Advierte Ferlosio en uno de sus pecios, y advierte como siempre bien, de que hay que prestar suma atención a las ideas que se tienen al llegar a la edad de la jubilación porque como de viejo ya no se cambia de opinión “ésa va a ser su renta hasta el fin de sus días”. Pues bien, creo que se puede extender esa misma admonición a otros campos de la vida y el comportamiento.
Sin caer en actitudes como las descritas en el Diario de la Guerra del Cerdo de Adolfo Bioy Casares, esa desazonadora novela acerca del enfrentamiento intergeneracional del que ninguna generación sale bien parada, creo que se puede mantener que es habitual observar comportamientos de los viejos marcados por un egoísmo tan radical como sorprendente, más aún si se tiene en cuenta que una de las posiciones típicas de la sentimentalización ideológica del mundo moderno ha sido la descarada “venta” de que los viejos son el prototipo de la generosidad, el desprendimiento, el desapego de lo propio y la dulzura para con los demás.
Y sin embargo. ¡Ay! Sin embargo es tan frecuente en la vida cotidiana observar los contrario. Es así de los más usual ver a viejos saltándose una cola, ya sea en un supermercado o en un cine o en cualquier otro lugar, que ni llama la atención, al igual que es lo normal observar cómo son viejos quienes mayoritariamente eluden la obligación de recoger las cacas que sus perros dejan en las aceras (y, más concretamente, a las puertas de los edificios al lado de los suyos, es decir, no donde ellos viven). Es también extremadamente raro asistir a alguna situación en la que un viejo tenga alguna delicadeza con algún joven, "perdiendo" por ejemplo parte de ese tiempo que, ahora, de jubilados ya les sobra, dejando por ejemplo pasar en una cola de un mercado a un padre o madre agobiados por la “falta de tiempo” consustancial a la vida de la gente de mediana edad.
Y si de la vida cotidiana saltamos a la vida pública o política tenemos más de lo mismo: los viejos a la hora votar se suelen regir por el más estricto conservadurismo que aspira a que todo se mantenga igual, salvo cambios en el sistema de pensiones que redunden en una mejora para ellos. Las consecuencias en el medio y largo plazo de ese conservadurismo no les importan. El “detrás de mí el diluvio” parecería ser la consigna a la que se apuntarían la gran mayoría de viejos, por supuesto con las honrosas excepciones que siempre hay. No es por ello extraño que, de vez en cuando, se oigan comentarios donde los términos "viejuno" o "viejomierda" asoman, y es que al haber cada vez más viejos, más evidentes y abundantes son estos comportamientos.
A la hora de “explicar” estas actitudes y comportamientos tan egoístas caben muy diferentes puntos de vista. Hay quienes suponen que los viejos que son tan egoístas lo son porque lo han sido así siempre, pues “la gente no cambia nunca”. Y también están quienes, al contrario que los anteriores, hablan de que debe haber algo así como una “lógica” circular, un “ciclo de la vida”, en los comportamientos -que quizás tenga incluso una base neuronal- y que llevaría a que los viejos se caractericen, cuando empiezan el tramo final de sus vidas, por un comportamiento egoísta similar en muchos sentidos al que se suele tener en los tramos iniciales de la vida, es decir, que retoman el paradigmático egocéntrico comportamiento de niños y adolescentes y se comportan como ellos.
Pues bien, creo que aquí la Economía puede ayudar a encontrar una explicación. En efecto, uno de los mayores descubrimientos en el terreno de las ciencias sociales de las últimas décadas es la de que la cooperación entre individuos, entendida como el que estos dejen de lado los comportamientos egoístas en sus interrelaciones, no requiere necesariamente de la existencia de una autoridad externa que la imponga penalizando por ejemplo los comportamientos no deseados, sino que en muchos casos, puede surgir espontáneamente. Dicho de otra manera, que la colaboración y la cooperación puede ser el comportamiento normal o habitual entre individuos que, sin embargo, buscan cada uno su propio interés. Tal comportamiento se suele denominar “egoísmo ilustrado”, una suerte de oxímoron pues viene a decir que la mejor forma de perseguir el propio interés, es decir, la mejor forma de ser egoísta exige o pasa, paradójicamente, por no ser egoísta.
Los teóricos de la Teoría de Juegos, y singularmente hay que hacer mención aquí a Robert Axelrod que fue quien ha popularizado el asunto en su magnífica obra La evolución de la cooperación, han encontrado que en las situaciones en que se hace que individuos egoístas y racionales se enfrenten entre sí en situaciones o “juegos” tipo dilema del prisionero, que se caracterizan como es bien sabido porque el comportamiento racional para cada individuo es el de no cooperar nunca con los demás para, por un lado, evitar el ser engañado/”tangado” por los demás, caso de que uno “vaya de bueno o colaborador”, y, por otro, engañar a quienes “vayan de buenos o colaboradores”, es decir, de “pringados”, resulta sin embargo que la estrategia de cooperación con los demás suele ser más rentable por término medio (y por ello resultan ser más elegidas) que la que trata de aprovecharse del otro cuando se da una serie de circunstancias entre las que se destacan dos: 1ª) que no haya demasiada diferencia de riqueza entre los jugadores, y 2ª) si la duración del juego es indefinida, es decir, que ningún individuo sepa cuándo acabara la interrelación.
En estas dos circunstancias, aunque estén jugando al dilema del prisionero, a los individuos no les interesa el actuar egoístamente, o será, el ser racionales privadamente, sino el colaborar no egoístamente con los demás y de esta forma seguir los dictados, no de la racionalidad individual, sino de la racionalidad colectiva, lo que les interesa a todos como grupo. Y la razón es que si los individuos se “parecen” en su posición social y económica y si se van a relacionar de forma indefinida, les interesa en cada interacción no “tangar” a los otros, en la medida que ese comportamiento egoísta afectará a cómo se relacionarán esos “otros” en el futuro. Los engañados o “tangados” hoy por un individuo determinado buscarán obviamente “devolvérsela” en el futuro. Incluso para los demás, para quienes no hayan sido “engañados” hoy, el haberlo hecho con otros generará a quien lo haga una reputación de egoísta que supondrá que los demás no quieran relacionarse con él en el futuro, perdiendo así posibilidades de interacción ventajosa.
Aplicado este resultado teórico al caso que nos ocupa nos ofrece una explicación del cambio de comportamiento de los individuos hacia actitudes más egoístas conforme se hacen viejos. Por un lado tenemos el hecho de que en toda sociedad los individuos se encuentran continuamente insertos en situaciones que pueden caracterizarse como ejemplos de dilemas del prisionero o de otras interacciones o “juegos” donde también la racionalidad individual prescribe comportamientos diferentes a los que exigiría la racionalidad colectiva.
No merece la pena detenerse en esto pues es obvio, y es precisamente la causa o razón de que en toda sociedad haya habido que establecer códigos morales y legales que incentiven y prescriban los comportamientos socialmente deseados y prohíban y castiguen los no deseados colectivamente aunque sí lo sean por parte de los individuos.
Ahora bien, también se tiene, por otro lado, y como acaba de decirse que la ventaja de comportarse de modo no egoísta depende de que los individuos prevean que se van a “ver las caras” muchas más veces en el futuro de modo que es de interés para ellos el colaborar hoy con los otros para así ganarse una reputación de colaborador que se verá recompensada en ulteriores colaboraciones. La implicación es que si el futuro se acorta, los incentivos a colaborar, a no ser egoísta, disminuyen, pues...¿para qué va uno a colaborar hoy con otro en un dilema del prisionero si ya no voy a vivir mañana? Lo racional conforme el futuro se acorta, y eso es una de las características de la vejez, es pues el ser egoísta, el mirar sólo por uno mismo.
Y, entonces, ¿qué decir a los viejos? Pues es obvio: que aprendan a no ser racionales, a no dejarse guiar por la mera y estricta racionalidad individual. Y todo esto lo digo y me lo digo con entero conocimiento de causa pues desde hace cuatro meses ya soy oficialmente viejo: tengo sesenta años.