BANCARIOS, NO BANQUEROS
Publicado el 24 de julio de 2012
No recuerdo bien dónde leí el otro día una carta en la que un empleado de banca se quejaba amargamente de estar siendo acusado por la sociedad de desmanes de los que eran sus jefes, los de Madrid o Nueva York, los únicos culpables. No era la primera vez que me encontraba un alegato semejante. No son raros los empleados de banca que dicen ser víctimas de una demonización por parte de la gente, que arguyen que son tan víctimas de la crisis como todos los demás, que afirman que todo lo que hicieron lo hicieron cumpliendo órdenes y sin saber que podían causar algún daño. Algunos hasta insisten en que ayudaron a los demás, en que sin su mediación este o aquel cliente no habría podido comprarse una casa o poner en marcha un negocio.
“Somos víctimas, como vosotros”, vienen a decir. “La culpa es de nuestros jefes, no nuestra”, vienen a decir. “Somos bancarios, no banqueros. No es lo mismo”, viene a ser su mensaje.
Y esto me hace pensar. Si mal no recuerdo, fue un bancario (no un banquero) quien trató insistentemente de convencerme de que domiciliase una nómina en la Caja Tal y Cual, a pesar de que yo solo había ido a cobrar el cheque de un finiquito por despido. Fue un bancario (no un banquero) quien falsificó la firma de esa anciana que hace poco ganó un juicio a la entidad, para que adquiriese (supongo que por su propio bien, aunque sin saberlo) unas participaciones preferentes en no sé qué. Fue un bancario (no un banquero) el que le colocó al anciano y analfabeto padre de un amigo mío un préstamo en condiciones de usura haciéndole creer que le abría una cuenta corriente. Fue un bancario (no un banquero) quien robó a unos agricultores de avanzada edad, en un pueblo del sur de mi provincia, los ahorros de toda una vida, aprovechando la confianza que ellos tenían en él. Fueron los bancarios, en persona, quienes amarraron con préstamos eternos a gente desesperada; quienes colocaron hipotecas por auténticas fortunas a gente que (los bancarios lo sabían) no podría pagarlas y acabaría por verse en la puta calle; quienes se sirvieron de la mentira y el abuso de confianza para endosarle a cualquiera productos financieros de alto riesgo o acciones que no valían ni el papel en que estaban impresas. Lo hicieron, claro, por orden de sus superiores. Lo hicieron, claro, llevados por una cultura de la impunidad y el tú-vende-como-sea que se han extendido como un cáncer en los últimos años por toda la sociedad.
Pero lo hicieron, sí, y cobraron jugosas comisiones por ello. Y no se privaron de presumir de lo mucho que ganaban al hacerlo, o de lo listos que eran por conseguir colocar aquellos productos invendibles, o de cómo los jefes de los que ahora abominan (aunque no mucho, y en voz baja) les felicitaban en la reunión mensual o semestral.
Mejor dicho, siguen haciendo de las suyas, atosigando con comisiones absurdas a la gente sin nómina y con poco dinero, tratando de liar a los pardillos con planes de pensiones que no son sino versiones sofisticadas del timo del tocomocho. Y negándose a conceder créditos ni aplazamientos ni ostias. Y siguen cobrando buenos sueldos y jugosas comisiones por sus servicios.
Lo que pasa es que ahora no presumen tanto.
Pero me debo que ese pudor, más que a un súbito retoñar de una embrionaria conciencia, se deba al miedo a que alguna de las víctimas de sus manejos, les parta, con todo el derecho moral del mundo, todo lo que se llama cara.