El Gobierno que no amaba a su pueblo
CARLOS SALAS
Mientras mojaba el pan en los huevos fritos que estaba comiendo en su despacho, el banquero se quedó unos segundos pensando cuánto supondría para él la subida del IVA que el Gobierno proponía para el próximo año. «Veamos: tengo una renta anual de 100 millones de euros. ¿Cuánto me gasto en comida, coches, gafas, tapas, vivienda, tabaco y electrodomésticos? Apenas un 1% de mis ingresos. Eso quiere decir que si me aumentan el IVA unos puntitos, dedicaré el año que viene un 0,001% de mis ingresos a esa pequeña subida». Entonces, sonrió y continuó mojando el pan en los huevos, contento porque además el Gobierno no iba a incrementar el IVA superreducido del pan.
Al otro lado de la ciudad, Pepe y María, que entre los dos ganaban 1.200 euros al mes, se pusieron a pensar qué parte de su renta se les iba a esfumar en todas esas cosas gravadas con IVA: «Veamos: si suben el IVA reducido del 7% al 8% eso significa que tendremos que pagar más por los refrescos, la carne, el pescado, las gafas, las prótesis del abuelo, el cine, el transporte en autobús al pueblo y, claro, rezaremos para que la abuela no la palme, porque entonces tendremos que pagar más por el entierro».
Siguieron echando cálculos con el aumento del IVA general (del 16% al 18%). «Cariño, eso abarca los chupitos, los ducados, el CD, el canal digital -ahora que están echando la liga por ahí-, el coche que pensábamos comprar, la luz, el teléfono, el agua, el gas…». Por fin, hicieron cuentas sobre cuánta renta dedicaban cada año a todos esos gastos y entonces se les paró el corazón: «Dedicamos a eso el 100% de lo que ganamos: ¡no vamos a tener ni para huevos fritos».
Como Pepe y María son gente de buena fe, se quedaron viendo la televisión para ver si alguien les explicaba esa subida de impuestos. Fue entonces cuando apareció una ministra que dijo al pueblo: «Lo hacemos para pagar los gastos de los parados». Pepe y María se miraron las caras. Eso quería decir que uno de los dos se iba a quedar en paro en los próximos meses. Quizá los dos.
Justo cuando pensaban esto, a cientos de kilómetros de allí, una caja de ahorros castellano-manchega estaba negociando con Alberto y Pilar el crédito hipotecario que les habían concedido dos años atrás. Alberto tenía una frutería con dos empleados y su mujer acababa de tener un hijo. Pero cada vez vendían menos por culpa de la crisis. Encima estaban pagando a duras penas la cuota mensual de 1.200 euros de la hipoteca. «Comprendedlo», dijo el director de la oficina, «cuando os dimos el crédito vuestro piso valía 500.000 euros. Pero ahora vale 300.00 euros. Como me habéis pagado sólo 50.000 euros, eso quiere decir que aún tenéis que darnos avales por la diferencia: es decir, 150.000 euros más».
¿Más avales? Alberto se preguntaba qué diablos había pasado para que la sociedad de tasación, que por cierto, era de la caja de ahorros, hubiera valorado un piso en 500.000 y dos años después en 300.000. ¿Cuándo se equivocó? ¿Antes o ahora? Alberto y Pilar necesitaban dinero, y decidieron despedir a un empleado. El otro trabajaría en negro. Como el Gobierno no les había bajado las cotizaciones sociales a los empresarios ésta era la única forma de sacar el dinero de algún sitio. Pero todo eso era insuficiente, así que decidieron dar el piso a la caja y mudarse a casa de los padres de Alberto. «Me parece bien», dijo el director, «pero esto no es Norteamérica: aquí tienes que responder de la deuda hasta la muerte, con tu nómina, tu patrimonio y hasta las joyas. Todavía me debéis 150.000 euros».
Al ver cómo se alejaba la pareja, el director de la caja respiró tranquilo. Se acordó entonces del Real Decreto 716 aprobado por el Gobierno este mismo año: una cláusula permitía al banco o a la caja exigir a sus clientes «la ampliación de la hipoteca a otros bienes» si el piso perdía su valor. Eso sin contar el Fondo para la Reestructuración Ordenada de la Banca, por el cual el Gobierno ayudaría con 9.000 millones de euros a los bancos y a las cajas que se arriesgaron concediendo créditos a promotoras y constructoras. «Qué bien», se dijo el director de la caja, «el Gobierno siempre piensa en nosotros». Prometió rezar una oración por el Ejecutivo esa misma noche.
Cuando Alberto y Pilar llegaron a casa de sus padres, se sintieron reconfortados. «No te preocupes, hijo», dijo don Justino. «Pondremos nuestro piso como garantía para afrontar esa deuda». Justino y su mujer se acordaron también de sus ahorros. Por lo menos les quedaban las Letras y los Bonos del Tesoro; aunque, claro, como el Gobierno había subido los impuestos, ellos pagarían al Estado entre un 19% y un 21% de lo que ganasen por vender esos títulos.
Mientras Justino pensaba cómo vender las Letras y los Bonos, muy lejos de allí, en un barrio de Moscú, Boris Mafisky, célebre en el mundo del hampa por sus negocios con la trata de blancas, tráfico de armas y venta de drogas a escala mundial, cerró el periódico y bostezó. Acababa de leer que el Gobierno español iba a subir los impuestos, pero no tocaría a aquellos Inversores No Residentes que comprasen deuda española desde un paraíso fiscal.
Eso le incluía a él, a Boris Mafisky, que compraba Bonos del Tesoro español a través de una sociedad radicada en las Islas Caimán. Nunca olvidaría aquel día de abril de 2008, cuando esos chicos socialistas aprobaron el Real Decreto 2/2008 de «impulso a la actividad económica» por el cual él no pagaría a España un solo céntimo en impuestos, aunque invirtiera desde un paraíso fiscal. Mafisky Corporation estaba contribuyendo a sufragar las deudas del estado español. Y encima blanqueaba el dinero que obtenía por comerciar con prostitutas, cañones y heroína. «Olé, España», musitó.
Sonó el teléfono. «Boris», dijo una voz de caverna: «Tenemos unas chicas lituanas que pasaremos a Estocolmo mañana. Son despampanantes. Carne fresca».
«¿Estocolmo has dicho?». Y sonrió con malicia: «¡Que se joda Stieg Larsson!».
Fuente:el mundo.
http://www.elmundo.es/papel/2009/10/04/mercados/19599820.html