Decía en mi entrada anterior que, en estos tiempos de mucho trabajo y poco empleo, igual hay que volver al objetivo último de la Economía, que no es precisamente perseguir unos hitos de crecimiento, productividad u ocupación, sino cubrir las necesidades de las personas y de los colectivos. A las preguntas económicas básicas –qué, cuánto y cómo producir- se puede responder de varias maneras y ahí entran las ideologías. Pero resulta que, si nos desenfocamos de las necesidades reales, podemos entrar en contradicciones como las que vemos a diario, a saber: que se destinan cantidades ingentes de recursos –públicos y privados- para producir bienes y servicios de utilidad complicada de entender, mientras que necesidades básicas quedan a la espera de una solución. De nada sirve ser eficientes si no somos eficaces, es decir, si una necesidad concreta no ha sido resuelta, no tiene sentido hablar en términos de austeridad o despilfarro. Ni siquiera en nombre del Empleo.
Ya metido en harina, aprovechaba la ocasión para pedir un repaso a las políticas activas de empleo y entre mis propuestas apuntaba una relacionada con la economía social, un término que se ha puesto de moda en los últimos tiempos pero que está perfectamente definida en la legislación europea y en la española. La Ley 5/2011, en su artículo 2, denomina economía social al conjunto de las actividades económicas y empresariales que, en el ámbito privado, llevan a cabo aquellas entidades que persiguen bien el interés colectivo de sus integrantes, bien el interés general económico o social, o ambos. Todo ello bajo los principios de primacía de las personas sobre el capital, aplicación de resultados en las propias entidades, promoción de determinados valores sociales y, por último, pero no menos importante, independencia respecto de los poderes públicos. En el marco de la economía social operan entidades sin ánimo de lucro (asociaciones y fundaciones) pero también empresas bajo formas jurídicas muy interesantes, como las cooperativas o las sociedades laborales.
Para muchos, esto de la economía social y el cooperativismo no es más que un rollo post-comunista o, peor aún, un reducto de mayo del 68. Pues qué os puedo decir. A este neoliberal le mola el asunto. Por motivos de trabajo le estoy siguiendo la pista al funcionamiento de estas fórmulas y no tengo ningún problema en reconocer que aquí puede haber una tercera vía alternativa al mercado y a la planificación pública. Desde luego, el cooperativismo me parece mucho más potable como sistema económico que nuestra infumable economía de mercado abducido por la Administración. Los números parecen acompañar y se da la circunstancia de que, detrás de las economías y las democracias más maduras del mundo, hay una cultura cooperativa muy consolidada, con Canadá como ejemplo más claro.
¿Qué tienen las cooperativas que no tengan otros formatos empresariales? Pues un poco de todo: ventajas fiscales, normativa laboral muy laxa (a los socios no les afecta el derecho laboral sino el societario, osea: socializan las pérdidas ajustando remuneraciones pero si las cosas van bien también están a las maduras), reinversión de beneficios en la propia entidad por medio de varios fondos obligatorios… Pero, desde mi punto de vista, hay dos características que a mí me convencen definitivamente. La primera: los objetivos de las cooperativas están alineados claramente con necesidades reales que el mercado y/o la administración no terminan de solucionar correctamente, el primero por la presión del beneficio a corto plazo, la segunda por falta de incentivos para hacer bien las cosas. Necesidades tan primarias como la salud, la atención a la dependencia, la educación, el consumo de productos ecológicos, el acceso al crédito o a la vivienda. Y la segunda característica: la capacidad de las cooperativas para organizar personas y crear redes. Emporios como el Grupo Mondragón, con todas las verdades y leyendas urbanas que se quieran airear, dan fe de lo que se puede hacer con inteligencia colectiva. Lo que ocurre es que para echar a andar, hay que dejar el rol de víctima y ponerse a trabajar. Y también ser conscientes de que los proyectos colectivos destapan cómo somos cuando tomamos el mando del barco y tenemos que decidir solitos nuestro futuro. Los principios están muy bien hasta que nos hacemos responsables de aplicarlos a la vida de la empresa.
He subtitulado esta entrada con una consigna un poco atrevida: nos organizamos o nos organizan. Casualmente, el mismo entramado que nos manipula, nos atemoriza y nos indigna a diario también nos da herramientas legales para desarrollar nuestros propias soluciones de forma autogestionada. Es cierto que ni la economía social ni el cooperativismo son la tierra prometida de la sociedad pero, desde mi punto de vista, son instrumentos muy válidos para empezar a cambiar las cosas.
Lo dicho: ¿nos organizamos o dejamos que nos organicen?
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