simbólico, o sea, un bien simbólico no es sólo un bien al que se ha singularizado, cuya oferta por decirlo en jerga económica es rígida o  inelástica, es que por el lado de su demanda, también es un bien especial, pues ya no se lo demanda por las características comunes con los demás bienes de su misma clase sino por ser símbolo, y la demanda de un objeto en cuanto símbolo no depende de su precio sino que, por un lado y cómo se ha señalado, depende de la cantidad de individuos que lo consideren así, como símbolo; y, por otro, de de qué sea símbolo, de de qué realidad subyacente sea expresión o señal o signo.

Y, entonces, ¿qué hay de común entre el valor de cambio y el valor simbólico cuando por definición ambos están reñidos, o sea, cuando sucede -como bien dice Ferlosio- que si un bien simbólico o “tesoro” se vende como bien cualquiera, deja por ello mismo de ser símbolo, o sea pierde su valor simbólico? Nada, podría decirse y por ello es frecuente, a este respecto, oír que un bien simbólico no tiene precio.

Ahora bien, el que no lo tenga no significa que su precio sea infinito, como parece a veces seguirse de la anterior afirmación, sino que su precio no está determinado por la oferta y la demanda porque no hay una oferta y una demanda que otorgue valor simbólico a los objetos.  No hay un mercado de bienes simbólicos. Pero "precio", en el sentido de valor económico o monetario, un bien simbólico puede tenerlo. Incluso la pareja de amantes más extasiados y que se juran amor infinito es seguro que estaría más que dispuesta a vender los anillos, símbolo de su amor, por un precio adecuado, alto sin duda, pero también sin duda no exagerado..

 

Mayor sería, sin duda, el precio que un país exigiría por renunciar a la disposición de colores de su bandera, y a veces, ese “precio” ha sido elevadísimo en términos de las vidas y bienes sacrificados en una guerra contra un invasor que no pretendía otra cosa que "anexionarse" el país sin cambiar probablemente un ápice la vida cotidiana de sus ciudadanos, lo que  se traduciría en poco más que cambiar los colores de su bandera. Y, más aún, suele ocurrir que conforme la guerra haya sido más cruenta y onerosa, crece paralelamente el valor simbólico de los colores de la bandera que ha exigido ese sacrificio.

 

Y esto que acaba de decirse parece ser un hecho de aplicación general: el que la selección de un objeto como símbolo vaya asociada con la destrucción de recursos. En las bodas, los anillos de compromiso adquieren un valor simbólico en la medida que representan una renuncia a otras relaciones potenciales de los contrayentes con otras personas; la sangre de los mártires fue lo que dotó a la cruz cristiana de su valor simbólico; el valor simbólico de una medalla deportiva se asienta en la dureza de la competencia a la que hubo de vencerse para lograrla y el valor de una bandera depende de si ha sido utilizada en combate, o sea, de si alguien ha muerto por ella de modo que los colores de una bandera que no hayan estado en alguna situación épica tienen un muy escaso valor simbólico. Dicho de otra manera, el valor simbólico de un bien está en relación directa con el coste en recursos de la realidad que expresa, de la que es símbolo, señal o signo, y, en esa medida, hay una relación entre valor simbólico y valor de cambio. Una relación extraña, pues un objeto adquiere valor simbólico en cuanto representa o refleja situaciones en que se renuncia a (o incluso se destruyen) valores de cambio. El mundo de lo simbólico se aleja por tanto de la lógica económica habitual.

 

El novelista y viajero Bruce Chatwin en un profundo texto titulado “La moralidad de las cosas” recogido en su Anatomía de la Inquietud (¡Qué bellísimo título, por cierto!), señalaba a este respecto cómo la adherencia de valor simbólico a un bien como un cuadro lo aleja de la racionalidad económica:

"Frecuentemente leemos cartas incendiarias acerca del menoscabo del patrimonio artístico de Inglaterra. La venta de un Velázquez al Metropolitan suscita más indignación en la prensa que la venta de algún gran complejo industrial a inversores extranjeros. Por algún motivo irracional la venta de un Velázquez significa la pérdida de un símbolo, mientras que la venta de una empresa obedece a normales presiones económicas

 

Dada esta desconexión entre el mundo de la racionalidad económica de la “racionalidad” simbólica, la circulación de los bienes simbólicos no puede darse a través de intercambios mercantiles como les sucede a la inmensa mayoría de los otros bienes. Y es que los bienes simbólicos no se venden en un mercado si se quiere que sigan siendo expresión de una determinada realidad subyacente, pero sí se regalan o se intercambian no mercantilmente, es decir, siguiendo la lógica económica de la reciprocidad. Lógica que se sigue de una característica que tienen el hecho de regalar un bien simbólico, cual es que a su valor simbólico se une (o se trasmuta en) un auténtico poder simbólico. Como señalaba con precisión Gustavo Martín Zarzo en El País (3/1/2010):

…un regalo suele ser un gesto de reconocimiento, pero también de poder. ‘Al llevar mi regalo eres mío’, es la inquietante advertencia que contienen todos los regalos

Es esa dimensión de poder de dominio sobre los demás que tienen los regalos la que se me escapó cuando me puse, en este mismo blog (http://www.rankia.com/blog/oikonomia/2007/12/economa-de-los-regalos-pesadilla-en.htm) a analizar el mundo de los regalos. Chatwin, por el contrario, lo tenía perfectamente claro e incluso apuntaba el modo de responder a ese poder que se trata de ejercer mediante un regalo: la reciprocidad. Decía Chatwin en el texto señalado más arriba:

Todos sabemos que hacer regalos es un acto agresivo, se lo puede comprobar en la costumbre de los jefes de Estado –que se odian cordialmente- , de regalarse unos a otros adornos bastante tontos

Y, también:

Imaginémonos el escándalo que se organizaría si el Metropolitan comprase las joyas de la Corona. Los Estados Unidos habrían fagocitado a Inglaterra y habrían destruido nuestra integridad territorial. Pero si nosotros regalásemos las joyas de la Corona y tomásemos prestada la Declaración de Independencia, por malo que fuera para nosotros el negocio sería visto como un gesto de recíproca simpatía entre dos naciones rivales pero amigas. Es precisamente ese toma y daca de objetos simbólicos sobre la base de una estricta paridad lo que crea la amistad entre las personas o, por lo menos, las convence de que nadie se está aprovechando de ellas.”

Obsérvese el requisito de "estricta paridad" que subraya Chatwin para que el intercambio de símbolos tenga los efectos deseados.

Es curioso, pero en la misma línea de Chatwin cuando señala el valor simbólico de los cuadros de Velázquez y la capacidad de los intercambios recíprocos de bienes simbólicos para asentar la paz o la amistad entre las personas, he recordado un ya viejo artículo de Ferlosio en que éste imaginaba una solución para el llamado “contencioso de Gibraltar”. Héla aquí:

Y un buen arreglo que a mí se me ocurría era el de poder leer algún día en los periódicos el notición siguiente: ‘España renuncia definitivamente a toda reclamación de derechos sobre la soberanía de Gibraltar a cambio de la donación de la Venus del espejo por la National Gallery al Museo del Prado”. No es que yo piense que la diosa no esté allí magníficamente atendida, aunque en ninguna parte recibiría jamás el culto que merece; pero a mí no me es dado desplazarme a Londres cada vez que me venga la añoranza de poder contemplar sus absolutamente incomparables caderas. Pero tampoco sería una solución satisfactoria para todos, porque la propia inmensidad del precio pagado, en tal supuesto, por la Corona de Inglaterra la haría sentirse con derecho a mantener a los gibraltareños colonizados para la eternidad

 

Y, lo que me resulta personalmente a mí más curioso por lo raro que es que me pase tal cosa, es que aquí discrepo de Ferlosio, el autor que más me ha enseñado acerca de estas cuestiones de los símbolos y las naciones, pues si de algo estoy seguro es que quien sé con certeza que se negaría a tan (en mi opinión) ventajoso acuerdo sería a lo que me parece la inmensa mayoría de españoles que en absoluto consideraría de estricta paridad la recepción de la "Venus del espejo" a cambio de ese trozo irredento del mapa de España que es ese pedregal que es Gibraltar.

 

Y es que el mapa de un país es uno de los signos externos por medio de los que se manifiesta o expresa material o tangiblemente ese bien público e inmaterial par excellence que es la Nación, un bien que mirado desde el punto de vista que aquí se expone, es usualmente también un bien simbólico colectivo de pertenencia y de inclusión desde hace al menos un par de siglos, pues recuérdese que en el Antiguo Régimen los señores de los territorios solían venderlos o intercambiarlos según sus conveniencias e incluso según sus necesidades financieras.

 

Dicho con otras palabras, las naciones se han hecho Naciones en la medida que han adquirido un valor simbólico. Por supuesto, y como ocurre con todos los bienes simbólicos, los que le dan ese valor simbólico a una nación (así con minúsculas) convirtiéndola en Nación (con mayúscula)  se lo dan "por encima" de su valor de cambio, de su valor como agregado del valor económico de los recursos económicos que hay dentro de sus fronteras o que poseen sus nacionales, o sea, la suma del valor de su capital físico, natural, humano y social. La Nación, para los patriotas o los nacionalistas, está siempre por encima de los ciudadanos que la conforman, a tal extremo que conforme más vidas concretas se sacrifican en el altar de una Nación, mayor es el valor simbólico que tiene la Nación de que se trate. Sacrificio, por cierto, que puesto que sólo se puede realizar en competencia o combate contra los miembros de otra Nación, determina el que sea la guerra la madre de las Naciones. El valor simbólico de una bandera, otro de los signos de una Nación, está como ya se ha dicho en función directa de su utilización en combates contra otros patriotas.

 

Leí una vez que Charles de Gaulle, ese auténtico espejo o modelo de patriotismo, amaba a Francia pero despreciaba a los franceses. Y es frecuente que quienes más "patriotas" se declaran, y más signos de su patriotismo enarbolan, visten o enseñan, sean precisamente aquellos que no tienen el menor empacho en destrozar su paisaje, esquilmar sus recursos, machacar a sus compatriotas. Viviendo como vivo en Madrid y habiendo cogido muchos taxis sé positivamente de qué me hablo. Hay muchos españoles que aman a España mucho, mucho más de lo que aman a los españoles, y más aún si esos españoles por nacimiento y administrativamente, son también catalanes, vascos o gallegos. Será por deformación profesional como economista, pero siempre he pensado que lo más sensato sería que ésos que tanto odian a los catalanes o a los vascos fueran aquellos que más dispuestos estuvieran a facilitar su salida de la Nación española, ya que si no quieren estar en ella, o sea, si no comparten ese valor simbólico llamado España, sería para ellos lo más de aplicación la vieja máxima de que “al enemigo, puente de plata”.

 

Pero no, sucede aquí todo lo contrario, ya que eso supondría romper parte de ese bien simbólico que es el mapa del territorio español. De modo que, para quienes tanto valor simbólico otorgan a ese mapa, estén dispuestos a utilizar la mayor de las violencias para impedir que España “se rompa”; y así, ¡cuántas veces no habré oído yo esa frasecita de no recuerdo qué egregio padre de la Nación española de que hay que bombardear Barcelona cada cierto tiempo!

 

Y este es uno de los problemas que acontecen con los valores simbólicos públicos: el que se pretenda imponerlos a los que no los aceptan como tales símbolos, con las espantosas consecuencias a las que la historia de este desventurado país nos tiene acostumbrados. Y no estoy exagerando, no hace mucho, a este respecto leí un comentario de una persona tan perspicaz como Félix de Azúa al respecto de las votaciones que en algunos municipios catalanes se habían realizado respecto a sus deseos de independencia respecto a España. Decía Azúa en El País (21/12/09): “Se han dado escisiones pacíficas, como la de la nación llamada Eslovaquia, y es posible que un proceso semejante pueda aplicarse en el futuro a Chipre para separar a turcos de helenos, pero creo dudoso que sirva para España, aunque sólo sea porque en otras regiones hay un nacionalismo español tan radical como el catalán o el vasco y de similar ideología. Es cierto que está permanentemente controlado y apenas representa peligro alguno, pero dudo de que se quede sentado mirando la tele cuando se le arranque una cuarta parte de lo que él considera que es su nación”.

 

Pero, para dejar aquí esta incursión gratuita por los asuntos políticos, no puedo por menos que señalar que al igual que me asustan los defensores de la Nación española, me asustan igualmente los defensores de las otras Naciones o patrias que algunos vascos o catalanes o gallegos quieren instaurar en sus territorios con sus mapas respectivos.

 

La maldición del valor simbólico nacional se aplica también y en igual medida a ellos, y no es necesario pensarse mucho cuál sería la respuesta que darían quienes tienen por símbolo de nación Cataluña o el País Vasco o Galicia a aquellos municipios catalanes, vascos o gallegos que no quisieran formar parte del mapa de un estado independiente catalán vasco o gallego.

 

Y frente a tanto ruido y violencia, ¡cuán racional y amable parece la actitud de los economistas! Para ellos, para los que lo son auténticamente, eso del valor simbólico es y debe ser sólo algo privado y personal, que los bienes simbólicos públicos como la Nación son, sencillamente, un despropósito pues, como se ha dicho, se asientan en la destrucción de valores de cambio o la renuncia a intercambios mutuamente ventajosos. Los economistas, al menos los académicos, entienden que hay un tamaño eficiente y óptimo para las agrupaciones humanas en función de las preferencias de los individuos que las forman y los costes de provisión de los bienes públicos que justifican esa unión. De modo que, si las preferencias o costes así lo justifican, el tamaño o el mapa de una nación debieran alterarse en persecución de la mayor eficiencia.

 

Claro que esta visión es alicorta o pedreste pues se olvida, o defiende que olvidemos, el valor simbólico de la Nación, la Patria y demás embelecos colectivos. Será una visión pacata o prosaica de lo que debería ser una nación, pero, sin embargo, cuán civilizada es. Cuántos muertos menos se habrían inmolado en el curso de la reciente historia si esta forma de ver las cosas de los economistas, tan propios al cambalache estuviese generalizada.

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