Por alguna extraña maldición caída sobre nuestro suelo allá en tiempos de la francesada, parece que a esta cansina nación que nos ha tocado en suerte tenemos que estar refundándola desde entonces cada tercio de siglo, unas veces a bayonetazos, otras a cañonazos y algunas, no por ello más exitosas, a urnazos. Y como desde aquella bendita Transición que iba a procurarnos la estabilidad definitiva ya ha pasado el correspondiente tercio de siglo, cada día son más sonoras las voces que claman por ponernos de nuevo manos a la obra, una vez más, evidentemente, en la dirección deseada por los separatistas. Por supuesto, fueron éstos los que rompieron el hielo hace ya algunos años, pero a ellos se ha sumado gustosa una izquierda siempre atraída por el cuestionamiento, cuando no por la voladura, de la nación que, paradójicamente, aspira a gobernar. Y ahora también se apunta la supuesta derecha, siempre sumisa, siempre cobarde, siempre ignorante, siempre incapaz de tomar la iniciativa y siempre dispuesta a bailar al son que toquen los demás.
Como este humilde juntaletras no quiere ser menos, aprovecha la ocasión para aportar su granito de arena en la reparación de la columna cuyas grietas amenazan con echar abajo todo el edificio: el Estado de las Autonomías. Pero como en este mismo lugar ya ha dedicado algunas páginas a exponer las muchas taras de dicho sistema de articulación nacional, hoy se limitará a recordar el anómalo parto que lo vició de origen.
Empecemos por el principio: en los tiempos del diseño del nuevo régimen, salvo obviamente a los separatistas vascos y catalanes, que lo ansiaban para utilizarlo como trampolín hacia la secesión, en España el Estado autonómico no le interesaba a casi nadie. Así lo observó, por ejemplo, Josep Tarradellas en enero de 1981:
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El otro día una personalidad política castellana muy importante, hablando de la autonomía de Castilla-La Mancha, me decía: La gente que realmente quiere la autonomía en mi provincia cabe toda en un autobús y sobran plazas.
Lo mismo declaró en aquella época Miguel Ángel Revilla, dirigente del Partido Regionalista de Cantabria, cuyo ideario se resumía en el lema "Cantabria región sin Castilla ni León":
Pasado el tiempo las tesis regionalistas parecen sencillas, pero en aquel momento (1976) era una idea que no tenía ni arraigo, ni fuerza y solamente compartida por unos pocos.
En 1984 escribiría otro de los más importantes protagonistas de la Transición, el ministro del Interior Rodolfo Martín Villa:
Los datos sociológicos que obraban en poder del gobierno Suárez demostraban que las preocupaciones autonomistas no ocupaban los primeros lugares en la escala de las aspiraciones y reivindicaciones de los españoles. Lo autonómico era más un problema de la clase política, de los políticos nacionalistas, por supuesto, y de aquellos que se constituyeron en valedores suyos, o lo que es más significativo, en imitadores y superadores de sus planteamientos.
Finalmente, su compañero de gobierno José Manuel Otero Novas recordaría algunos años después que incluso los referendos de los estatutos gallego, vasco y catalán tuvieron poca participación popular (en el caso de Galicia, un escandaloso 28%):
Lo cual no hizo sino confirmar lo que las investigaciones sociológicas de 1976 y 1977 venían mostrando, pues con Franco muerto, con la libertad política rehabilitada, con las banderas de la reivindicación regional desplegadas ante la sociedad, sin ningún grupo político significativo que postulara entonces el centralismo, y ya inmersos en la resaca antifranquista, el hambre autonómica popular era muy baja.
La opinión parece clara y bastante unánime. ¿Cómo fue posible, entonces, que se estableciera, sin oposición audible, un modelo de Estado mirado con desinterés por una mayoría de los españoles? La clave quizá se encuentre en lo que el director del Departamento de Ciencia Política de la UNED, Andrés de Blas, escribió sobre ello en 1994:
No existía un fervor autonomista en el conjunto de España en el momento de celebrarse las primeras elecciones legislativas, aunque seguramente sea cierto que ese entusiasmo era real dentro de buena parte de las nuevas élites políticas. Una vez que se atisbaron espacios de poder, nadie quiso quedarse atrás en el proceso autonómico. La perspectiva de gobiernos, parlamentos y administraciones propias resultaba un acicate para el comprensible deseo de participación política y para el menos positivo, pero también comprensible empeño, de asegurarse un lugar en la esfera de lo público. No es cosa de ser injustos con las aspiraciones autonómicas de regiones españolas hasta entonces poco interesadas en ella. Pero creo que es un hecho que nadie igualó a las clases políticas locales en su afán concienzador a nivel regional. Incluso las clientelas más evidentes de todo movimiento regionalista, las inteligencias locales, quedaron desbordadas ante el celo autonomista de los nuevos políticos.
Un cuarto de siglo después se vivió una situación parecida: con motivo de las elecciones autonómicas catalanas de 2003, todos los partidos salvo el PP plantearon modificar el estatuto o redactar otro que superase sus muy amplias competencias. Por el contrario, las encuestas indicaron que el 60% de los catalanes no creía necesaria ninguna modificación estatutaria. De nuevo una gran distancia entre los intereses de los políticos y los de los ciudadanos. Y cuando tres años después se celebró el referendo de dicho nuevo estatuto, sólo fue a votar el 49% del censo, lo que no impidió que, con motivo de la intervención del Tribunal Constitucional, muchos miles que no sabían en qué habían consistido las correcciones del tribunal, que por supuesto no se habían preocupado de leer el estatuto y que el día del referendo se habían ido a la playa se sintieron, sin embargo, indignadísimos cuando desde el poder se les dio la orden de enfadarse porque España había vuelto a insultar a Cataluña.
Así pues, a pesar del desinterés del pueblo español, el Estado de las Autonomías se impuso para contentar a unos separatistas que no se contentaron y para acabar con los asesinatos de unos terroristas que se dedicaron a asesinar mucho más; ha demostrado su derroche y su ineficacia (también lo auguró Tarradellas: "Si se continúa por este camino nos vamos a encontrar, aparte de con decenas de millares de funcionarios que van a ingresar en los regímenes autonómicos, con tres o cuatro mil cargos políticos que no sé cómo los va a poder aguantar el país. Si así ocurre, se va a disgregar el país con organismos y más organismos y esto no es ni útil ni conveniente. Me parece que unas autonomías administrativas o unas mancomunidades de provincias podrían haber sido mejor solución que este maremágnum en que estamos ahora inmersos"); ha sido utilizado por parte de cientos de mediocres para darse la gran vida, enchufar a la familia y, según poética expresión recientemente acuñada, para "tocarme los huevos, que para eso me hice diputado"; y, por encima de todo, ha sido y sigue siendo la herramienta utilizada por los enemigos del Estado para dinamitarlo desde dentro.
El principal problema de España no es una crisis económica que pasará, ni unos sinvergüenzas de los que nadie se acordará en un par de años, sino el suicida Estado de las Autonomías. Y los problemas, cuando no se solucionan, sólo pueden ir de agravamiento en agravamiento hasta el colapso final.
Jesus Lainz