El mercado de la telefonía, internet y las comunicaciones en general es campo abonado para todo tipo de abusos. En su día, todos suspirábamos porque acabase el monopolio de Telefónica pensando que la libre competencia pondría fin a su prepotencia, al trato humillante, despectivo, a sus abonados; era lógico esperar que la libertad de elegir operador fuese a dar lugar a un trato más personal y humano, a una política comercial cercana al usuario, al que se trataría de atraer mediante un trato exquisito. Ansiábamos el momento de poder dejar plantada a Telefónica con sus malos modos, sus abusos, sus desplantes.
El caso es que la competencia ha llegado y estamos peor que antes. Telefónica sigue con su política abusiva y prepotente, despreciando a sus clientes, no atendiendo sus reclamaciones. Y las empresas que le hacen la competencia no mejoran ese patrón; en algunos casos incluso lo superan. De algunos podríamos decir que actúan como verdaderos cuatreros. No tiene desperdicio el caso que cuenta Fernan2; también tiene su miga el que explico en otra entrada anterior; ahora voy a meterme con otro que llega a rozar el delito, si es que no entra de lleno en ese campo (no lo afirmo tajantemente porque no ha habido denuncia en vía penal, pero... ya me diréis).
Un octogenario recibe la visita en casa de un comercial de una compañía telefónica (no me gusta dar nombres, pero digamos que fue de Aúna, que se merecen que se les identifique). Le ofrece cambiar el servicio de telefonía para la empresa que representa, exponiéndole cuánto se iba a ahorrar. El hombre, que ya no tiene edad ni cabeza para complicarse la vida con cuestiones tan complejas, rechaza la oferta. Pero al mes siguiente le llega un comunicado del banco con un recibo de Aúna por una cuota mensual mínima. Su hija, que vive en el mismo edificio, se hace cargo del asunto. Empieza por consultar en la OMIC (Oficina Municipal de Información al Consumidor), donde le dicen que ya han tenido más quejas idénticas, siempre con ancianos como víctimas. A continuación, ordena al banco la devolución del recibo y reclama a Aúna que anulen el contrato y que remitan copia del contrato con el alta. Como es habitual en estos casos, la empresa no contesta y al mes siguiente remite un nuevo recibo al banco. Nuevamente se devuelve y se repite la misma reclamación, insistiendo en que se proceda a la anulación de toda supuesta relación comercial. Finalmente se consigue que Aúna considere cancelado el contrato, pero sigue enviando cartas intentando el cobro de las facturas anteriormente emitidas y con amenazas de incluirle en archivos de morosos y de iniciar acciones legales para lograr el pago de la cantidad supuestamente adeudada. Entonces denunciamos el caso ante la Secretaría General de Telecomunicaciones y la Agencia de Protección de Datos.
La Secretaría General de Telecomunicaciones abre expediente y requiere información sobre el asunto a Aúna. Ésta contesta diciendo que ya ha atendido la petición de "su cliente", y que ha cancelado el contrato y anulado las facturas. El organismo regulador se da por contento y archiva el expediente. Es decir, para el organismo que tiene por misión supervisar el buen funcionamiento del mercado en cuanto a los derechos de los usuarios, no existe infracción por el hecho de que una compañía dé el alta como abonado a una persona sin su consentimiento y le emita facturas por servicios no solicitados ni consumidos.
En cambio, la Agencia de Protección de Datos en la tramitación del expediente exige a Aúna que presente la documentación que demuestre la celebración del contrato y acredite cómo obtuvo los datos de la cuenta corriente del denunciante. Como no puede hacerlo (se escuda en que fue una empresa comercializadora subcontratada quien obtuvo esos datos, pero ésta rechaza esa afirmación; y ninguna de las dos tienen ningún documento firmado o entregado por el afectado) considera que se obtuvieron datos personales del denunciante de forma ilegal, lo que constituye una infracción grave e impone una sanción de 60.000 euros.
Creo que podemos concluir que, ante la prepotencia de las operadoras que padecemos, hay que actuar con decisión, haciendo uso de todos los medios que el ordenamiento ha dispuesto para hacer valer nuestros derechos. Que si seguimos en esa defensa hasta el final, podemos acabar con un resultado positivo. Y que, si hay organismos que se toman sus competencias con excesiva lenidad (Secretaría General de las Telecomunicaciones, en nuestro caso), otras actúan con gran rigor y suponen un verdadero baluarte en la defensa de los derechos de los usuarios (Agencia de Protección de Datos). Y una petición doble al Gobierno: que exija a los organismos de control que actúen todos con el rigor de la APD; y que les dote de más medios personales y materiales (la APD tarda mucho en tramitar los expedientes, está saturada).
El caso es que la competencia ha llegado y estamos peor que antes. Telefónica sigue con su política abusiva y prepotente, despreciando a sus clientes, no atendiendo sus reclamaciones. Y las empresas que le hacen la competencia no mejoran ese patrón; en algunos casos incluso lo superan. De algunos podríamos decir que actúan como verdaderos cuatreros. No tiene desperdicio el caso que cuenta Fernan2; también tiene su miga el que explico en otra entrada anterior; ahora voy a meterme con otro que llega a rozar el delito, si es que no entra de lleno en ese campo (no lo afirmo tajantemente porque no ha habido denuncia en vía penal, pero... ya me diréis).
Un octogenario recibe la visita en casa de un comercial de una compañía telefónica (no me gusta dar nombres, pero digamos que fue de Aúna, que se merecen que se les identifique). Le ofrece cambiar el servicio de telefonía para la empresa que representa, exponiéndole cuánto se iba a ahorrar. El hombre, que ya no tiene edad ni cabeza para complicarse la vida con cuestiones tan complejas, rechaza la oferta. Pero al mes siguiente le llega un comunicado del banco con un recibo de Aúna por una cuota mensual mínima. Su hija, que vive en el mismo edificio, se hace cargo del asunto. Empieza por consultar en la OMIC (Oficina Municipal de Información al Consumidor), donde le dicen que ya han tenido más quejas idénticas, siempre con ancianos como víctimas. A continuación, ordena al banco la devolución del recibo y reclama a Aúna que anulen el contrato y que remitan copia del contrato con el alta. Como es habitual en estos casos, la empresa no contesta y al mes siguiente remite un nuevo recibo al banco. Nuevamente se devuelve y se repite la misma reclamación, insistiendo en que se proceda a la anulación de toda supuesta relación comercial. Finalmente se consigue que Aúna considere cancelado el contrato, pero sigue enviando cartas intentando el cobro de las facturas anteriormente emitidas y con amenazas de incluirle en archivos de morosos y de iniciar acciones legales para lograr el pago de la cantidad supuestamente adeudada. Entonces denunciamos el caso ante la Secretaría General de Telecomunicaciones y la Agencia de Protección de Datos.
La Secretaría General de Telecomunicaciones abre expediente y requiere información sobre el asunto a Aúna. Ésta contesta diciendo que ya ha atendido la petición de "su cliente", y que ha cancelado el contrato y anulado las facturas. El organismo regulador se da por contento y archiva el expediente. Es decir, para el organismo que tiene por misión supervisar el buen funcionamiento del mercado en cuanto a los derechos de los usuarios, no existe infracción por el hecho de que una compañía dé el alta como abonado a una persona sin su consentimiento y le emita facturas por servicios no solicitados ni consumidos.
En cambio, la Agencia de Protección de Datos en la tramitación del expediente exige a Aúna que presente la documentación que demuestre la celebración del contrato y acredite cómo obtuvo los datos de la cuenta corriente del denunciante. Como no puede hacerlo (se escuda en que fue una empresa comercializadora subcontratada quien obtuvo esos datos, pero ésta rechaza esa afirmación; y ninguna de las dos tienen ningún documento firmado o entregado por el afectado) considera que se obtuvieron datos personales del denunciante de forma ilegal, lo que constituye una infracción grave e impone una sanción de 60.000 euros.
Creo que podemos concluir que, ante la prepotencia de las operadoras que padecemos, hay que actuar con decisión, haciendo uso de todos los medios que el ordenamiento ha dispuesto para hacer valer nuestros derechos. Que si seguimos en esa defensa hasta el final, podemos acabar con un resultado positivo. Y que, si hay organismos que se toman sus competencias con excesiva lenidad (Secretaría General de las Telecomunicaciones, en nuestro caso), otras actúan con gran rigor y suponen un verdadero baluarte en la defensa de los derechos de los usuarios (Agencia de Protección de Datos). Y una petición doble al Gobierno: que exija a los organismos de control que actúen todos con el rigor de la APD; y que les dote de más medios personales y materiales (la APD tarda mucho en tramitar los expedientes, está saturada).