Hablemos de la economía, la ciencia sombría, como la llego a definir el historiador Thomas Carlyle allá por el siglo XIX, y es que resulta en verdad lúgubre porque para gestionar recursos escasos, y encontrar soluciones, hay toda una diversidad de caminos teóricos trazados, lo que la vuelve más confusa que las opiniones de médicos en relación a interpretaciones clínicas, y menos acertada aun que los pronósticos metereológicos.
En economía los postulados están enmarcados en teorías diseñadas de acuerdo a las situaciones propias de cada época, pero también muy a propósito a los intereses dominantes.
Los precursores de esta ciencia triste hablaban y debatían acerca de la economía política. Eran verdaderos monstruos: Adam Smith, David Ricardo, Thomas Robert Malthus, John Stuart Mill y Karl Marx, solo para citar a algunos notables.
Cuando sobreviene la revolución industrial y el sistema capitalista despega con una fuerza inusitada, dando libre espacio a la creatividad y a la productividad, el mundo prospera, pero también van surgiendo los primeros trusts, que en la práctica vienen a demostrar que no existe tal cosa como los "libres mercados", como lo manifestaban los clásicos.
Pasado el tiempo, los economistas convencionales, basados en los clásicos, toman los postulados librecambistas para darles forma teórica, a manera de leyes inmutables que solo funcionan de esa manera, y los vienen a adornar con ecuaciones matemáticas para transformar a la ciencia social en una categoría pretenciosa de ciencia exacta.
Así, nos vienen a hablar de conceptos tales como el “modelo de equilibrio general”, de “las decisiones racionales de los consumidores”, de “Los mercados autorregulados”, y de otras quimeras. De ese modo, cualquier nuevo postulado que no estuviera respaldado por todo un edificio teórico de variables y constantes arregladas en forma de modelos, no sería ni siquiera considerado para ser tomado en cuenta en algún foro de notables. De hecho, esa ha sido la tónica que distingue al desfile de premios Nóbel que otorga cada año la ciencia sombría.
Con el advenimiento de los neoclásicos, la academia tradicional le da carpetazo final a la economía política.
Vienen los descalabros de la Gran Depresión que marcan la quiebra de la Economía Clásica y es cuando aparece el gran salvador del sistema capitalista, Sir John Maynard Keynes, quien recomienda intervenir en el mercado a través de instrumentos fiscales que impulsen a la demanda agregada para sacar al sistema del colapso.
La Teoría Keynesiana se encarama en el edificio teórico y de ahí se multiplican diversas versiones de Economía del Bienestar, ayudando a elevar el nivel de vida de las naciones avanzadas, dando seguridad social a la mayoría de esas poblaciones.
De hecho, el mundo vive la época dorada después de la segunda guerra mundial, extendiéndose la bonanza hasta principios de los años 70's, cuando el sistema muestra síntomas de agotamiento, y que la escuela Neomarxista identifica, sólidamente, como evidencias de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.
Es entonces cuando los apóstoles del libre mercado encuentran el momento propicio para el resurgimiento de los viejos postulados, pero en respuesta a un fenómeno creciente que caracteriza a la evolución moderna del sistema capitalista, es decir la financiarizaciòn de la economía, en donde el capital busca refugio para maximizar ganancias y dar respuesta a la necesaria acumulación. Economistas como Friedrich Von Hayek y Milton Friedman se encargan de ensalzar los beneficios de la economía desregulada, clamando por el derrumbe de las barreras al comercio y el retiro estratégico del estado como interventor directo en los mercados, en beneficio del sector privado.
Esa base teórica era lo que los grandes intereses, ahora financieros, necesitaban para imponer sus políticas alrededor del globo terráqueo. La gran liquidez resultante del disparo de los precios del petróleo en los 70's genera un enorme mercado de eurodólares (dólares en circulación fuera del territorio de los Estados Unidos), donde los bancos mundiales corren en estampida para ofrecer créditos atractivos a todo el tercer mundo, como palanca financiera para que los países en desarrollo logren sus auténticas aspiraciones de crecimiento acelerado.
Lo que sucedió después fue que la trampa del endeudamiento cobró sus facturas y se desatan los efectos "tequila", "samba", y "vodka", que como fichas de dominó provocan grandes crisis que vienen a ser resueltas por los nuevos poderes fácticos en forma de recetas austeras y draconianas impuestas por los "galenos internacionales", en la figura del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM), y además reforzadas por el sucesor del GATT, o sea la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Ese dominio se deja ver igualmente, y como sustento a la renovación de cuadros tecnocráticos en los diversos gobiernos, en las universidades norteamericanas y europeas. Cuadros de jóvenes se gradúan con las recetas librecambistas - monetaristas bajo el brazo, conocidas como Neoliberalismo. Instituciones como Chicago, Yale, Harvard, MIT, Stanford y Columbia le dan brillo a la teoría dominante. Incluso algunos politólogos y pensadores se dan el lujo de lanzar a los cuatro vientos la creencia de que vivimos el final de la historia (Francis Fukuyama) o de que la Tierra es plana (Thomas Friedman), en alusión a las supuestas bondades que la globalización económica promete.
Estas tendencias dan lugar a verdaderas aberraciones, pues se tiende a confundir a la economía con las finanzas, o a creer firmemente que un estado se maneja como si fuera una empresa de gran tamaño, es decir, las cifras públicas deben de presentar superávits, de preferencia. Se sataniza el uso del gasto público y al estado se le somete con una camisa de fuerza donde se le impide echar mano de los instrumentos fiscales. Así, los impuestos sólo sirven para financiar presupuestos públicos, y se desecha por completo la función fundamental de redistribución de la riqueza y de los ingresos. Igualmente, el estado se ve imposibilitado en hacer uso de su soberanía monetaria, pues ésta ya descansa en las manos autónomas y "desinteresadas" de los bancos centrales, cuando en realidad sabemos que son guardianes de los intereses de los bancos privados quienes tienen la facultad de crear dinero de la nada y a su antojo.
Los noticieros cuando hablan de economía, lo primero que reportan es cómo cerraron las bolsas de valores, las tasas de interés y los tipos de cambio, y nada más, no hay otra cosa que reportar en cuanto a economía se refiere, como si tales reportes tuvieran importancia critica para las actividades de un agricultor de las praderas venezolanas, o para un pastor de los Andes, o para un plomero de la ciudad de Lima, o bien para un tornero de un barrio de la ciudad de México. Es la gestión del dinero lo que ahora realmente importa.
Los grandes capitales imponen su ley en los mercados y exigen estabilidad en las cuentas públicas y en los tipos de cambio, para mantener acotada a la perversa inflación, y que así ellos entren y salgan a placer de un país a otro, haciendo arbitraje con las tasas de interés, directamente responsables de su tasa de rentabilidad. Ya si las economías sufren por pérdida de competitividad de sus exportaciones, estancamiento de la economía real, debilitamiento del mercado interno y expansión de la masa de desempleados, todo ello no tiene la menor importancia. Además, se proclama que en el largo plazo las poblaciones se verán beneficiadas al encontrar cada país sus ventajas competitivas, olvidando la enseñanza que nos dejo Keynes cuando afirmó que "en el largo plazo, todos estaremos muertos".
El dominio financiero recibe un golpe casi mortal cuando en el 2007 estalla la crisis de los créditos hipotecarios subprime. Surgen los colapsos de muchos bancos, pero los grandes maniobran en las oscuridades de los lobbying centers de Washington y Londres, logrando ser rescatados, así es que surgen voces apologéticas que exclaman a ocho columnas en los diarios de que los bancos beneficiados son instituciones demasiado grandes para quebrar (too big to fail) , y ahí sí se permite, bajo el capricho de las reglas neoliberales, que se den los subsidios a torrentes, pues es de "interés general" salvar a estos iconos corporativos. La carga financiera de esos rescates la lleva, por supuesto, el sufrido y golpeado ciudadano, el infeliz tax payer.
La crisis no resuelta provoca que regresen con renovados bríos los representantes de la escuela keynesiana, argumentando que el sistema dominante va hacia al abismo y recomiendan hacer uso de la política fiscal, para que todos nos salvemos del desastre. Apuntan que la inflación no es ahora el enemigo a vencer, si no el estancamiento que amenaza con perpetuarse y su compañero inseparable: el desempleo.
Sin embargo, los intereses financieros de Wall Street y la City muestran resistencia, abundan los desacuerdos, se logran ciertas medidas estabilizadoras de muy corto plazo, pero queda sin resolver el problema principal de cómo rescatar a una economía mundial desfalleciente, amenazada de muerte por la inminente llegada de más crisis, más grandes, y más frecuentes.
Pero también empieza a tomar fuerza otra escuela que se apoya con las evidencias catastróficas del cambio climático, y del deterioro generalizado de la ecología, para profetizar que el sistema ya no es sustentable, pues se requerirían tres o cuatro planetas Tierra adicionales para dar cabida a las aspiraciones de crecimiento acelerado de países que reclaman su parte del pastel, como es el caso de las naciones BRIC, pero igualmente de otras muchas más que vienen detrás empujándose unas a otras, basándose en patrones de consumo occidentales.
Nuestra ciencia lúgubre se encuentra en una encrucijada. Si se decide continuar con la idea de business as usual, el despeñadero nos espera a todos, no sólo con catástrofes financieras de pronóstico reservado, sino también por escenarios apocalípticos en el sistema ambiental - que sustenta al sistema económico - y que pondrían en riesgo a la misma civilización en cuestión en pocas generaciones.
¿Qué hacer entonces? ¿No hacer nada, más que dar paliativos y subsidios a los grandes agentes económicos como lo sugieren los apologetas neoliberales? ¿Regular y retomar el papel rector del estado en la economía, pero seguir con la firme idea de crecer a toda costa, como lo sugiere la escuela Neokeynesiana? o ¿Diseñar una nueva agenda económica que ponga en el centro de gravedad a la misma naturaleza, y a la justicia humana, para finalmente devolverle a la ciencia economía su carácter social?
El momento grave, de transición urgente, nos dicta que es hora de desempolvar los estudios de economía política y a empezar a quitarle a la ciencia económica su carácter lúgubre.
Es hora de desterrar quimeras, de aprender de errores pasados, de considerar que nuestro medio natural es cerrado y que en breve – para el año 2030, para ser exactos - seremos más de 9,000 millones de habitantes, y que prácticamente la mitad de esos seres humanos vivirán condenados en la miseria absoluta, si no se altera la manera en que producimos y distribuimos satisfactores.
El tiempo corre en nuestra contra y ya es hora de que la Economía emita la luz que no deje lugar a interpretaciones utópicas con agendas ocultas.