Gould, Fisk y la mujer escarlata
El desplome de las bolsas mundiales los pasados lunes y martes 5 y 6 de septiembre de 2011 han sido fundamentados y justificados, por los medios de comunicación, a causa de las declaraciones de Christine Lagarde. La directora del FMI creyó adecuado advertir sobre una posible (que no probable) nueva recesión global. Unas palabras que, unidas a los malos datos macroeconómicos de EEUU, y a las aún peores previsiones para la zona Euro, propagaron el pánico a lo largo y ancho del globo bursátil. La volatilidad ha seguido instalada en las bolsas mundiales durante toda la semana siguiente, alimentada por los sucesivos rumores sobre una Grecia en la UCI, unos PIS (PIGS sin Grecia...) en el punto de mira, y una economía mundial que duda si fiarse o no de las futuribles emisiones de bonos europeos.
Para Kostolany, la subida continuada en las cotizaciones necesita de dos cosas: dinero y confianza. En este momento, el dinero líquido sólo está presente gracias a las sucesivas QE y a los fondos de países emergentes, un dinero que pretendía fomentar la propia liquidez así como la confianza. Sin embargo, en el entorno europeo sólo ha conseguido prevenir la coagulación del sistema financiero, puesto que la confianza de los inversores, y del común de los habitantes, aún está bajo mínimos. Y por tanto, ni consumo, ni inversión, ni progreso económico.
Históricamente, las grandes debacles bursátiles y financieras se han producido por desapariciones súbitas de la confianza: la confianza en la generación de ingresos de la Compañía de los Mares del Sur, en los tulipanes, en los inmuebles...en definitiva, la confianza en el alza continuada e ilimitada de los precios (o burbujas). La confianza en el sistema bursátil y en el sistema financiero global es, por tanto, esencial. Lo es ahora, y lo ha sido desde las primeras Bourse.
Desde que comenzaron a registrarse sistemáticamente las cotizaciones de los valores, los norteamericanos decidieron teñir de negro los días en que la Bolsa sufría un desplome significativo. Uno de los más destacados, y paradójicamente de los menos conocidos, fue el Black Friday de 1869. Hoy día, el término Black Friday o Viernes Negro se refiere más bien al viernes posterior al día de Acción de Gracias (último jueves de noviembre), que comercialmente supone el inicio de las rebajas.
El Black Friday de 1869 corresponde al 24 de septiembre de ese mismo año. Los EEUU estaban en plena Gilded Age, una era “dorada” de reconstrucción tras la guerra civil norteamericana y de asentamiento de la industria moderna, caracterizada también por el ascenso de las grandes y más famosas fortunas: Rockefeller, J.P. Morgan, Andrew Mellon, Andrew Carnegie, etc. Era un tiempo en que la manipulación de los valores cotizados no era difícil, ya fuesen empresas o materias primas. De hecho, muchos de estos millonarios eran catalogados peyorativamente como “robber barons”, es decir, grandes industriales y banqueros que aumentaban sus fortunas sin importar el modo de conseguirlo (usualmente con métodos poco o nada legales). Un tiempo en que los especuladores sí tenían el poder que se les atribuye hoy día, de mover la bolsa a su antojo. Y a mediados del siglo XIX, dos especuladores destacaban por su escasez de escrúpulos: Jay Gould y James Fisk. De hecho, el viernes negro de 1869 también se conoce como el “escándalo Gould-Fisk”.
Jason Gould
Jason Gould (1836-1892) constituía el modelo clásico de “robber baron”: empresario, especulador y aspirante a “noble”, con un alto patrimonio personal de dudoso origen, y una imagen personal que bien podríamos asimilar al personaje que aparece en el centro de los tableros del Monopoly. Neoyorquino de nacimiento y con ascendencia empresarial, comenzó su vida laboral llevando la contabilidad de una pequeña empresa, para continuar iniciando diversos negocios junto con distintos socios. La colaboración con uno de sus socios, Charles M. Leupp, fue productiva hasta las turbulencias financieras de 1857, tras las cuales Leupp cayó en bancarrota, mientras que Gould aprovechó la ocasión para adquirir la parte de su malogrado socio.
Sospechoso de “colaborar” con la caída de la empresa, y acusado formalmente por Leupp y su familia (una adinerada familia de empresarios), se decidió a probar suerte en el creciente mundo del ferrocarril. A comienzos de 1860, Gould se dedicó a invertir en pequeñas empresas ligadas a dicho sector, hasta que unos años después se convirtió en director general de Rennsalaer and Saratoga Railway, y (una especie de) consejero de Rutland and Washington Railway.
James Fisk
“Big Jim” James Fisk (1835-1872), ejecutivo y especulador de gran talla (en cuanto a vestimenta se refiere), comenzó a trabajar muy joven en su pueblo natal de Vermont, hasta que a los 20 años heredó la profesión paterna de vendedor ambulante. Su recorrido laboral sufrió muchos altibajos, y sólo consiguió enriquecerse gracias al contrabando de algodón durante la guerra civil norteamericana. Casado desde los 19, mantuvo una relación la vedette Josie Mansfield, algo bien conocido en la sociedad neoyorquina y que generaba multitud de comentarios, más si cabe cuando se supo que Fisk alojó a su amante en un piso cercano a la sede de la empresa en la que trabajaba, la Erie Railroad. Y aún más cuando Mansfield lo abandonó por otro asociado de dicha corporación, Edward Stokes. Estos hechos de su vida empresarial y personal se verían reflejados en la película de 1937 “The Toast of New York” (El ídolo de Nueva York).
La mujer escarlata de Wall Street: Erie Railroad
Lo que en sus inicios fue denominada como una “obra de arte” por sus creadores, seductora y seducida por los amantes de los ferrocarriles, la empresa que explotaba la línea New York-Lago Erie se convirtió a los pocos años en la mujer escarlata de Wall Street, una dama de altos emolumentos y grandes expectativas, pero de escasos rendimientos para el accionista. Fundada en 1851, fue dirigida desde 1853 hasta 1868 por Daniel Drew, a quien, a pesar de ganar millones con las acciones de la Erie Railroad (a través de sus movimientos en bolsa), se le atribuye la frase de “brotarán carámbanos de hielo en el infierno antes de que Erie pague un solo dividendo”.
Antes de comenzar a trabajar en Erie, Fisk había montado su propia firma de intermediación financiera, Fisk & Belden, con escaso éxito. Fue gracias a la intervención de Drew que Fisk pudo continuar su actividad en 1866, y un par de años después, se incorporó a la compañía ferroviaria. Drew también había incorporado a Gould meses atrás, y si bien al principio no se soportaban, su compartida ansia de dinero les hizo comprender que podrían complementarse bastante bien. Dicho y hecho, Gould y Fisk (extrañas similitudes físicas con Laurel y Hardy) poseían la extraña habilidad de desarrollar con tremenda efectividad todo tipo de argucias financieras, gracias a los conocimientos financieras de uno y a la habilidad para el buhonerismo del otro.
Su primera gran actuación en el mercado de capitales se produjo cuando Cornelius Vanderbilt, un adinerado propietario de líneas férreas, trató de hacerse con el control de la Erie Railroad. La táctica de Vanderbilt, que ya le había funcionado para adquirir la New York and Harlem Railroad, consistía en “corner the market”, es decir, en adquirir una gran cantidad de acciones de la compañía (“acaparar el mercado”) con el objetivo de manipular su precio. Su objetivo, de cara a la galería, era hacer crecer esas empresas y hacerlas más rentables. Sin embargo, la verdadera razón para adquirirlas era que ambas competían en determinados trayectos con sus propias líneas de ferrocarril, y por tanto, pretendía monopolizar el tráfico férreo del área de Nueva York.
El ataque de Vanderbilt era público y manifiesto. El contraataque de Gould, en cambio, fue menos evidente: comenzó a emitir nuevas acciones de la Erie y las puso en circulación. Hay que recordar que los registros de intercambio no eran lo estrictos y exactos que comenzaron a ser a comienzos del siglo siguiente, y por tanto, la negociación en corros de la compraventa de valores admitía excesos y defectos, mientras a la fecha pactada de intercambio se entregasen los valores acordados. Los precios de la Erie seguían subiendo, pero la cantidad de acciones no disminuía, o lo hacía muy poco, puesto que Gould seguía poniendo más en circulación (esta táctica ilegal se conocía como “to water stocks”, asimilándola a una antigua treta de los vaqueros, los cuales hacían al ganado atiborrarse de agua antes de una compraventa, para que pesasen más, y por tanto, aumentase su valor).
La maniobra era ilegal a todas luces. Fisk, siguiendo las instrucciones de Gould, había impreso multitud de nuevos certificados de acciones, que pretendía endosar a Vanderbilt “mientras no se estropee esta prensa”. En primera instancia, Vanderbilt había logrado recuperar 4,5 millones de dólares directamente de la tesorería de la Erie, al ganar una demanda interpuesta contra sus administradores; pero Gould no había perdido el tiempo, y había logrado legalizar los certificados emitidos. ¿El modo? Sobornando a un miembro del gobierno, William “Boss” Tweed, por valor de un millón de dólares, y convirtiéndolo en director de la Erie.
La indemnización satisfizo en su momento a Vanderbilt, que no llevó a cabo ninguna acción legal más y permitió que el los tres dirigentes permaneciesen en sus puestos de dirección de la compañía férrea. Lo que él no fue capaz de imaginar es que Gould y Fisk aprenderían su táctica y la emplearan en beneficio propio, manipulando el precio del oro.