En el capítulo IV de un libro que ya es un clásico de obligada lectura, la Evolución de la Cooperación de Robert Axelrod, se describe uno de los fenómenos sociales para mí más asombrosos. Se trata de la estrategia de “vivir y dejar vivir” que, de modo espontáneo, surgió entre los contendientes en los frentes de la Primera Guerra Mundial. En pocas palabras sucedió que, una vez pasados los ardores iniciales, una vez los sueños de una victoria gloriosa y barata se convirtieron en la pesadilla de una cotidiana carnicería, una vez las avenidas en las que se daban los musicales y aplaudidos desfiles se trasmutaron en los mataderos de la guerra de trincheras en Bélgica y el norte de Francia; entonces, casi mágicamente, aconteció en muchos sectores lo inexplicable, lo imprevisible, cual fue la aparición de una suerte de “cooperación” entre los soldados de bandos enfrentados irreconciliablemente. Cooperación que se puede describir como la asunción por los soldados y oficiales de baja graduación de ambas partes de una estrategia digamos que pasiva, poco combativa cuando no decididamente pacífica, que se manifestó en la caída radical de la efectividad militar de los combatientes medida por el número de bajas causadas y sufridas en los combates cotidianos tanto por los alemanes como por los aliados.
Simplemente ocurrió que las mismas compañías y batallones de soldados franceses e ingleses que se enfrentaban repetidamente a las mismas compañías de soldados alemanes, que vivían a ambos lados de las alambradas en unas mismas condiciones espantosas, llegaron sin negociaciones previas, sin acuerdos explícitos y vinculantes, a la asunción del modus vivendi requerido para satisfacer el deseo básico y primero de los soldados de a pie: sobrevivir , y para ello la mejor estrategia era practicar una agresividad “light”, y seguir una norma de reciprocidad: yo no te disparo a matar si tú no me disparas a matar. Se trataba, pues, de “vivir y dejar vivir” teniendo en cuenta que para “sobrevivir” uno el camino más reficaz era “dejar vivir” al otro.
El libro de Axelrod cuenta los variados procedimientos por los que, sin comunicación oral o escrita, sin acuerdo explícito, alemanes y franceses e ingleses desarrollaron tácticas para disminuir su “productividad” militar, su eficacia como carniceros. Procedimientos como disparar la artillería no a dónde se encontraba el enemigo sino a tierra de nadie, ametrallar por encima de las cabezas de los enemigos caso de que estos, cumpliendo órdenes, tuviesen que avanzar hasta que recibiesen la contraorden de retirada, avisar mediante curiosos códigos de que al día siguiente los mandos habían planeado un asalto a las trincheras enemigas, de modo que los “enemigos” actuasen en consecuencia, o sea, facilitasen el regreso a las trincheras sin excesivos costes, etc., se convirtieron en modos de comportamiento cooperativo utilizados por los oficial y realmente enemigos declarados pero que, sin embargo, compartían un mismo interés en seguir vivos. Obsérvese que muchas de estas estrategias pasivas o poco belicosas pasaban por engañar a los propios Estados Mayores, quienes sí que estaban comprometidos con la lucha sin cuartel.
Por ello, quizás lo más alucinante de esta historia real fue que esta mutua estrategia cooperativa entre enemigos que los soldados de a pie seguían acabó siendo detectada por los oficiales de mayor graduación de los Estados Mayores de ambos bandos al observar la pérdida de efectividad militar del otro bando. Detectaron que algo raro estaba pasando en los frentes cuando constataron la caída en el número de bajas que estaban sufriendo, la estudiaron, descubrieron los descensos en las agresividad en ambos bandos y actuaron en consecuencia…con éxito total, por cierto.
Uno de los procedimientos que siguieron para que los soldados recobraran su agresivo “espíritu” militar consistió en mover frecuentemente a las compañías a lo largo de los frentes, para evitar que estuviesen largos periodos en los mismos sectores, enfrentándose a los mismos enemigos. Con ello lo que consiguieron fue romper las reglas de reciprocidad implícita que se habían creado entre los combatientes tras largos periodos de cotidiano enfrentamiento en cada sector.
Sencillamente lo que sucedía era que, un buen día, una compañía que llevaba tiempo ocupando un determinado sector era sustituida por otra que, obviamente, no conocía los códigos o las reglas implícitas de comportamiento que la anterior había establecido con la compañía “enemiga” que ocupaba el mismo sector al otro lado de las alambradas, así que dado ese desconocimiento, su comportamiento no podía ser otro que tratarla como auténticamente enemiga. Y, claro está, ante esta ruptura de las “buenas formas” por la recién llegada, la otra respondía siguiendo la regla de reciprocidad, es decir, pasaba también a la ofensiva, con lo que la guerra volvíó por sus fueros. En suma, que esta estrategia de los Estados Mayores de movilizar a los regimientos a lo largo de los frentes para eliminar o dificultar el surgimiento de la cooperación entre enemigos pronto se demostró eficaz y al poco, las bajas sufridas/infligidas por cada bando alcanzaron los niveles deseados por los Estados Mayores. La guerra volvió a ser una guerra como Dios manda, no un fraude, no una pantomima
Dos lecciones importantes pueden sacarse de este ejemplo histórico. La primera es que la estrategia de colaboración o cooperación puede ser deseable para unos enemigos declarados si las interacciones entre ellos no son de oposición estricta. Así, los soldados alemanes y franceses eran sin duda enemigos, probablemente se odiasen y despreciasen, pero ello no impidió que surgiese la colaboración entre ellos ya que tenían un interés mutuo: sobrevivir.
La segunda lección es que para que, en un entorno de desconfianza mutua, en que ninguna de las partes conoce con precisión las intenciones de la otra, surja entre ellas una estrategia de cooperación es necesario, entre otras cosas, que la interacción entre las partes se repita muchas veces y se prevea que vaya a repetirse de igual manera otras muchas veces, sin saber con precisión cuántas. Es en esas circunstancias cuando la colaboración o la cooperación puede surgir espontáneamente incluso entre enemigos enfrentados, cooperación o colaboración que se sostiene siguiendo el principio de reciprocidad: una parte colabora en la medida que la otra lo haga, y viceversa, y si una deja de hacerlo, la otra actúa en consecuencia y deja de colaborar.
Los economistas y otros especialistas de la Teoría de Juegos han resaltado cómo la cooperación, la colaboración o el intercambio mutuamente ventajoso puede aparecer así incluso entre agentes que se enfrentan a otros en interacciones sociales y económicas del tipo del Dilema del Prisionero. Pongamos un ejemplo de este tipo de interacción. Llamemos a S a una de las partes que interactúa con otra, la N. Cada una de las partes tiene dos posibles estrategias de actuación: o bien la estrategia C de colaboración con la otra, o bien la estrategia E de no colaboración que busca engañarla, estafarla o explotarla. Los pagos o resultados que cada una de las partes obtiene no dependen sólo de la estrategia que ella escoja, sino también de la que elije la otra. Esos pagos en un Dilema del Prisionero serían como los que aparecen reflejados en la siguiente matriz de pagos:
N
C E
C (1,1) (-2,3)
S
E (3,-2) (-1,-1)
Donde los valores numéricos concretos no importan excepto para indicar el orden de preferencias de cada una de las partes[1]. Así, si la parte S decide colaborar y la parte N también, ambas obtienen un resultado de 1 unidad, fruto de su cooperación mutua. Por el contrario, cuando ambas buscan engañar a la otra y ambas eligen la estrategia E, el resultado es -1 para ambas: el peor resultado colectivo. Lo mejor para la parte S sucede cuando ella “tanga” o engaña a la otra y esta otra, o sea, la N, sin embargo, va de pardillo y colabora con ella, entonces S obtiene 3 unidades en tanto que la parte N resulta explotada y obtiene sólo -2. Si, por el contrario, es la S la que va de “buena” y la N de “mala”, los pagos se invierten, S pierde -2 en tanto que N gana 3.
Lo curioso del Dilema del Prisionero es que aún cuando ambas partes son conscientes de que la mejor opción colectiva es que cada una elija la estrategia C, cada una si solo se juega una vez, tiene una estrategia dominante que es la opción E, por lo que al final al así actuar racionalmente –o sea, persiguiendo cada una consistentemente su propio interés- acaban ambas con un pago de -1, inferior al que obtendrían si no siguiesen racionalmente su propio interés. Obsérvese que para S, elija lo que elija N, lo mejor es escoger E ya que si N escoge colaborar a ella le interesa engañar ya que 3>1, y si N elije engañar, a ella le interesa hacer otro tanto, dado que -1> -2; y lo mismo le pasa a N. Dicho de otra manera, en un Dilema del Prisionero lo racional colectivamente es ser irracional individualmente, y a la inversa, la racionalidad individual está reñida con la racionalidad colectiva. En consecuencia, insertos en una relación de Dilema del Prisionero, a ambas partes les interesa racionalmente engañar al contrario, tratar de aprovecharse de él, aunque ambas partes reconozcan que lo mejor sería no comportarse racionalmente y elegir las dos la estrategia C de colaboración (Ah!¡Ojalá todos fuesémos buenos! es el comentario habitual que siemopre que se oye nos da la pista de que ese está en un Dilema del Prisionero) .
Pues bien, lo que encontraron los analistas de Teoría de Juegos es que esta solución tan mala desde el punto de vista colectivo a que conduce la racionalidad individual podía obviarse si el juego se repetía un número indefinido de veces entre los mismas partes. Que en tal caso, la cooperación entre las partes es posible y racional desde un punto de vista individual, por lo que puede surgir espontáneamente aún en ausencia de comunicación directa como bien descubrieron los soldados en las trincheras de la I Guerra Mundial.
Pero como consecuencia de lo anterior –y como también descubrieron esos mismos soldados-, se tiene que la movilidad es un gran obstáculo para el surgimiento, el desarrollo y el mantenimiento a la larga de estrategias de colaboración o cooperación entre individuos o grupos de individuos cuando ni unos y otros conocen las intenciones de los demás, pues ila movilidad impide que se repitan las interacciones entre ellos que es necesaria para que surja la coopperación entre las partes con intereses o intenciones desconocidas para las otras. Y esto no es de aplicación solamente para los casos de enfrentamiento militar sino que, en mi opinión, explica bastante bien lo que hay debajo de la discriminación a grupos o colectivos como los emigrantes, los judíos o los gitanos que tan de actualidad está hoy a resultas de las políticas de expulsión de los gitanos romaníes de Francia.
En efecto, el “gusto” o la “preferencia” por la discriminación de un grupo social hacia otro grupo social puede entenderse como la elección por parte de los miembros del primero de una estrategia E de no colaboración, de engaño, de explotación o de expulsión en la interacción con los miembros del segundo cuando esa interacción puede modelizarse como un Dilema del Prisionero, debido al desconocimiento respecto a sus intenciones, dado que la movilidad ha impedido un conocimiento acerca de éstas. Si la interacción sólo se da una o pocas veces, esta actitud de desconfianza y de discriminación es, en ese caso racional y eficiente. Así, por ejemplo, históricamente -como bien sabía Ibn Jaldún, el gran historiador musulmán-, los grupos sociales sedentarios (S) han contemplado a los nómadas (N) con aprehensión y desconfianza, pues sus interacciones bien podían modelizarse como Dilemas del Prisionero.
En efecto, en tal caso para una colectividad (S)edentaria poco o nada bueno podía esperarse de alguien que sólo estaba de paso, que tenía que vivir del terreno y del que no podía esperarse reciprocidad alguna o pedirle cuentas pues nunca volvería por allí. A la inversa, para los miembros de un grupo (N)ómada siempre han sido evidente que la estrategia de “al ave de paso, cañazo” era la estrategia dominante para los sedentarios. El resultado es que las relaciones históricas ente sedentarios y nómadas han sido siempre tensas cuando no agresivas (Ibn Jaldún incluso las hacía el motor de la historia universal en su Filosofía de la Historia).
Y si esto es así, ¿debería acaso sorprender que para individuos racionales, ya sean sedentarios o nómadas, la desconfianza y la discriminación frente a los que no son sus iguales en lo que respecta a la movilidad sea lo habitual por ser lo lógico, lo racional y lo eficiente desde la perspectiva individual? La discriminación, o sea, las trabas a la cooperación, el engaño o la explotación simple y llana a los miembros del grupo marginado, no serán lo “bueno” ética o religiosamente, pero sí son comportamientos lógicos, eficientes y racionales en las relaciones entre individuos de grupos sedentarios e individuos de grupos nómadas.
Por supuesto el tamaño relativo de los grupos es un factor de escala a tener en cuenta. El viajero aislado no plantea problemas al amplio colectivo sedentario, por lo que normalmente será bien recibido, pero conforme el grupo nómada aumenta de tamaño, los sedentarios empezarán a percibirlo con mayor aprehensión. Y, por ello, no es nada extraño que grupos minoritarios más o menos viajeros o nómadas como los judíos, los emigrantes o los gitanos y, en general, los recién llegados, hayan sido históricamente discriminados por el grupo mayoritario sedentario en que se insertaban conforme su peso numérico ha crecido. De nuevo, los miembros del grupo mayoritario sedentario seguían su mejor estrategia, la E, al relacionarse con gentes de grupos móviles con los que era posible que nunca volviesen a entrar en relación. De nuevo, no digo que sea esto lo correcto o lo bueno. Es lo racional.
Y ¿qué alternativas tendría en tal caso un grupo minoritario nómada para evitar ser explotado o discriminado? Una primera es atenuar su movilidad, de forma que la reciprocidad tenga posibilidades de expresarse. Así, por ejemplo, antes era lo habitual que los grupos gitanos fuesen nómadas periódicos o cíclicos, es decir, que en sus nomadeos recorriesen los mismos pueblos y ciudades apareciendo sistemáticamente en épocas determinadas. Sin duda, ello favoreció, como prescribe el modelo, la aparición de estrategias de cooperación entre los sedentarios de los pueblos y los grupos de gitanos dedicados a la venta ambulante o a algún oficio artesano como la reparación de objetos de estaño y demás. Si bien siempre quedaba un fondo de desconfianza, de modo que cualquier delito que sufriese algún miembro del grupo sedentario era imputado de salida al grupo nómada, la repetición de los contactos permitía la aparición de sistemas para resolver los conflictos que pudieran producirse en las interacciones entre ambas comunidades (por ejemplo, la confianza en la jerarquía interna de los gitanos a la que podía recurrir la comunidad paya en caso de problemas con algún miembro de la comunidad gitana).
Pero los cambios sociales y económicos han hecho inviable ese recurso a un nomadismo diluido. En nuestros tiempos, en los países desarrollados, ese nomadismo es residual, por lo que los grupos nómadas no tienen otra alternativa que la sedentarización. Por otro lado, ha aparecido el fenómeno de la emigración masiva, en la que amplios colectivos de individuos de un país o una cultura se asientan en otro.
Sin embargo, la desaparición del nomadismo en sentido estricto no significa que la importancia de la movilidad como factor explicativo de la discriminación haya perdido su importancia. Pues no es necesario que haya movilidad física para dudar del compromiso de un grupo minoritario inmigrante a largo plazo. Y es que a la vez que hay una movilidad física o espacial, se puede hablar de una suerte de movilidad psicológica o mental. De forma que es frecuente que se siga considerando extraño, no digno de confianza, al que, aunque no lo sea, aunque esté bien establecido aquí, tenga un origen extranjero, por lo que es en consecuencia lógicamente discriminado y víctima de estrategias de tipo E por el grupo mayoritario, y eso incluso cuando juegue a ser cooperador y se comporte siempre eligiendo estrategias de tipo C en sus interacciones con los miembros del grupo mayoritario. Puede decirse, incluso, que el padecer, sufrir y asumir esa discriminación y sus consecuencias (al menos durante un cierto tiempo) suele ser visto por el grupo mayoritario precisamente como una señal por parte de los “recién” llegados de su deseo de integración, de su abandono de la movilidad ; como el coste necesario a pagar para trasmitir la señal de que la integración de ese grupo va a ser completa. Obviamente, ese “precio” o, mejor, cuota por formar parte del “club” de los ya “establecidos” a pagar por los inmigrantes será mayor conforme mayor sea su alejamiento cultural del grupo mayoritario y conforme menos valiosa para éste sea su colaboración[2].
Un ejemplo viene aquí bien al caso. Como bien descubrieron los norteamericanos de origen japonés cuando llegó la II Guerra Mundial, la desconfianza acerca de su lealtad estaba generalizada. Se les seguía considerando nómadas mentalmente hablando, y en consecuencia, llegado el conflicto, como potenciales enemigos, lo que les llevó a ser tratados muy frecuentemente como quintacolumnistas. Demostrar que no eran nómadas mentales, que su lealtad era hacia los Estados Unidos y no hacia el Japón, pasó por esa prueba así como por la participación arrojada en los frentes de combate europeos, una participación por cierto más costosa relativamente en bajas que la de los soldados de origen norteamericano. Me pregunto aquí, por cierto, qué lealtad tendrían hacia España los españoles de origen magrebí caso de un conflicto con Marruecos a propósito de Ceuta, Melilla o las Islas Canarias. Y tengo la impresión que el uso de prendas como el chador, el burka o similares son señales claras de “movilidad mental”, de lealtad al menos “dividida”, de modo que nada me extraña que la desconfianza y la discriminación hacia los magrebíes sea generalizada. De nuevo, no digo que sea lo correcto, digo que es el comportamiento lógico por parte de los individuos del grupo mayoritario, en este caso, de los españoles asentados desde siempre. De igual manera, el mantenimiento por parte de los gitanos de comportamientos propios de su pasado nómada cuando están en un entorno urbano, sólo puede ser señal de su adscripción a esa misma “movilidad mental” que alimenta la desconfianza y obstaculiza la superación de la preferencia por la discriminación. Las reglas de la convivencia en un bloque de pisos exigen unos comportamientos que nada cuadran con las adecuadas y posibles en un carromato. Dicho de otra manera, el análisis realizado conduce a la conclusión de que, si se quiere su integración y la paulatina desaparición de la preferencia por la discriminación en su contra, la renuncia de esos grupos discriminados a los rasgos de su cultura que más chocan con la cultura del grupo mayoritario parece inevitable.
La integración se presenta aún más difícil, como se ha señalado, para aquellos colectivos en los que la mayoría de sus miembros sufren el paso del nomadismo a la sedentarización como una descualificación de su capital humano o bien poco de valor tienen que agregar en sus relaciones con los miembros del grupo mayoritario. Las dificultades para la integración de los gitanos en las sociedades payas no sólo se ven obstaculizadas por las diferencias de comportamiento ya mentadas, sino también al escaso valor que las economías desarrolladas dan a sus tradicionales tareas económicas. La venta ambulante y los trabajos de artesanía tradicionales de poco valen en estos ambientes urbanos, por lo que fuera de aquellos que encuentran acomodo en actividades artísticas o se incorporan a los procesos de educación del resto de la sociedad, pocas alternativas laborales tienen delante los gitanos. No es por ello nada extraño el recurso por parte de sus miembros a actividades económicas ilegales (tráfico de drogas), redistributivas (mendicidad) o económicamente destructivas (delincuencia), lo cual, ciertamente, no favorece la desaparición de esa preferencia por la discriminación generada históricamente.
Finalmente, hay que señalar que aquí, como en otras circunstancias, la intervención del Estado puede ser contraproducente. Esa intervención va normalmente dirigida a compensar la discriminación mediante medidas de acción afirmativa o “discriminación positiva”. El resultado es que en vez de pagar un “precio” o una “cuota” positiva por integrarse, reciben un entero conjunto de subvenciones explícitas o implícitas por hacerlo, subvenciones que han de sufragar los miembros del grupo mayoritario ya establecido.
Medidas como la reserva de plazas en el sistema educativo, las ayudas en la concesión de viviendas o para el pago de alquileres, la tolerancia ante el fraude fiscal, la permisividad con sus costumbres tradicionales aunque choquen con las del grupo mayoritario, etc., no sólo en nada ayudan a que los miembros del grupo mayoritario modifiquen su actitud ante los recién llegados sino que exacerban su preferencia por la discriminación en la medida que han de pagar los costes de la integración. Y, en otro sentido, esa actitud paternalista por parte del Estado se olvida de la validez en este campo del hábito de juzgar la calidad por el precio, es decir, al rebajar el coste de la integración, al poner la integración demasiado fácil se cae en el riesgo de que quienes han de integrarse cuestionen la valía de la cultura del grupo al que se integran, con el riesgo para su permanencia que ello supone. No son baladís estos considerandos si se tiene en cuenta que la estrategia E de desconfianza puede transmutarse en una estrategia de expulsión o, incluso, y hay abundancia de aterradores ejemplos históricos, en una de exterminio.
[1]Obsérvese que la matriz de pagos es simétrica , es decir, que dadas las cifras que se han elegido en su construcción el valor de la colaboración o del engaño del grupo N para el grupo S es el mismo que el valor para N de la colaboración o el engaño por parte de los miembros del grupo S.
[2]En este caso, la matriz de pagos anterior ya no describiría la interrelación, pues dejaría de ser simétrica. Es decir, el valor para S de que el grupo N elija, por ejemplo, la estrategia C es mucho más pequeño que el valor para N de que el grupo S elija C. Dicho de forma más simple, en la realidad, S tiene mucho menos que perder por la no colaboración por parte de N que lo que N tiene que perder si S no coopera.