Uno de los efectos comprensibles y hasta disculpables de la acumulación de tantos y tantos avances tecnológicos y organizativos como la que ha tenido lugar en los últimos 75-100 años, o sea, en el brevísimo plazo que mide lo que ahora dura por término medio una vida humana, ha sido la generalización de una novedosa creencia: la de que, al menos en el mundo de lo social y lo económico, todo es posible, de modo que conseguir algo es en último extremo en el mundo de lo social -repito- cuestión de voluntad y empeño, obviamente dentro de los limites que marcan las leyes físicas y el desarrollo técnico del momento, pero fuera, o mejor, dentro de esos límites cada vez menos restrictivos que imponen nuestros conocimientos científicos y habilidades tecnológicas, la realización de cualquier objetivo se ha convertido gracias a esta creencia tan compartida en una cuestión digamos que política. Y es corolario lógico de esta creencia la idea de que el enquistamiento de algunos problemas sociales o económicos encuentra su explicación última en que desde la Política, los políticos han impedido directa o indirectamente (no habiendo fomentado) que los técnicos se encarguen de ellos como bien sabrían hacerlo. En suma, que caracteriza al mundo moderno una creencia con doble cara, por un lado, una visión extremadamente optimista acerca de las capacidades humanas, por otro, la imagen de que desde las instituciones del mundo de la política es siempre posible hacer realidad esas potencialidades. Uno no puede aquí sino recordar la famosa frase de Chesterton: "Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en cualquier cosa".
Tampoco es nada extraño que los economistas en general, tras la II Guerra Mundial, y con la confianza que les daba la nueva y probada capacidad que los instrumentos de política económica que la economía keynesiana ponía en sus manos a la hora de regular el ciclo económico (alejando así el peligro de repetición de nuevas grandes depresiones), se mostraran optimistas y, recogiendo el guante que les había lanzado Keynes, se planteasen qué se podía hacer desde el punto de vista de la ciencia económica para sacar del atraso a los países subdesarrollados, un problema internacional cada vez más agudo conforme el número de países subdesarrollados crecía a consecuencia de los procesos de descolonización. Su forma de abordar el problema era, como no podía ser de otra manera en una era de avances técnicos, técnica, consistente en una fase de estudio inicial dedicada a la elaboración de modelos teóricos que estudiasen el crecimiento económico desde una perspectiva abstracta o teórica junto con sus oportunas contrastaciones empíricas dirigidas a identificar sus causas y las políticas económicas más efectivas para "producirlo", fomentarlo o acelerarlo, para pasar luego, en una segunda fase y si había voluntad política, a llevarlas a cabo a través de instituciones internacionales como el Banco Mundial, el FMI, la OMS, etc.
Sin pretender ser ni exhaustivos ni enteramente "justos", y quedándome sólo con los modelos y políticas aceptados mayoritariamente por la profesión (2), una brevísima narración de esa historia podría ser como sigue. Si nos vamos al principio, allá por los años cuarenta y cincuenta se pensó (siguiendo el modelo de crecimiento de Harrod-Domar) que el atraso de los países subdesarrollados se debía a una insuficiente acumulación de capital físico, por lo que la ayuda financiera para comprarlo (dada la insuficiente capacidad de ahorro de sus empobrecidas poblaciones) apareció como la política de crecimiento más apropiada. Pero sucedió que la efectividad de tales políticas de ayuda directa dejó mucho que desear. Ni las ayudas financieras, ni tampoco las inversiones reales en capital físico en los países atrasados fueron efectivas a la hora de generar procesos de crecimiento sostenidos: era evidente que "algo" más faltaba. Y aquí apareció una nueva "explicación" del crecimiento en forma del conocido modelo de Solow, allá a mediados de los años cincuenta, que ponía el acento en los avances tecnológicos más que en la acumulación de capital físico como fuente del crecimiento. Ello significaba favorecer una política de transferencia tecnológica más que la ayuda financiera por sí misma. Pero tampoco el éxito sonrió genéricamente a esta política. Pero, de nuevo, ello no supuso un gran problema, pues en los años sesenta, la teoría del capital humano señaló que sin la acumulación de capital humano ni la acumulación de capital físico ni la transferencia tecnológica podían ser efectivas. Si la gente no estaba mínimamente educada no sabría trabajar con las máquinas que incorporaban las nuevas tecnologías, era evidente. En consecuencia, la política apropiada era obvia: fue la década de la escolarización. Pero ni con ésas. Seguía faltando "algo" que hiciese que la política de acumulación de capital físico+tecnología+educación consiguiese los efectos deseados. Los economistas redescubrieron entonces, una vez más, lo que ya sabían: que sin los incentivos adecuados los agentes económicos no extraían de su capital físico y humano todo el partido que se podía ni tenían, por otro lado, ningún acicate para invertir, educarse o para innovar tecnológicamente. La década de los años setenta fue la década de la economía institucional, el énfasis pasó a estar en el marco institucional que envuelve a los agentes económicas acentuando la definición y defensa de los derechos de propiedad. El argumento, como siempre era evidente: sin un adecuado sistema legal que diese seguridad a los ahorradores e inversores en nuevo capital físico y humano de que podrían recibir la adecuada remuneración por sus esfuerzos, poco podría esperarse. Era por tanto condición sine qua non para que las políticas de crecimiento fuesen efectivas un adecuado marco legal que garantizase las libertades políticas y económicas básicas para el buen funcionamiento de un sistema de mercado. Se fomentaron así las políticas de corte institucional, políticas de ajuste se las llamó en la medida que se dirigían también a la reforma de las economías buscando su desregulación como mecanismo para fomentar la libertad de los agentes a la hora de tomar sus decisiones económicas, el camino que la Economía dominante establece para lograr la eficiencia de un sistema económico. Pero de nuevo, no fueron suficientes para la generalidad del mundo subdesarrollado. Pero, estaba claro, por falta de esfuerzo intelectual, que no quedara. En la década de los años 90, una nueva generación de modelos de crecimiento, los llamados modelos de crecimiento endógeno, han traído consigo una nueva y variada cajas de herramientas o políticas. Frente a la nitidez de las políticas de los cuarenta años precedentes que ponían su acento en alguna o algunas variables concretas (inversión, educación, tecnología, derechos de propiedad) como palanca para el crecimiento, los nuevos modelos de crecimiento ponían el acento en los rendimientos crecientes que de la acumulación de capital físico, humano y tecnológico se podían conseguir gracias a las sinergias, efectos externos positivos o interacciones entre ellas en presencia de unos adecuados niveles de distintas factores como son las infraestructuras públicas, la educación, la igualdad en la distribución de la renta, el capital social, la desregulación de los mercados de capitales, la apertura al comercio mundial, etc. La idea es que la presencia de esos factores actúa base incentivadora para que los agentes tomen las decisiones adecuadas para generar procesos de crecimiento sostenido.Para ser justos, es necesario decir que, en muchos casos, el atraso ha sido vencido. Pero, como se ha dicho, en otros muchos, no. La renuencia del crecimiento económico a entregar su "verdad", la dificultad que les ha puesto a los economistas `para descubrir sus "secretos" ha dotado a los estudios del crecimiento de unas connotaciones casi míticas. Se ha llegado a hablar de la fuentes del crecimiento económico como si fuera las fuente mítica de la abundancia o de la eterna juventud, se ha llegado a considerarlo como un auténtico "misterio"(3). Pero, a lo mejor, quizás, y como tantas veces sucede, puede que no haya misterio alguno, puede que baste con abrir los ojos y ver lo que está ahí delante, ante cualquiera; puede, incluso, que el problema de los economistas es que sus conocimientos hayan sido como unas anteojeras mentales que les hayan hecho dejar de percibir lo obvio, lo evidente y elemental.
Uno de esos hechos empíricos obvios cuando se contempla el devenir económico de los diferentes países es lo que se conoce como "Paradoja Ecuatorial", que viene a decir que, como tomados en su conjunto, los países más cercanos al Ecuador tienen niveles de renta per capita más bajos que los países de zonas más templadas. De igual manera, es cuando menos sorprendente que hasta un 70% de la varianza en las tasas de crecimiento entre los países se explique por una sola variable exógena: la latitud, la distancia al Ecuador. Y la cuestión que ello plantea es la de si, al margen de todo lo demás (capital, educación, tecnología, etc., etc.), no habría una suerte de determinismo geográfico, una especie de restricción insalvable que la Naturaleza pone a los esfuerzos de los economistas, minorando la efectividad de las políticas de crecimiento y tirando por tierra su optimismo tecnocrático.
El determinismo geográfico a la hora de explicar la cultura, el tipo de instituciones políticas o el desarrollo económico cuenta con una larga historia. Para Aristóteles, por ejemplo, los lugares más montañosos y estériles promovían gobiernos democráticos, en tanto que los más feraces se dotaban de gobiernos aristocráticos. Jean Bodin en el siglo XVI y Montesquieu en el XVII, son ilustres representantes de esta hipótesis(3). En el siglo XX, se puede citar a los geografos Ellen Churchill Semple y Ellsworth Huntington como deterministas climáticos, y en la actualidad la magnífica obra de Jared Diamond, Gérmenes, Armas y Acero, se adscribe en buena medida a una suerte de determinismo geográfico "multidimensional" (atendiendo, por ejemplo, a la existencia de especies domesticables, la difusión de cultivos a lo largo de zonas climáticas, el perfil de las costas, etc.) que explicaría las grandes líneas que ha seguido el desarrollo económico en el curso de la historia.
Centrándonos en los efectos económicos del determinismo geográfico, puede decirse que la mera situación o posición geográfica respecto al Ecuador (y los Trópicos) puede afectar al crecimiento económico por dos vías distintas: por el lado de la oferta, y por el de la demanda. La primera atiende a las dificultades que la ubicación geográfica en la medida que se traduce en un clima tropical pone a la hora de posibilitar el crecimiento, obstaculizando que se consigan aumentos de la productividad pese a los esfuerzos que se hagan en el estímulo de los factores que favorecen el crecimiento. Ha sido este el enfoque que mayor atención ha suscitado entre los economistas y es materia creciente de estudio. Se ha investigado así la influencia directa negativa que algunos factores geográfico-climáticos tienen sobre la productividad agrícola. El calor severo, la ausencia de lluvias o, por el contrario, las precipitaciones extremadamente fuertes, las enfermedades parasitarias y debilitadoras, los suelos poco profundos y con pocos nutrientes por su excesivo “lavado” por la lluvias torrenciales, la ausencia de heladas invernales que acaban con organismos dañinos y las deficientes condiciones naturales para el transporte, se han considerado situaciones climáticas o asociadas a ellas que directamente obstaculizan la consolidación de una dinámica de crecimiento. A ellos se ha añadido recientemente un factor indirecto, ligado también con el clima, cual es el tipo de colonización que caracterizó la fase colonial de un país. Se ha sugerido que el clima y la prevalencia de enfermedades a él asociadas fue un factor determinante en la decisión de los colonizadores occidentales a la hora de establecer o no enclaves permanentes donde desarrollar de modo completo sus vidas. Ello habría tenido a largo plazo unos efectos claros sobre el crecimiento económico de esos países una vez lograron su independencia. La idea es que en las zonas ecuatoriales con elevadas tasas de mortalidad, la dificultad para vivir llevó a los colonizadores a no plantearse la posibilidad de "quedarse a vivir" para siempre en los territorios que colonizaban, consecuentemente el diseño institucional de las colonias situadas en zonas tropicales se caracterizó por el establecimiento de “instituciones favorecedoras de las actividades económicas extractivas o apropiativas”, es decir, dedicadas simplemente a extraer los recursos valiosos de la zona cuanto más rápidamente mejor pues la vida allí era para los europeos dura y peligrosa; en tanto que enclaves permanentes con “instituciones favorecedoras de las actividades productivas” fueron típicos de zonas templadas como Norteamérica, Australia y Nueva Zelanda. Esos "comienzos" institucionales habrían tenido efectos a largo plazo en un ejemplo más de lo que se conoce como "path-dependence", es decir, la dependencia del crecimiento del propio proceso que ha seguido y de su comienzo. Dicho de otra manera, los países que pese a todos los esfuerzo no han logrado desencadenar un proceso de crecimiento sostenido estarían sufriendo de una suerte de "maldición de los orígenes", su subdesarrollo actual sería consecuencia de su "pecado original" en forma de unas "malas instituciones" que generaron (el problema de los "malos" incentivos) unos ineficientes comportamientos económicos, que a su vez en generaciones posteriores generaron ineficientes instituciones, y así sucesivamente hasta la actualidad. De las dos versiones de la “hipótesis geográfica” por el lado de la oferta, la directa o la indirecta, es esta última, la que canaliza los efectos geográficos a través del diseño institucional que siguió la colonización, la que más complace a los economistas pues sintoniza con la importancia que a los factores institucionales se le ha venido dando en la teoría del crecimiento económico.
Pero cabe una alternativa (no excluyente) a esta forma dominante de ver las cosas. La geografía puede afectar al crecimiento no sólo desde la oferta sino también desde la demanda. Y esto, en principio, suena raro, muy raro, pues vendría a decir que el obstáculo al crecimiento lo pondría no la Naturaleza externa a los individuos sino la propia naturaleza de los individuos que "no demandarían" crecimiento económico. Como ya se ha dicho, caracteriza a todos los modelos de crecimiento económico un punto de vista común cual es la idea de que para que haya crecimiento los agentes económicos han de tener los incentivos adecuados para que se lancen a los procesos de inversión e innovación sin los cuales no ha lugar al crecimiento. Pero, adicionalmente, siempre esos modelos "esconden" un supuesto común: suponen implícitamente que los individuos de todos los lugares del mundo responden a los mismos incentivos de la misma manera, es decir, que la "naturaleza" humana (esa suerte de "caja negra" que convierte los estímulos-incentivos en respuestas-comportamientos) no varía según los lugares.
Pues bien, el determinismo geográfico por el lado de la demanda se cuestiona este supuesto, y en su lugar, afirma que la respuesta de los individuos a los mismos incentivos es distinta no, o mejor dicho, no sólo por razones culturales o institucionales sino por dónde vivan, por el clima del lugar donde habitan. La idea no es nada complicada y forma uno de los estereotipos más extendidos entre la gente común, (y por ello, quizás, no resulta fácilmente aceptable para unos científicos tan eruditos como los economistas académicos): la gente que habita en los países tropicales no desea el crecimiento económico con la fuerza con la que sí lo hace la gente de los países templados, dicho con otras palabras la gente que vive allí se toma la vida con tranquilidad, y no necesita de tanto crecimiento. Y la razón última de esta actitud diferencial estaría en que la necesidad de mantener el equilibrio homeostático (una temperatura corporal en torno a los 36,5º)hace que los seres humanos que habitan en diferentes latitudes tengan sustanciales diferencias a nivel bioquímico que se traducen en distintos comportamientos económicos. Este es el punto de partida de Philip Parker en su libro Physioeconomics. The Basis for Long-Run Economic Growth (2000) donde defiende lo que él llama como Fisioeconomía, la incorporación al análisis económico de las restricciones que las necesidad de adaptación fisiológica pone a los comportamientos humanos.
Para la Fisioeconomía, las motivaciones psicológicas que están detrás de los comportamientos individuales están guiadas en último término por mecanismos fisiológicos corporales que buscan siempre la regulación homesotática. Dicho con otras palabras, el cuerpo tiene sus exigencias, y esas exigencias (vía tasas metabólicas, hormonas, neurotransmisores, etc., que Parker estudia largo y tendido) se plasman en motivaciones psicológicas (preferencias) que actúan como un marco para los comportamientos económicos. Así, en los países tropicales, el equilibrio homeostático se consigue con niveles mínimos de aportación calórica y mínimos niveles de esfuerzo para vestirse y proveerse de alojamiento. En los países fríos, por el contrario, la homeostasis requiere niveles más elevados de consumo de alimentos así como mayores niveles de esfuerzo para garantizarse vestido y alojamiento calientes. En consecuencia, la demanda de desarrollo económico es mucho mayor en climas templados que en los cálidos debido, en último término, a estas necesidades fisiológicas.
Algunas conclusiones a las que llega Parker son valiosas y útiles. Así, por ejemplo, señala que las comparaciones de niveles de vida entre distintos países no sólo han de tomar en cuenta las diferencias de renta o poder de compra, sino también la diferencia en las calorías necesarias para mantener el cuerpo. Un adulto que consuma 1200 calorías por día en un país tropical está mejor físca y psicológicamente que un adulto que consuma esas calorías en un país frío. El confort se alcanza en diferentes países a muy distintos niveles de consumo. Parker incluso prone un índice fruto de la división de la renta per capita por la renta necesaria para llevar una vida "decente" en términos de equilibrio homeostático. Podría agregarse, por otro lado, que la difusión del modo de vida desarrollado, es decir, "templado", en esos países cálidos, difusión que se poduce ya sea de manera implicita en la medida que se adoptan las tecnologías y formas de trabajo de los países desarrollados, ya sea explícita o intencionadamente en la medida que se pretende imitar los comportamientos de los países "más avanzados", puede provocar unos desequilibrios fisiológicos (obesidad y sus consecuencias) y psicológicos que quizás habría que tener en consideración.