En la entrada que dediqué hace unos días a la discriminación, acentuaba el factor “movilidad” como uno de los motivos subyacentes para la existencia del fenómeno discriminatorio, que pasaba a ser explicado (lo que no significa que “justificado”) como una respuesta racional por parte de los componentes de los grupos sedentarios en sus relaciones con los componentes de los grupos móviles. De modo que el fenómeno de la discriminación frente al “recién llegado” puede entenderse como un peaje, una cuota de entrada a “pagar” por el acceso al grupo sedentario.
Pero, una vez escrita y debatida, me he dado cuenta de que al enfrentarme a ella había cogido el camino más simple y fácil, y había dejado el más complicado. Y es que al razonar sobre los efectos de la movilidad me había centrado en la relación discriminatoria por parte de los individuos de los grupos sedentarios ricos hacia los nómadas pobres. Es decir, que había supuesto que los inmigrantes son per se siempre más pobres que los ya establecidos.
Cierto que los fenómenos migratorios de tipo masivo cuadran perfectamente con ese supuesto. Sin duda que la mayor parte de los desplazamientos migratorios está conformada por personas que andan moviéndose buscando un lugar adecuado donde poder asentarse para empezar una vida mejor. Pero este hecho no debe hacer perder de vista la existencia e importancia de otro tipo de movilidad, una movilidad no sólo no impuesta sino, todo lo contrario, deseada, buscada. Se trata de la creciente movilidad de las élites económicas, políticas y culturales.
En efecto, junto a los “pobres” móviles están hoy, y cada vez más, los “ricos” móviles. Junto a los desarraigados forzosos están quienes consideran el desenraizamiento como un objetivo. Para ellos, una forma de vida migratoria no es el precio a pagar sino parte del premio a recibir por “ascender” en la jerarquía socioeconómica. Hoy en día, son quizás más móviles en términos relativos los grupos sociales “dominantes”, es decir, aquellos compuestos por los individuos con más capital humano, más cualificados o preparados, que los que se ven obligados a moverse por su pobreza. Estos nuevos nómadas son los que no dudan en definirse como “ciudadanos del mundo”, pues definirse como “ciudadanos de un lugar” es pueblerino o paleto. Dicho de otra manera, ser “ciudadano del mundo” es para ellos un mérito más: un título merecido al que logran llegar por sus esfuerzos en el mundo empresarial, político o cultural. Su visión del mundo, de cada uno de los “lugares” que conforman ese mundo, incluso la visión del “lugar” concreto en que residen siempre circunstancialmente, es en últi9mo término la de un turista, la de alguien que se sabe de paso, por lo que, en consecuencia, poco compromiso tienen con sus lugares de residencia y con las gentes que los habitan con continuidad.
Se trata éste de un fenómeno que la creciente marcha de la globalización está poniendo en evidencia y sobre el que Christopher Lasch, en un profundo libro: La rebelión de las elites y la traición de la democracia, llamó la atención. Refiriéndose a EE.UU. decía:
“En el siglo XIX las familias ricas siempre estaban asentadas, a menudo durante varias generaciones, en un escenario determinado. En una nación de nómadas su estabilidad de residencia proporcionaba una cierta continuidad . Se reconocía a las familias antiguas…sólo porque resistían el hábito migratorio y echaban raíces…Se entendía que la riqueza conllevaba obligaciones cívicas. Hay bibliotecas, museos, parques, orquestas, universidades, hospitales, etc., que son otros tantos monumentos a la munificencia de la clase alta. Indudablemente, esta generosidad tenía un aspecto egoísta: Proclamaba la posición majestuosa de los ricos, atraía nuevas industrias y contribuía a promocionar la ciudad propia frente a las rivales…Lo importante, sin embargo, era que la filantropía implicaba a las élites en la vida de sus vecinos y de las generaciones futuras… Las nuevas élites , que incluyen no sólo a los directivos de corporaciones sino a todos los profesionales que producen y manipulan información –la savia vital del mercado mundial- son mucho más cosmopolitas –o, al menos, más inquietas y migratorias- que sus predecesoras. El progreso profesional en el mundo de los negocios exige en nuestro tiempo la voluntad de dejarse arrastras por el canto de sirena de la oportunidad. Los que permanecen en la ciudad natal pierden la ocasión de ascender”.
“Las clases privilegiadas –en un sentido amplio el 20% más elevado de la población- se han independizado en un grado alarmante no sólo de las ciudades industriales que se están desmoronando sino de los servicios públicos en general. Envían a sus hijos a escuelas privadas, se aseguran contra las emergencias médicas inscribiéndose en planes mantenidos por la empresa y contratan guardias privados de seguridad para protegerse de la violencia que se dirige contra ellos. Se han apartado de la vida corriente. No es sólo que ya no vean el sentido de pagar por servicios públicos que ya no utilizan: Muchos de ellos han dejado de considerarse americanos en ningún sentido importante, de sentirse implicados en el destino de América para bien o para mal. Suis vínculos con una cultura internacional de trabajo y de ocio –de negocios, espectáculos, información y “recuperación de información”- hace que a muchos de ellos les sea profundamente indiferente la perspectiva de una decadencia nacional americana”
Pues bien. A mí me parece claro que ese fenómeno de la desterritorialización de las élites económicas, políticas y culturales que él veía en EE.UU., ya es una realidad también en países como el nuestro. También los miembros de nuestras élites se viven a sí mismos, si no ciudadanos del mundo, al menos más europeos que españoles (o que catalanes o que vascos, que para el caso es lo mismo). Hoy, frente al dinero viejo, frente a los políticos de corte tradicional, frente a las jerarquías culturales siempre y mucho apegadas a sus lugares de residencia y vida, nuestras nuevas élites son enteramente diferentes. Como “ciudadanos si no del mundo, sí de Europa” se sienten apátridas, se viven deslocalizadas. Son unos nuevos nómadas, pero esta vez no son pobres, sino todo lo contrario. Pueden vivir en cualquier ciudad de cualquier país. Cambian fácilmente de residencia, y nunca se sienten extraños. Viven “fuera” en comunidades o urbanizaciones cada vez más cerradas y aisladas (“gated communities” son llamadas en EE.UU.). Nada conocen de los problemas cotidianos de los demás pues, para ello, necesitarían permanecer.
Resulta obvio que frente a estas élites voluntariamente nómadas no cabe un tipo de discriminación similar a la que se produce frente a los nómadas involuntarios. No tiene sentido, pues ¿cómo dioscriminar económicamente a una élite? Pero, en mi opinión, el modelo desarrollado en la entrada anterior sigue funcionando. Solo que ahora adopta una nueva forma: la movilidad se traduce en desconfianza, desapego y descrédito, en sus múltiples formas. Esa sería la actitud con que responden los sedentarios a sus nuevas élites nómadas.
Ejemplos de ello creo que abundan. Así, con respecto a las élites económicas, es proverbial la desconfianza bien ganada respecto a unos empresarios y directivos siempre dispuestos a deslocalizar las empresas sin contar con los costes sociales que ello supone para las comunidades locales. Y lo mismo puede decirse del desapego social hacia las élites culturales, artísticas e intelectuales, cuya empequeñecida relevancia social es sentida por sus miembros, siempre deseosos de aplauso y consideración pública, como “decadencia moral”, y más aún cuando para sustituirlos surge toda una “parada de los monstruos” , desde los “tertulianos” hasta esa troupe que pulula en la prensa y espacios televisivos del corazón.
Quizás la tesis aquí defendida tenga también algo que ver con el desapego hacia la política y los políticos que afecta a todas las democracias occidentales. Hace unos días, Fernando Vallespín en un artículo titulado “Política y melancolía” publicado en El País (15/10/2010, http://www.elpais.com/articulo/espana/Politica/melancolia/elpepunac/20101015elpepinac_7/Tes) trataba de dar una explicación al fenómeno general del descrédito y minusvaloración de los líderes políticos. Y así, tras pasar revista a l descrédito de los políticos no sólo en nuestro país sino en muchos otros, se hacía la gran pregunta:
“¿Qué está pasando en la relación entre clase política y ciudadanía para que cada vez se vaya haciendo más grande el divorcio entre unos y otros? Porque, no nos engañemos, este es el problema de fondo, la ausencia de confianza entre políticos y ciudadanos. ¿Tenemos alguna respuesta para este gran interrogante que acucia a las democracias liberales de Occidente? ¿A quién hay que imputar la responsabilidad por lo que está pasando, a los políticos o a los ciudadanos?”
Su contestación, como no podía ser menos, era la obvia: “En democracia, los ciudadanos siempre tienen razón. Son los que sentencian los cambios de Gobierno y, por tanto, son inimputables”
Pero, sin embargo, seguía: “ Con todo, es obvio que todos los responsables políticos no pueden estar haciéndolo mal y que, por consiguiente, hay una presunción en contra de la política y de aquellos que se dedican a ella. ¿Qué tiene la política de nuestros días que todos los que la practican salen escaldados?”
Por lo que tras citar algunas posibles explicaciones de la malquerencia de los ciudadanos hacia sus representantes políticos como sus confrontaciones partidistas cainitas o la imagen de ineficacia ante los problemas, acababa concluyendo:
“Pero no hay que perder de vista tampoco la creciente desimplicación y desresponsabilización de los ciudadanos con respecto a lo público. Ciudadanos aislados en su privatismo, que han delegado en la clase política la solución de los problemas comunes, como si estos no fueran con ellos. Luego se quejan, como niños malcriados, porque no se les provee de los servicios y prestaciones a los que se creen con un derecho casi natural”.
O sea, que para Vallespín son los ciudadanos los culpables de no admirar o querer a sus políticos como estos en el fondo se “merecen”. Pero ¿no será simplemente que no confían en ellos porque ya no son de “ellos”, porque ya nadie sabe dónde están? ¿Qué explicación, si no, puede darse al hecho de que los políticos-todos los políticos- sean hoy, tras el desempleo y la situación económica, el problema más acuciante e importante para los españoles? Está claro, simplemente, no son de los nuestros. Recordemos, a este respecto, a algunos de nuestros más egregios líderes. ¿Hay alguien que sepa si don Felipe González sigue siendo de este país? Pues, al margen de que de vez en cuando le saquen en periodo lectoral, lo único que se sabe de él es que es de la “jet-set” política internacional?. Sus preocupaciones de las que de vez en cuando sabemos por los periódicos son el mundo mundial y demás. Y, mutatis mutandi, pues nunca ha llegado tan alto, algo similar le pasa al otro gran expresidente del gobierno, a don José María Aznar, del que poco se sabe excepto de que va de “asesor” de algún que otro magnate internacional.
Un indicador de esto que digo lo ofrece la reciente campaña publicitaria que Christine O'Donnell, una candidata al Senado norteamericano que se apoya en el movimiento populista y ultraconservador del Tea Party. En ella, la señora O’Donnell, consciente del descrédito de la gente respecto a la élite política de la que se encuentra cada vez a mayor distancia física y mental, ha adoptado el siguiente y paradójico slogan: "I didn't go to Yale. … I'm YOU”. O sea, “No fui a Yale (una de las universidades más elististas y prestigiosas). Soy…TÚ”. O sea, no soy una persona de la élite intelectual, no pertenezco a “los mejores”, éesos que no viven contigo ni como tú, pero por eso mismo, puedes confiar en mí.
Se trata en suma de un conjunto de fenómenos que podríamos denominar, "rebelión contra las élites", rebelión que suele resultar incomprensible para muchos a tenor del hecho de que en las modernas sociedades democráticas, a diferencia de las antiguas sociedades aristocráticas, las élites son cada vez más meritocráticas. De ellas se forma parte no por familia o herencia, sino por los propios méritos. Y, entonces, ¿cómo es posible esa radical desconfianza hacia quienes, surgiendo del común de las gentes, siendo pues "de los nuestros" , se han elevado por sus propios méritos a la cúspide de las jerarquías sociales? La respuesta, para mí, está clara: porque dejan de ser "de los nuestros" porque se han hecho nómadas.