A fuerza de operar en el mercado me gustaría dejar claro el profundo respeto que siento por todo inversor que sea capaz de generar beneficios de forma consistente, sea cual sea la estrategia que emplee. No me interesa el estéril debate en el que algunos batallan con desmedida pasión sobre si esta filosofía de inversión es superior a aquella, simplemente porque la realidad nos demuestra que la mayor parte de caminos conducen a Roma. Con el tiempo descubrimos que allí donde unos inversores son capaces de obtener excelentes rentabilidades, otros nos damos de bruces contra un muro infranqueable. Recuerdo que, hace muchos años, una buena cantidad de pérdidas certificó mi absoluta incapacidad para ganar dinero en el intradía. Y eso no es óbice para entender que, para otros gestores, este sea el ecosistema ideal donde desenvolverse. Por tanto, cada uno debe de ser capaz de hallar la metodología con la que se sienta más cómodo. En mi caso, tan importante ha sido conocer qué forma de invertir es la que más se adapta a mis condiciones, como ser consciente de cuál es el terreno donde más allá, hay dragones.
Dispuesto a comentar la forma en la que arriesgo mi capital, debería empezar por confesar que no me tengo por un gestor especialmente brillante, sofisticado o creativo. No dispongo de ningún sistema innovador, ni aplico fórmulas vanguardistas. De hecho, mi aversión al riesgo me convierte en un inversor incluso cobarde. Unos miedos que controlo evitando tomar decisiones binarias -todo o nada-, y construyendo o desmontando posicionamientos de forma progresiva. Ello me permite tener la suficiente capacidad de adaptación como para rectificar si fuera necesario.
Mi estrategia de inversión se define a partir de la existencia de ciclos económicos o fluctuaciones como reflejo de la naturaleza del ser humano. La economía avanza, evoluciona, madura y finalmente cae en una etapa de crisis para generar un nuevo ciclo. Algunos mercados tienden a lo que Alan Greenspan definió como exuberancia irracional; en lugar de crecer de forma ordenada, alimentamos una burbuja que, tarde o temprano, acabará por implosionar, limpiando los excesos, reequilibrando valoraciones y ofreciendo nuevas posibilidades de crecimiento. Quizá esté equivocado y todo ello no tenga nada que ver con la condición humana, puede que simplemente se trate de la natural sucesión de eventos. Debates filosóficos al margen, el análisis macro actúa como lo haría una predicción meteorológica global. Es incapaz de pronosticar si mañana subirá o bajará el IBEX35, pero resulta tremendamente útil a la hora de conocer si el contexto es estable o, por el contrario, se está incrementando el riesgo a un cambio de ciclo. Y eso es todo lo que necesito a la hora de establecer mi predisposición frente al mercado.
Dicho contexto macro está compuesto por un buen número de indicadores, cifras y datos que requieren de interpretación. El quid de la cuestión es monitorizar cuándo esas luces de alarma que se encienden y se apagan intermitentemente a través de los años, tienden a concentrarse en determinados momentos de la economía. Que los mercados estén sobrevalorados o que el PIB de determinado país haya sido negativo puntualmente no tiene porqué significar que el ciclo vaya a concluir, de la misma forma que la mera aparición de un proceso inflacionario no nos conducirá automáticamente a una crisis económica. Pero, por utilizar un ejemplo marinero al que soy tan aficionado, cuando atraviesas el Mediterráneo y observas que se aproximan negros nubarrones, que el oleaje se hace más duro y que el viento rola y sopla con fuerza creciente, puedes apostar a que la plácida travesía está a punto de finalizar.
El análisis macro no exige de ningún acto de predicción, pues las causas preceden a las consecuencias. Tampoco se trata de anticipar cuándo surgirá la inflación, ni el momento en el que los bancos centrales se verán obligados a dar un giro copernicano a sus políticas para activar medidas restrictivas que pondrán en dificultades a la economía. Así que ni siquiera quiero adelantarme a los hechos, solo asumo que dichas incógnitas se despejan por sí mismas. Que finalmente suceda o no una recesión será el resultado de múltiples interacciones, pero en general, dependerá de la capacidad de resiliencia de dicha economía respecto a las nuevas condiciones. Independientemente del resultado final, es indiscutible que actualmente nos hallamos en un punto en el que, si finalmente se resuelve con una crisis, habremos tenido suficientes indicios, señales o pistas como para haber tomado nuestras propias decisiones. Avanzamos entre brumas y no negaré que podemos toparnos con señales falsas. En el último cuarto de siglo, únicamente hemos atravesado dos recesiones profundas pero hemos sufrido algunos periodos de crisis y momentos en los que el miedo parecía haber tomado el control (crisis zona euro, default griego, Brexit, posible guerra comercial con China, Covid-19). Y, sin embargo, a pesar de las previsiones más pesimistas, apenas reunimos el conjunto de factores necesarios que nos hubieran forzado a preparar nuestro bote salvavidas. Estamos, por tanto, ante una estrategia que, por la amplia amplitud de la onda, no nos exigirá tomar decisiones estratégicas con inusitada frecuencia.
Me sorprende -y a la vez, comprendo perfectamente-, el desconocimiento que algunos de los inversores que se han incorporado a esta actividad en la última década, mantienen respecto a la importancia de la visión macro. En mis conversaciones con jóvenes que, atraídos por los excepcionales beneficios de los últimos tiempos, se han acercado a la renta variable, apenas se mencionan variables que hoy nos tienen a todos preocupados. Sus esfuerzos parecen centrarse únicamente en la búsqueda de ese sistema de especulación que les acerque al mito de la libertad financiera. Es, quizá, una de las consecuencias más perniciosas que nos ha dejado la acción coordinada de los bancos centrales. En los años precedentes, todos hemos sido conscientes que el contexto macro no tenía ningún peso en nuestras decisiones; las compras inundaban los mercados tras una serie de malos datos, sabedores de que dichos bancos centrales -siempre al rescate-, no solo no retirarían los programas de estímulo existentes, sino que los potenciarían. Uno podía soportar correcciones del mercado de más del 20% sin preocuparse en demasía pues sabía que estábamos bajo el manto protector de la FED. Por decirlo de forma exagerada, pero real, nuestros verdaderos stop loss han sido Draghi, Yellen, Lagarde y Powell.