El poeta norteamericano Ezra Pound captaba lo inesperado y arrebatador del arte moderno en un poema titulado “L’ Art, 1910”:
“¡Verde arsénico embadurnado en una tela blanco huevo, fresas machacadas! Venid, deleitemos nuestros ojos”.
Un festín para nuestros sentidos, una inversión económica a veces inigualable. El mundo del arte que avanzaba el preludio a la Gran Guerra reunió el 17 de febrero de 1913 en el 69th Regiment Armory de Nueva York, un edificio de piedra rojiza y almohadillada que sirve como cuartel en la avenida Lexington, a una colección de artistas que marcaron, desde entonces, la dirección ética y estética de la pintura: allí estaban en persona Picasso, Gris, Duchamp o Picabia, y en espíritu otros como Van Gogh. Un escultor y retratista, de nombre Walt Khun, recogió por escrito cada obra representada en la feria que vendría a marcar un hito en la historia junto con el Salon des Refusés parisino de 1863; también dejó anotada cada obra y cada cifra: el Desnudo bajando una escalera, de Marcel Duchamp, se vendió por 324 dólares, el equivalente hoy día a unos 5.000 euros; la mayoría de Picassos no superaron los 260 dólares. Un siglo después, el mundo del arte conserva aún la esencia de la sorpresa pese a la sensación de déjà vu que nos inunda; en cuanto a la inversión, bien asesorados, pueden juzgar ustedes mismos mirando los papeles del viejo Khun.
La remontada de ARCO resulta más que palpable, incluso nada más llegar a la feria. No era necesario conocer cifras de ventas ni número de visitantes: la calidad iluminaba cada galería desde la sola entrada.
Artistas jóvenes y consolidados, lo nuevo y lo aún más nuevo. Ha habido cabida para todos ellos y para todo tipo de arte en una selección exquisita para cada pieza, desde la “clásica y ya conocida” a la extravagancia y la diferencia en lienzo, tela, neón o vídeo. Un buen número de ellas, sublime.
Cada galería ha sido un pequeño museo, una institución, con la joya de la corona expuesta. El público ha respondido en todo momento, con ganas de hablar, comentar, y felicitar, y con ese ritmo en la compra tan característico de la feria de arte por antonomasia de nuestro país que hace que, a la hora de hacer las maletas, uno siempre esté pensando en volver en una próxima edición. La unión con Latinoamérica ha sido clave en esta feria en los últimos años y, con Argentina, dicho enlace se ha consagrado: el país austral nos ha sorprendido con galerías plagadas de obras de gran calidad y originalidad.
La feria se llenó de público, coleccionistas e instituciones: El museo Reina Sofía compró dieciocho obras por un total de 389.200 euros. Experimentados o noveles, los de siempre, los nuevos: había una obra para cada sensibilidad, para cada bolsillo.
Las galerías italianas han traído delicadeza, sencillez y belleza, imposible no pararse en ellas y notar su sensibilidad; las nacionales han apostado por artistas consagrados y, pese a todo, rompedores, así como otros más arriesgados y desconocidos para el gran público; las argentinas han dejado un arte fresco y nuevo. Todas han desembarcado en Madrid como Patton en Sicilia, como el mundo del arte en el número 68 de la calle Lexington de Nueva York en 1913.
En una galería italiana, un vídeo de 20 minutos lanzaba frases de silenciosa rotundidad al visitante: “Aun así, somos puro amor que pasa miedo”. Quizás sea esa sensación la que ha caracterizado la feria algunos de estos años, miedo a no entender cómo esta cita no terminaba de conseguir el merecido reconocimiento, cómo se cuestionaba su calidad, miedo a no mirar de frente a otras ferias, a Suiza, Londres o Nueva York. ARCO 2017 ha triunfado y nos ha devuelto el amor al arte por duplicado. Quien esto escribe piensa guardar sus anotaciones, sus recuerdos, como hiciera Walt Khun: dentro de unos años, algunos se sorprenderán. Nosotros, sin embargo, ya lo intuimos, ya lo dijimos.