Casi todos los operadores han oído hablar de la opinión contraria de mercado y muchos creen que funciona, pero pocos han profundizado en las causas que provocan sus aciertos. Es de dominio público que, cuando la inmensa mayoría piensa que un mercado va a subir, ese movimiento es casi imposible que se produzca. Muchos piensan que esa mayoría que se equivoca siempre está formada por los novatos que se acercan a la bolsa y que todavía no tienen ninguna preparación, pero lo cierto es que, además del gran público, en esa mayoría se incluyen los gestores profesionales, los analistas y los asesores financieros. Todos los citados cantan de buen grado el estribillo de la canción pegadiza que los que ganan siempre han puesto convenientemente de moda.
Hay un pequeño grupo de personas en el planeta, a los que yo amigablemente llamo “los amos del mundo”, que no se equivocan nunca porque siempre saben lo que va a ocurrir (posiblemente porque los acontecimientos del futuro los escriben ellos). Pero claro, para que ellos puedan comprar o vender ingentes cantidades de cualquier producto, tienen que convencer a la gran mayoría para que haga lo contrario, si no sería imposible encontrar contrapartida para esos grandes volúmenes. Tengo que confesar que todavía no sé cómo consiguen convencer a todo el mundo para que hagan al unísono algo que claramente no les interesa. Tampoco he logrado averiguar a través de qué medios consiguen persuadir al público para que cometa su suicidio financiero por capítulos (no creo que en el estribillo de la canción del verano se puedan poner mensajes subliminales), pero sí sé a ciencia cierta quiénes son sus cómplices necesarios para lograr sus objetivos: los defectos ancestrales de la raza humana.
Cada persona sólo puede acumular el poder que le permiten tener los que están por debajo de él en cualquier circunstancia. Por eso es imposible someter a alguien que no desea nada (y no hablo de deseos materiales, que siempre son los más fáciles de conseguir). Los amos del mundo no pueden aprovecharse de todos los pobres para aumentar sus posesiones, sólo pueden vaciar los bolsillos de los que desean hacerse más ricos. Contra el resto no pueden hacer nada. Afortunadamente para los amos, la ambición, junto con el resto de defectos de los seres humanos, acarrea las víctimas dócilmente al altar del sacrificio. Su estrategia queda resumida en el siguiente eslogan: hay que conseguir que la víctima crea que fue idea suya subir al patíbulo.
El arsenal de defectos genéticamente arraigados en la especie humana es grande y variado, pero lo peor es su nula capacidad para aprender de sus errores como lo haría cualquier equino que no hubiera aprobado la enseñanza primaria. En esas condiciones, llevar a la muchedumbre al despeñadero es un juego de niños.
Adivinar cómo responderá una persona determinada ante cualquier reto es imposible, pero predecir qué hará el 90% de la población cuando unos “expertos con muchos títulos” le aconsejen lo mejor para su hijo recién nacido es fácil de pronosticar.
Lo más triste es que, seguramente, los amos del mundo ni siquiera son muy inteligentes. Yo diría que son unos pillos ventajistas que se aprovechan de cuatro lecciones que sus padres les dejaron escritas en un bloc de anillas. Realmente, para dominar a la raza humana hace falta saber pocas cosas. Veamos las más importantes, aunque ninguna es difícil de aprender:
Hay que aprovecharse del orgullo de la gente:
Se tiene que hacer correr la voz de que esta generación es la mejor preparada de la historia. No importa lo evidente que sea lo contrario, los interesados lo creerán (los pocos que no lo crean no importan; de todas formas, a esos no se les hubiera podido esquilmar).
Para que de verdad se sientan muy preparados hay que hacerles memorizar muchas cosas inútiles. No hay nada mejor que tener la cabeza embotada para no darse cuenta de que en las pocas cosas realmente importantes de la vida son unos completos ignorantes. También será muy útil concederles muchos títulos con nombres rimbombantes, a ser posible en inglés. Aunque para lograr esos títulos, los profesores tengan que mirar al firmamento durante los exámenes y cada vez se pueda pasar de curso con más suspensos en su haber. Al fin y al cabo, de eso se trata: de que los títulos otorguen a la víctima una falsa sensación de confianza que le haga morder el anzuelo.
Por suerte para ellos está muy extendida la pereza:
Si el público fuera diligente y comprobara las cosas por ellos mismos, no habría manera de sacarle partido a las estadísticas. Si la gran mayoría se responsabilizara personalmente de su vida, de su salud, de la gestión de su dinero, de la educación de sus hijos, etc., y no delegara todas esas importantes tareas en “expertos a sueldo”, no habría manera de venderle la moto. Cualquiera que hiciera el pequeño esfuerzo de abrir la caja y mirar las orejas del animalito que hay dentro, se daría cuenta de que le han colocado un gato en vez de una liebre.
Salta a la vista que en la sociedad está todo preparado para incentivar a la gente a delegar en todo y no responsabilizarse de nada:
Si vas al banco diciendo que quieres invertir un dinero, te dirán que te pongas en manos de un experto, y te recomendarán que metas la pasta en un fondo de inversión. La pereza del inversor les protegerá de que pregunte cómo se sabe que el gestor del fondo es experto y cuánto dinero ha ganado los años que la bolsa ha bajado (para ganar dinero cuando la bolsa sube y perderlo cuando baja no se necesita ser experto en nada, el mismo cliente lo puede hacer y ahorrarse las comisiones).
Los anuncios de medicamentos te dicen que consultes con el farmacéutico, sin advertir del claro conflicto de intereses de tal propuesta. Pero ¿de qué nos vamos a extrañar si las agencias de rating calificaban y colocaban las mismas emisiones cobrando comisiones a dos bandas? Nadie les ha reprendido su actitud y no me extrañaría que alguno de sus ejecutivos sea llevado a los altares.
Los pocos cientos de padres que en España han decidido educar a sus hijos en su casa y no llevarlos a la cadena de cuadriculación mental llamada “escuela” son escrutados con detalle para tratar de impedir que consigan su propósito. Estos insumisos pueden sembrar en la sociedad el peligroso germen de la responsabilidad autónoma individual, para la que se usa la palabra “anarquía”, procurando que suene peyorativamente.
La picaresca y la deshonestidad
A una persona honesta no se le puede estafar con el timo de la estampita o el del toco mocho. Afortunadamente para los timadores, normalmente no se suelen tropezar con esos raros especímenes.
Madoff fue denunciado durante años como timador, pero nadie movió un dedo. Muchos de los que ponían dinero en sus manos pensaban que hacía algo ilegal, pero no les importaba si, gracias a actividades fraudulentas, ellos también ganaban dinero.
Hay ejecutivos de empresas que son unos delincuentes probados, pero a los accionistas eso no les preocupa si, gracias a él, consiguen pegar un pelotazo.
Desde los sobornos a los altos cargos hasta las pequeñas chapuzas sin IVA son aceptados como algo normal e inevitable. Lógicamente, la mayoría se calla con la esperanza de pillar cacho.
Hasta las religiones te recuerdan los pecados para hacerte sentir culpable y que llenes el cepillo, pero, acto seguido, te garantizan el perdón de los más horrendos crímenes, pues no está el asunto para ir perdiendo clientela.
Resumiendo: predecir qué hará una exigua minoría en periodo de extinción con sus virtudes es tarea imposible. En cambio, acertar el comportamiento de la inmensa mayoría actuando bajo los dictados de sus defectos está garantizado.
Puede que mis defectos corran un estúpido velo delante de mis ojos y esté equivocado, pero, desde detrás de la venda, juraría que éstas son las razones que hacen funcionar la opinión contraria de mercado y que son aprovechadas por los poderosos para desplumar a los incautos.
El hombre, con sus hábitos,
pone en marcha las fuerzas que acaban por destruirlo
Pitágoras
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