Estética y Economía
Fernando Esteve Mora
La Economía es una “ciencia” conservadora. No sólo -aunque también- porque sus conclusiones, o mejor dicho, las conclusiones que los economistas extraen de ella suelen siempre coincidir sospechosamente con los intereses de los miembros mejor situados económica y socialmente, sino porque es extremadamente remisa a incorporar nuevas perspectivas o puntos de vista distintos en sus análisis. En efecto, se acepta de modo general que la perspectiva genuinamente económica (y, para muchos también, la única perspectiva) desde la que contemplar la realidad es la que indaga por la eficiencia con la que se realizan las actividades económicas. El criterio de eficiencia, que podría resumirse en la idea de que “mejor cuanto más se tenga de cualquier bien o servicio” es el principio elemental que define la esencia misma del enfoque económico, aquello tan bien reflejado en la definición de Lionel Robbins de la ciencia económica como estudio de la asignación eficiente los recursos escasos susceptibles de usos alternativos.
Ahora bien, considerar al criterio de eficiencia como el único a usar en Economía ha sido desde siempre calificado por una buena cantidad de economistas como reduccionismo economicista pues una aproximación económica centrada exclusivamente en la eficiencia en la asignación de recursos puede, por ejemplo, calificar como apropiada una situación en la que la riqueza de algunos venga acompañada por la mayor de las penurias de la inmensa mayoría. Fruto de esta preocupación acerca de cómo se reparte el producto social ha sido la paulatina incorporación de juicios acerca de la distribución de la renta junto con el criterio de eficiencia a la hora de evaluar la actividad económica con arreglo a la idea de “mejor cuanto mejor repartido esté”. El problema es, por un lado, que no hay un único criterio de equidad ni ninguno de los que hay es unánimemente aceptado, y, por otro, que tampoco hay acuerdo a la hora de decidir el peso que ha de tener ese criterio de equidad, es decir, en qué medida se está dispuesto a renunciar a tener más colectivamente a cambio de tener lo que se tenga mejor repartido (el conocido trade-off entre equidad y eficiencia), pero pese a todos estos problemas pocos economistas dudan hoy de la necesidad de incluir en sus análisis en cierta medida, una perspectiva que indague por la equidad.
Resulta obvio que debajo de la incorporación de criterio de equidad no ha estado sólo una preocupación ética o moral por parte de los economistas sino que en mayor o menor grado siempre ha estado la fuerza política y social de aquellos que no se veían adecuada o equitativamente bien tratados en las actividades económicas. Por ello ha sido mucho más difícil la incorporación a la Economía de alguna consideración que reflejase la posición de quienes ni tienen ni voz ni derecho de por sí a su tratamiento por la Economía como sujetos propios de la misma. Me refiero aquí a los seres vivos no humanos e incluso al propio planeta Tierra en su conjunto si, siguiendo la llamada hipótesis Gaia propuesta por James Lovelock, supusiéramos que nuestro planeta en su conjunto se comporta como un ente vivo. En consecuencia, la consideración de los efectos medioambientales de las actividades económicas a la hora de juzgar o evaluar su idoneidad todavía no ha alcanzado ni mucho menos el nivel o el rango que ya tienen las consideraciones sobre la equidad.
Todavía los ecologistas no han conseguido que estos efectos ecológicos de la actividad económica sobre el mundo no humano sean considerados en sí mismos y no a través de la evaluación de sus repercusiones sobre el bienestar de los humanos, dicho de otra manera, todavía los animales, las plantas, la Naturaleza en general, no son (y quizás nunca lo sean) sujetos de derechos, por lo que consecuentemente son la inmensa mayoría los economistas que piensan de la perspectiva ecológica como algo semejante un bien de lujo, algo a tener en cuenta sólo a partir de se alcance ciertos niveles de riqueza. Aún así, en cualquier caso, no hay que ser demasiado observador para darse cuenta de que el momento de la plena incorporación de esa perspectiva ecológica a la Economía no sólo es inevitable, sino inmediato, e independiente de los niveles de riqueza que hayan conseguido los ciudadanos de cualquier país del mundo a tenor de los efectos medioambientales de la actividad económica sobre la Naturaleza en los últimos doscientos años que amenazan la continuidad a largo plazo de la aventura humana. Es decir, que la perspectiva ecológica pronto será tan o más relevante que la de equidad a la hora de matizar el criterio de eficiencia en la medida que los efectos ecológicos afectan a todos, a pobres y a ricos simultáneamente. En suma, que un criterio de sostenibilidad, la idea de que “mejor cuanto más sostenible” se ha introducido y más que lo va a hacer entre los criterios rectores de la Economía.
Una cuarta perspectiva que se adivina también puede pronto empezar a jugar cierto papel en la evaluación económica es la que se pregunta por la felicidad o bienestar percibido subjetivamente que alcanzan los miembros de una sociedad gracias a la gestión que realizan de sus recursos económicos. Los economistas han sido cada vez más sensibles a la idea de que no sólo la evolución del PIB y la distribución del mismo afectan al bienestar de la población, sino que hay un entero cúmulo de factores económicos y extraeconómicos interrelacionados que es necesario tomar en cuenta. Desde el Índice de Desarrollo Humano que usa Naciones Unidas hasta las mediciones acerca de la percepción subjetiva del bienestar o la felicidad existe una cada vez más amplia literatura que se plantea estas cuestiones. El criterio de felicidad, la idea de que “mejor cuanto más felices” es el último y recién llegado al mundo de la Economía.
Pues bien, quiero aquí proponer un criterio adicional. Un criterio de evaluación de la actividad económica que, en mi opinión es y siempre lo ha sido extremadamente importante y que, sin embargo, se ha dejado de lado como irrelevante en Economía. Me refiero a la incorporación al análisis económico de las consideraciones estéticas. Cada vez que me he atrevido a señalar la necesidad o mejor la obligatoriedad de introducir alguna suerte de criterio estético o artístico en Economía, mi propuesta ha sido recibida si no con el mayor de los desprecios, sí con una nada oculta sorna.
La Economía, pareciera seguirse de esta reacción, es una cosa seria que nada tiene que ver con asuntos de adorno y ornamentación. Y esto no deja de ser de lo más curioso, pues todos aquellos que así se comportan, que tan por encima parecen estar a la hora de plantearse el usar de algún criterio estéticos como criterio adicional de evaluación económica, son precisamente los mismos que sin embargo se hinchan hasta casi reventar cuando se les alaba su buen gusto en el vestir o en la ornamentación de su vivienda, se enorgullecen de sus compras de objetos artísticos aunque en ello se les vaya una desproporcionada parte de sus ingresos o no dudan en hacer largas colas “perdiendo” su tan precioso tiempo para ir a ver museos y exposiciones.
En la misma línea, he observado repetidamente que nada afecta más profundamente a una persona como que se le diga que carece de gusto. Uno puede ser (y aceptar serlo, ¡qué remedio!) viejo, enfermo, tonto, pobre y feo, pues son en último término cosas de la vida, de los genes y del destino, cosas que a uno le suceden pero de las que no es en general responsable sino en escasa proporción, pero lo que uno no puede aguantar es que le digan que no tiene de gusto, que carece de la más mínima sensibilidad estética. Eso sí que es un auténtico insulto que atenta a lo más básico del individuo. Y, si bien se mira, no hay en ello nada de lo que extrañarse. Aún en los hogares más pobres, mientras aún sean un espacio habitable o sea, humano, se observa siempre una cierta preocupación por la estética, un cuidado siquiera mínimo porque haya una nota de color, de armonía, de belleza, y es que, como se ha sugerido, es el arte lo que nos hizo (y nos hace) humanos, que un “detalle” humaniza cualquier espacio, que basta con que hallemos alguna manifestación artística entre los confusos restos de cualquier yacimiento prehistórico para no necesitar más y saber con entera seguridad que nos encontramos con restos de algún lejano pariente.
Y, sin embargo, ¡qué escasa ha sido la preocupación por la incorporación de la Estética en Economía! Fuera de unos más que raros “economistas” como los de la “escuela romántica” (si es que a tipos como John Ruskin o William Morris puede considerárseles economistas), o influidos por ellos como, en alguna medida, John Stuart Mill o incluso John Maynard Keynes, es difícil hallar defensores de la incorporación en Economía de un criterio estético, de la idea de que “mejor cuanto más bello”. Y esto también es un poco raro pues, por ejemplo, los ingenieros y técnicos en general siempre se preocuparon por el valor estético de sus creaciones. Como Lewis Mumford señaló (1), la civilización industrial nació con el estigma de que lo producido en masa no podía ser estéticamente valioso pues carecía por definición de lo que caracteriza a los objetos artísticos: el ser únicos e irrepetibles, su unicidad.
Las primeras creaciones de objetos industriales trataron así de ocultar su origen maquínico o industrial imitando al menos en sus formas los productos que hacían los artesanos. Más adelante, sin embargo, la industria se dio cuenta de la necesidad de contar con sus propios criterios estéticos siendo la razón de ello económica viniendo a ser impuesta por la competencia, y así el diseño industrial se independizó de los modelos artesanales buscando su propia estética. Y hoy, es bien sabido, que el acabado, la estética, el diseño de los productos, es un aspecto fundamental para el éxito económico de los mismos y más cuanto más competitivo sea el mercado.
Las preocupaciones estéticas, quiéranlo o no los economistas, son por tanto un factor clave en la lucha competitiva de las empresas, los productos que estéticamente resultan más bellos a los ojos de la mayoría de compradores (ya sea porque coinciden con los gustos de la mayoría o porque consiguen que la mayoría cambie sus gustos) tienen una clara ventaja comparativa respecto a los demás que puede traducirse en una ventaja competitiva. Dicho de otra manera, el Mercado sí que usa de criterios estéticos a la hora de evaluar los bienes que se producen, aunque ha de notarse que para el Mercado no son los gustos de quienes tienen mejor gusto los que cuentan, ni siquiera el gusto “medio” de los individuos (si tal cosa es concebible), sino que son los gustos avalados por el poder de compra (de modo que el Mercado pondera más los gustos de quienes más renta tienen).
Pero si está claro que, en el lado del consumo, la Estética cuenta, no sucede lo mismo en el lado de la producción. En los procesos de producción reina la fealdad, e incluso, más aún, se suele pensar que la fealdad es un factor de eficiencia productiva, que es buena para evitar que los trabajadores se distraigan y relajen, y ello afecta incluso al espacio de lo público. Bertrand Rudofsky, un arquitecto y crítico social, señaló una vez (2) que “para muchos americanos la fealdad de sus ciudades es un activo, ya que ellas producen esa dureza de carácter en el hombre que le hace eminentemente adaptado para sobrevivir en una atmósfera de competencia despiadada. De acuerdo con una creencia popular, los entornos armoniosos son perfectos para un centro de ocio pero no no van bien con el mundo del trabajo diario. La belleza exprime la fortaleza del trabajador, afecta a su capacidad de de juicio y le lleva a comportamientos cercanos a lo disoluto”. Basta con asomarse a cualquiera de esos polígonos industriales que proliferan en torno a las ciudades para ver cómo ese supuesto efecto desincentivador de la belleza sobre la eficiencia productiva ha sido tomado completamente en serio, y se le ha combatido radical y persistentemente con un éxito total y absoluto (3).
Por otro lado, y de modo mucho más importante que en los ámbitos de la producción, hay que pensar en el tipo de criterios estéticos que se usan en el campo del consumo “público”, entendido aquí como lo que consumimos todos. Rudofsky en la cita anterior se refería a la buscada fealdad de las ciudades norteamericanas. Al igual que los sujetos particulares se guían en sus compras de bienes privados por sus “propios” gustos estéticos, a la hora de decidir las formas han de tener los bienes públicos son los agentes de los ciudadanos, decisores políticos y burócratas de la administración pública, quienes deciden en estas cuestiones de estética guiados, en ausencia de un criterio estético semejante a los de eficiencia o equidad o sostenibilidad, por sus “propios” gustos guiados o por lo que consideran que es el gusto medio de la población o el gusto mayoritario de su electorado.
Ahora bien, todos debiéramos reconocer un hecho elemental: que el gusto medio (si tal cosa es concebible) es casi por definición un gusto mediocre, y no le anda en ello a la zaga el gusto mayoritario; y ello por la simple razón de que es cada vez más costoso que unos individuos entrenados para trabajar en polígonos industriales o en oficinas de aspecto semejante, en tareas repetidas y parcializadas, tengan la posibilidad de desarrollar una sensibilidad estética que, como ya se ha indicado, se considera generalmente o bien opuesta a la eficiencia productiva o bien un mero adorno. Como otras capacidades, llegar a tener unos criterios o gustos de valía requiere una inversión en tiempo y recursos cuyo rendimiento económico es casi nulo excepto para la pequeña minoría que se dedica al diseño o son artistas de modo profesional. Y la consecuencia es evidente. Basta con echar un vistazo a los programas de televisión más valorados, a las páginas de Internet más visitadas, a los libros más leídos, a la música más escuchada, a las caras de los numerosísimos visitantes de esos parques temáticos del arte a los que todavía se llama museos, para certificar lo dicho. La mayoría somos incapaces de apreciar un cuadro de Rubens (simplemente sólo vemos unas gordas), nos gusta la “música” del julioiglesias de turno, nos parece bonito o precioso todo lo de IKEA, nos tragamos las series de televisión más estúpidas…
Dicho de otra manera, un criterio estético que merezca la pena ese nombre ha de ser por naturaleza profundamente antidemocrático. No se puede otorgar a la mayoría de individuos con una mínima sensibilidad estética la capacidad de decidir en estas cuestiones, pues el resultado será con certeza espantoso. Y tampoco, obviamente, se puede confiar en los criterios de nuestros representantes políticos. Si es dudoso que haya en nuestro país alcaldes o concejales de urbanismo que todavía no sean unos completos corruptos, es todavía más improbable que haya alguno de gusto exquisito. Y, entonces, ¿a quién? Buena cuestión que merece la pena estudiarse.
No se me oculta, en consecuencia, la dificultad de la inclusión en Economía de un criterio estético. ¿Cuál habría de ser? ¿De quién? Y a esto hay que añadir otro problema y es que, a lo que parece, tampoco las consideraciones estéticas sintonizan demasiado bien con las ecológicas. Nada me ha hecho ver con mayor rotundidad esta incongruencia que viajar por España en los últimos años. Como tantos otros estaba acostumbrado al disfrute estético que me suponían esos paisajes limpios que ofrecían unos parajes tan pobres que habían sido dejados de la mano de la agricultura y de la industria y, sobre todo, del sector contaminante par excellence: el turístico. Ni hoteles, ni fábricas, ni cultivos. ¡Qué descanso para los ojos de unos hombres que ocupamos un mundo cada vez más lleno! Parecía como si la naturaleza tuviese allí, en sus zonas más pobres en recursos, una suerte de último refugio frente a la despótica y apisonadora dinámica económica; y eso, el que hubiese algo en este mundo tan economicista o economizado dejado de la mano económica, ya de la muy visible del Estado ya de la invisible del Mercado, suponía para mí y creo que para muchos más una suerte de descanso o escape del ajetreo de la vida. En suma, que en esos lugares tan limpios la mirada se limpiaba. Pues bien, para mi pesar he observado que eso se ha acabado. Los espantosos molinos de viento para generar electricidad y las plantaciones fotovoltaicas han ocupado ya casi todo ese mundo antes virgen. Prácticamente no hay sierra cuya línea de crestas no esté coronada por esas chimeneas sin humo, pero chimeneas al fin y al cabo, de los generadores eólicos, porque sí, será muy limpia la energía que producen pero la contaminación visual que suponen es tan sucia o más que las que producen las otras fábricas pues se expanden irreflenablemente como una suerte de marea blanca. Para mí esos “cultivos de energía ecológica” me producen un auténtico daño estético pues no son sino la extensión de la “estética” del polígono industrial a todo espacio. ¡Quien me iba a decir que a mis años me hiciese partidario de la energía nuclear por una cuestión estética!
Notas
(1)Mumford, L. (1956) Arte y técnica. (Buenos Aires: Nueva Visión)
(2)Rudofsky, B. (1973) Streets for People. (New York: Pantheon)
(3) Un curioso y destacable ejemplo de la idea de que lo estético está reñido con la eficiencia se ha visto recientemente en los juicios despectivos que ha merecido el llamado Plan Zapatero. Ha sido dicho repetidamente que el uso de esos fondos públicos por parte de los Ayuntamientos para tareas como remozar fachadas de los edificios públicos, adecentar calles, plantar árboles, arreglar o sustituir mobiliario público deteriorado, y otros gastos en cosas “de adorno” era una ineficiencia total, pues lo adecuado hubiera sido dedicar esos recursos en financiar nuevas tecnologías, por ejemplo, formación en programadores de ordenador para que compitan con los hindúes (sic. Esto, concretamente, lo oí yo en la radio).