Tras la entrada anterior, la segunda parte de una de las burbujas financieras más curiosas de la historia.
Sin embargo, al fin, los más prudentes empezaron a ver que esta locura no podía durar siempre. Los ricos ya no compraban flores para sus jardines sino para venderlas de nuevo con el cien por cien de beneficio. Se veía con miedo que alguien tenía que perder al final. Al extenderse esta convicción, los precios cayeron y nunca volvieron a levantarse. Se había destruido la confianza y el pánico general se apoderó de los comerciantes. A había convenido comprar seis Semper Augustines a B, a 4.000 florines cada uno, seis semanas después de la firma del contrato. B tenía las flores preparadas en la fecha fijada, pero el precio había caído a trescientos o cuatrocientos florines y A se negaba a pagar la diferencia o a aceptar los tulipanes. Día tras día se declaraban impagos en todas las ciudades de Holanda. Cientos de aquellos que unos meses antes habían empezado a dudar de la existencia de la pobreza en la tierra, se encontraron de repente en posesión de unos pocos bulbos que nadie quería comprar, a pesar de que los ofrecían a una cuarta parte del precio que habían pagado por ellos. Los gritos de angustia resonaban por todas partes y todo el mundo culpaba a su vecino. Los pocos que habían logrado enriquecerse ocultaban su riqueza a sus conciudadanos y la invertían en fondos ingleses o de otros países. Muchos de los que por una breve temporada habían dejado de pertenecer a las clases más humildes fueron lanzados de golpe a su oscuridad original. Comerciantes acaudalados se vieron reducidos casi a la mendicidad y muchos personajes de noble linaje vieron arruinada la prosperidad de sus familias sin remedio.
Cuando surgieron las primeras alarmas, los propietarios de tulipanes de diversas ciudades celebraron reuniones públicas para diseñar qué medidas era mejor tomar para restablecer el crédito público. Se acordó mandar a Amsterdam representantes de todas partes para que consultaran con el gobierno algún remedio para el mal. Al principió el gobierno rehusó intervenir, pero aconsejó a los propietarios de tulipanes que acordaran un plan entre ellos.
Por fin, sin embargo, tras muchas discusiones y riñas, los representantes reunidos en Amsterdam decidieron que todos los contratos firmados en la cumbre de la manía o antes del mes de noviembre de 1636 se declaraban nulos y que en los firmados después de esta fecha, los compradores quedaban liberados de sus compromisos mediante el pago de un diez por ciento al vendedor. Tal decisión no dio satisfacción. Por supuesto, quienes tenían tulipanes a su disposición no quedaron contentos y quienes se habían comprometido a comprar se consideraban maltratados. Tulipanes que en cierto momento valían seis mil florines se podían obtener ahora por quinientos, de modo que la cláusula del diez por ciento significaba pagar cien florines más que su valor real. En todos los juzgados del país se presentaron demandas por incumplimiento de contrato, pero estos rehusaron admitir lo que consideraban transacciones especulativas.
Al final el asunto se remitió al Consejo Provincial de La Haya, confiando en que la sabiduría de este organismo encontraría alguna medida que restableciera el crédito público. Su decisión al respecto se esperaba con la máxima expectación, pero ésta no se producía. Los miembros del consejo seguían deliberando semana tras semana y, por fin, tras pensárselo durante tres meses, declararon que no podían tomar una decisión final hasta disponer de más información. Sin embargo, aconsejaron que, mientras tanto, cada vendedor, en presencia de testigos, ofreciera los tulipanes in natura al comprador por la suma previamente convenida. Si este último rehusaba aceptarlos, podían ponerse a la venta en subasta pública y el comprador original sería responsable de la diferencia entre el precio real y el estipulado en el contrato. Éste fue exactamente el plan recomendado por los representantes que pronto demostró su inutilidad. No había tribunal en Holanda que hiciera cumplir el pago. La cuestión se planteó en Amsterdam, pero los jueces rechazaron intervenir por unanimidad, alegando que las deudas contraídas en el juego no eran deudas a los ojos de la ley.
Así quedó el asunto. Encontrar un remedio estaba más allá de la capacidad del gobierno. A quienes tuvieron la desgracia de tener reservas de tulipanes almacenados en el momento de la repentina caída se les dejó que soportaran su ruina tan filosóficamente como pudieran; a quienes habían obtenido beneficios se les dejó que los conservaran; pero la actividad comercial del país sufrió un golpe muy duro del que tardó muchos años en recuperarse.
El ejemplo holandés fue imitado hasta cierto punto en Inglaterra. En el año 1636 se vendían públicamente tulipanes en la Bolsa de Londres y los corredores se esforzaban al máximo para elevarlos a los precios exagerados que habían alcanzado en Amsterdam. También en París los corredores procuraron crear una manía de los tulipanes. Triunfaron en ambas ciudades sólo en parte. Pero la fuerza del ejemplo puso muy de moda los tulipanes, que desde entonces han sido apreciados más que cualquier otra flor por cierto tipo de personas. Los holandeses son famosos todavía por su debilidad hacia los tulipanes y continúan pagando por ellos mayores precios que nadie. Al igual que los ingleses ricos se jactan de sus caballos de carreras o de sus cuadros antiguos, así se vanaglorian los holandeses pudientes de sus tulipanes.
Sobre el autor: Economista. Asesor financiero e hipotecario. Gestor de Inversiones inmobiliarias y proyectos de compraventa, rehabilitación y reformas de inmuebles para su posterior arrendamiento o venta.