Nunca desperdicies una crisis
Casi un año después de la mayor debacle financiera nunca sucedida, nos enfrentamos a la que también será una de las más difíciles vueltas de verano de toda nuestra vida. A salvo ya del colapso definitivo que muchos auguraron, pero con una importantísima crisis todavía por remontar, la vuelta al cole de este año incorpora un componente filosófico muy especial.
Lo hemos hecho. Los meses vividos al borde del abismo y la incertidumbre en la que seguimos sumidos nos han llevado a ello. Durante muchos años, en los que todo iba más o menos bien, nunca nos había importado mucho pero ahora, de repente, nos hemos encontrado a nosotros mismos preguntándonos por el sentido de lo que estamos haciendo.
El futuro empieza a preocuparnos de una forma distinta mientras seguimos sin explicarnos muy bien nuestro pasado reciente, cargado de posibilidades de lo que podía haber sido. Pensamos que nuestro problema es que hemos perdido el rumbo, sin darnos cuenta de que no se puede perder algo que no se tiene antes.
Navegando sin ningún objetivo nuestro destino lo determinará el azar y encontrarnos de repente en un sitio inesperado no debería sorprendernos. Lo más improbable sería haber llegado al sitio que queríamos. De hecho, incluso, habremos podido pasar por delante de nuestra meta y haber seguido nuestro viaje sin darnos cuenta de que ya no hacía falta ir más lejos.
El dinero, como representación de las muchas cosas que se pueden conseguir con él, es un gran protagonista en nuestra vida. Es el responsable de financiarla y al perderlo o al dejar de ganarlo, nuestro ánimo se ve tremendamente afectado por la carencia de esa potencialidad que nos daba o que podría habernos dado. La reacción generalizada de vender sin necesidad de hacerlo ante pérdidas en la valoración de carteras que deberían haber sido estables, aunque es muy humana, ha sido ya el comportamiento más antieconómico en lo que llevamos de crisis.
Pero lamentarnos ahora de haber vendido después de octubre o de no haber comprado cualquier activo de riesgo en los momentos que han estado tan baratos, tiene tan poco valor como haberlo hecho entonces por no haber previsto el cataclismo. No somos tan listos. A pesar de nuestras grandes prestaciones hemos nacido sin la capacidad de prever el futuro.
Existe solución, pero el problema está en otro sitio. Hay un chiste sobre un paciente que entra en la consulta de su médico horrorizado por lo que le ocurre, y que tocándose frenéticamente con el dedo por todo su cuerpo (cadera, pecho, codo...) le va diciendo al doctor: me duele aquí, aquí, aquí… ¿Es muy grave? ¿Qué tengo Doctor? ...
Al final, lo que tenía era el dedo roto y una muy mala percepción de la realidad y de su propio problema.
Gran oportunidad
Si, en lugar de seguir pensando que la solución a todas nuestras inquietudes actuales hubiera sido comprar acciones del Banco Santander a cuatro euros y venderlas ahora, entendiéramos que el problema también nosotros lo tenemos en un dedo, con el que cada día apuntamos hacía un rumbo distinto, podríamos empezar de verdad a aprovecharnos de la gran oportunidad que tenemos delante de nosotros.
Es probable que por cumplir en este mes cuarenta y cinco años, que son más o menos una mitad de una esperanza de vida razonable, mi sensibilidad sea mayor hacía las inquietudes de mi generación, pero realmente pienso que si asimilamos que a todos nos quedan muchos años por delante y le ponemos la paciencia y la convicción necesarias, esta crisis será la mejor oportunidad de nuestra vida.
Eso sí, antes de pretender acertar con nuestras decisiones personales o de inversión, necesitaremos tener un plan sensato y financieramente viable dentro del riesgo que queramos asignar a nuestro proyecto. La herramienta para hacer este ejercicio se llama planificación financiera y el único problema que tendremos para ponerlo en marcha será el de enfrentarnos con nosotros mismos.
Con ese plan conseguiremos la referencia que nos dirá cómo tenemos que navegar, incluso en los momentos más duros, y ese objetivo tirará de nosotros dando ese sentido que no encontrábamos a momentos tan poco explicables como los que hemos vivido y los que nos toca seguir viviendo.
José Antonio Marina, en un artículo publicado el pasado mes de octubre, tan acertado como oportuno, definía el optimismo como la inteligencia orientada a determinar el futuro y nos recomendaba dejar el pesimismo para tiempos mejores. Podemos hacerle caso a él o esperar como Escarlata O’Hara, con su famoso “ya lo pensaré mañana”, a que lleguen tiempos mejores.
El riesgo de esperar es que una crisis de esta magnitud puede tardar mucho tiempo en volver a repetirse. Mejor no desperdiciarla.
Santiago Satrústegui es Consejero Delegado de Abante