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                    FERNANDO ESTEVE MORA

Tiene la izquierda "cumbayá" (aunque yo prefiero llamarla izquierda parroquial o de sacristía, a tenor de sus orígenes históricos: aquella singular comunión que se dio en tiempos del franquismo entre la iglesia "progre" -los curas obreros, para entendernos- y los partidos y sindicatos "de clase"), tiene la izquierda  parroquial -repito- un singular "reflejo" lingüístico, y es calificar instantáneamente de racista el más leve cuestionamiento de las ideologías y  políticas en favor de valores sociales como el multiculturalismo, la diversidad, el mestizaje y la causa material común de todos ellas: la inmigración "masiva".

Asustados, por no decir aterrorizados ante la perspectiva de ser así calificados, los sindicatos y partidos de izquierda parroquial son en estos asuntos "más papistas que el papa", lo que se traduce en que, cada vez más, se han ido encontrando con el pie cambiado, a contradanza, con quien, en principio, debería ser su "clientela", o sea, las clases trabajadoras  pues no es ningún secreto que la inmigración masiva se ha ido aupando hasta los puestos más elevados en las preocupaciones de las llamadas clases populares. Y, claro, la ausencia de respuestas ante esa problemática (real o percibida como "real") por esas clases fuera de las alabanzas sentimentales , o mejor, sentimentaloides al multiculturalismo, la diversidad y el mestizaje ha permitido que la derecha y la extrema derecha, que sí que no tienen reparos en meterse en ella, a su manera -como siempre-,  estén entrando a saco en ese su tradicional caladero de votos con las previsibles consecuencias que, no sólo en la política migratoria sino  en otros campos de la vida pública y social, ello está suponiendo. Nada es gratis, como dicen que dicen los economistas.

Y es que, tengo que decirlo aunque ello quizás me suponga ser considerado racista por algún miembro de la izquierda parroquial, desde un punto de vista economicista, ése desde el que en esta páginas se mira la realidad, eso del multiculturalismo, la diversidad y el mestizaje no puede verse de otra manera sino como lo que desde la Economía es, o sea,  unos valores o preferencias que algunos o muchos  individuos tienen acerca de cómo han de ser las relaciones entre los individuos de distintas  culturas o identidades culturales, y como tales gustos o querencias o preferencias  tan respetables como las preferencias que otros tengan sobre la misma cuestión, al igual que hay  distintas preferencias acerca de la debatida cuestión de si la tortilla de patatas ha de ser  con o sin cebolla, pero nada más. De modo que aquellos que convierten sus preferencias personales en favor del mestizaje, la diversidad y el multiculturalismo en  "prueba del algodón" definitoria o criterio para juzgar la moral o  la ética son, para la Teoría Económica, tan  autoritarios  como aquellos que, gustándoles la tortilla de patatas con cebolla, elevan tal preferencia a mandamiento moral descalificando a quienes la gustan más sin cebolla. Como muy bien decía Josep Pla, "Todo lo sentimental es confuso", y debería estar meridianamente claro que dejar que el sentimentalismo afecte al juicio en estos asuntos del multiculturalismo, el mestizaje y la diversidad es confundir.

Y cuando uno se deja de sentimentalismos debería ser evidente lo que lo es que para los economistas no cristianos, y es que  no se le puede exigir a nadie que "quiera" a otro sea de la misma o de otra etnia o cultura, o que comparta o acepte las preferencias estéticas, éticas o culturales de ese otro. Esa bienquerencia puede ser muy recomendable para facilitar el tráfico social y económico en cualquier comunidad en donde hay presencia de miembros de diferentes culturas, pero no debería ser exigible. Como ya descubrieron Adam Smith y otros miembros de la llamada Ilustración Escocesa en el siglo XVIII, no es necesario que uno "ame a su prójimo como a sí mismo" para que una sociedad funcione, incluso puede que sea mejor, mucho mejor,  que no lo haga y no sólo a tenor de los espantosos efectos (las Guerras de religión que han asolado Europa desde el siglo XVI) fruto de los intentos de  organizar cristianamente las sociedades mayoritariamente cristianas cuando hay pequeñas divergencias teológicas entre cristianos, todos -eso sí- amantes de sus prójimos, sino también porque la Teoría Económica demostró matemáticamente hace tiempo que que una sociedad de altruistas puros, totales, perfectos,  no puede funcionar en este mundo terrenal (imagínese el lector el caos de una sociedad en que todos y cada uno de sus componentes fuese tan altruista, tan bueno como para pasarse la vida buscando a un prójimo al que darle todas sus posesiones).

Y es que basta para que una sociedad sea funcional con que los individuos de diferentes culturas respeten las normas generales de convivencia, las leyes  y los contratos libremente firmados entre ellos. No es necesario que se amen entre ellos, que se quieran o se gusten, siempre y cuando todos tengan los mismos derechos y deberes y los cumplan. Que como consecuencia del roce y del contacto surge entre ellos el afecto mutuo, pues mejor. Pero nada más.  Por ello, la imposición por parte de la izquierda parroquial de la aceptación del multiculturalismo, la diversidad y el mestizaje como criterio moral es meterse donde no le toca y no es nada extraño que esos asuntos la estén alejando de gentes que, por las razones que sea no comparten, esas preferencias y que en consecuencia se sienten ofendidos o humillados por esa superioridad moral que esgrimen los buenos  multiculturales, mestizos y diversos. Y es que a nadie le gusta que le desprecien  sus gustos, sus preferencias.

Pero, como ya se ha señalado, esto del multiculturalismo, el mestizaje o la diversidad no es sino un epifenómeno en el campo de los valores sociales de algo más profundo, más ligado con la Economía: la cuestión de la inmigración masiva. A fin de cuentas esas "batallas culturales" entre partidarios de la diversidad frente a los de la homogeneidad no existirían en sociedades en que no hubieran amplias poblaciones  de emigrantes procedentes de otras culturas con hábitos, costumbres, gustos, estéticas y criterios morales tan distintos de los de las poblaciones autóctonas como para llevarlas a plantearse la forma en la que definir sus relaciones con ellas y la posición acerca de sus diferencias en esos campos.

Por supuesto el asunto de la inmigración es un tema tan complejo que no hay manera de hacerle frente en una entrada de blog. Hay, al menos, tres perspectivas del que afrontarlo: desde la de quienes emigran, desde la de quienes se quedan en los países de origen y desde la de quienes reciben esa emigración. Dejaré las dos primeras y me centraré aquí en la última. Y, por supuesto, lo haré desde una perspectiva economicista.

Pues bien, despojado de todo, la inmigración, para la sociedad que recibe a los emigrantes, no es sino la exportación de seres humanos de unos países a otros que hacen, pues, de importadores.  Esa exportación, ahora, lo es voluntaria (aunque normalmente obligada por las circunstancias) pero en tiempos no muy lejanos, recuérdese la trata de esclavos, era forzada. Ver la emigración así, aclara entonces de golpe mucho las cosas. Pues igual que lo que sucede con las importaciones de otros bienes y servicios, la importación de seres humanos será bien o mal vista según ello afecte positiva o negativamente a quien dentro del país importador.

No es por ello nada extraño que quienes no vean con buenos ojos esa inmigración son aquellos que puedan ver afectadas negativamente sus remuneraciones en los mercados de trabajo. Es obvio, ¿no? Un aumento en la oferta de trabajo a consecuencia de la emigración masiva  en algunas ocupaciones deprime los sueldos que se obtienen en  ellas por lo que no será bien vista por quienes antes estaban dedicándose a ellas, que tratarán de defender sus empleos y salarios y condiciones laborales oponiéndose a los emigrantes. Por supuesto, esa emigración será defendida por los empresarios y empleadores pues las rebajas salariales les permiten más beneficios. Sencillo, ¿no? Es lo mismo que ocurre cuando los empresarios buscan protegerse contra el libre comercio y oponerse a las importaciones de bienes más baratos que los que ellos venden. Por lo tanto, las restricciones a la emigración hacen el mismo papel que los aranceles. Y la emigración llamada ilegal es lo mismo que el  contrabando. Y la cantidad de emigración "aceptable" en una sociedad dependerá pues del poder relativo de quienes la defienden, pues se benefician de ella, y de los que no lo hacen, pues se sienten perjudicados. Teóricamente, los defensores del libre comercio la defienden en términos de eficiencia económica siempre y cuando se compense a quienes se ven afectados negativamente. Pero esto es mera teoría.

Sorprende por tanto mucho que la izquierda parroquial tenga en esto la misma opinión que los empresarios. O sea, que sea librecambista. Y es que es contranatura, como ya  marxistas como el gran Paul Lafargue advirtieron, esa relación entre la defensa de los intereses de los trabajadores  y la llamada "caridad" cristiana, que siempre siempre acababa alineándose, en sus efectos prácticos, con los intereses de los capitalistas.

No es infrecuente, por otro lado, que se esgriman dos falaces argumentos para sostener que la emigración aunque sea masiva o multitudinaria beneficia a todos, incluso a los miembros de las clases trabajadoras. El primero señala que los emigrantes hacen los trabajos que los nacionales no quieren hacer. Así que todo el mundo se beneficia de su presencia pues si no, ¿quién haría esos trabajos?, se suele decir.

Pues bien, es difícil oír un argumento más estúpido. Mi respuesta a él es muy simple, y consiste en citar a toda una autoridad: el presidente de los EE.UU. Joe Biden, quien hace unos meses se permitió darles el siguiente consejo a los empresarios de su país que se quejaban de que no encontraban suficientes trabajadores. En voz bajita, y desde la Casa blanca, les susurró: paguen salarios más altos.

Y es que si no hay trabajadores nacionales que no quieran hacer determinados trabajos, la cuestión previa es la de que porqué no quieren hacerlo, y la respuesta es obvia: porque los salarios en ellos son demasiado bajos para que les compense dedicarse a esas ocupaciones aún en situación de desempleo elevado. Pero, ¿por qué son tan bajos esos salarios? Pues puede que una de las razones esté precisamente en la existencia de una inmigración masiva que habría  hecho o permitido que esos salarios que se desplomasen. Si esto es así, entonces no parecería tener mucho sentido el que   para resolver el problema causado por la emigración se ofrece como remedio el aumentar la emigración.

Pero, alguien podría decir, a contrario, que si no hay emigración y  los salarios son en consecuencia más elevados, los precios serían más elevados y ello nos perjudicaría a todos, y no sólo a quienes se dedican profesionalmente a las ocupaciones afectados negativamente por la presencia masiva de emigrantes.  Pues bien, lo menos que se puede decir ante este argumento es que no está nada claro. Y es que todo va a depender  de la estructura de los mercados.  O sea, del grado de competencia existente en los mercados que define la capacidad de trasladar las subidas salariales a precios. En efecto, lo que sí sucedería si se produjese una subida de salarios ante las restricciones a la inmigración masiva,  sería que los beneficios de los capitalistas en esas ocupaciones caerían en la medida que no puedan trasladar sus costes salariales más elevados a precios. Y es que los empresarios que emplean a los migrantes no lo hacen por ser multiculturales, mestizos y partidarios de la diversidad, sino porque gracias a ellos sus beneficios se han disparado como la espuma.

Hay que señalar aquí, en este asunto de los precios, que la inmigración masiva supone también el crecimiento de los precios de algunos sectores, como los de la vivienda, lo que beneficia a los rentistas y propietarios de pisos y terrenos aunque perjudican a los que viven en alquiler. De nuevo, pues, el asunto es problemático de modo que, en presencia de inmigración masiva, habrá beneficiarios y perjudicados, por lo que a menos que los que ganen compensen a los que pierden, no será un asunto que pueda lógicamente reunir una aquiescencia general.

Y el segundo cuestionable "argumento" en favor de la emigración masiva es un confuso argumento en donde se mezclan la preocupación por el sistema de pensiones, la caída previsible en la población, su envejecimiento, etc., etc. Todo muy confuso y muy emocional. Veamos, los emigrantes también envejecen ¿no?, y también cobrarán pensiones, ¿no? O sea, que no está nada claro que la emigración sea una solución a un problema, el de las pensiones,  por cierto inexistente siempre que el tamaño del PIB per capita crezca. Y si el problema es que un país produce pocos seres humanos con  su capacidad productiva de seres humanos, es decir, con su población nacional o autóctona, más que importar otros,  cabe preguntarse el por qué no se recurre a la subvención de esa producción. Es simple, ¿no? Y es que poca duda cabe que los costes de oportunidad en el presente y esperados de tener hijos han ido creciendo de forma tal que no es nada extraño que la natalidad haya caído. Pero como economista la solución pasa por lo dicho: si tener hijos es un bien público para una sociedad su producción ha de ser subvencionada.

No obstante, pese a todo lo dicho, ha de tenerse en cuenta una consideración general e innegable, cual es que la importación de fuerza de trabajo hace a un país, a cualquier país,  más rico pues de por sí aumenta su stock de recursos productivos. Es decir, que potencialmente, la inmigración masiva puede beneficiar a todos los que previamente ya vivían en un país. Pero debería ser obvio que, en la realidad económica en la que no se dan esas compensaciones a los que pierden con un cambio económico, sucede que  como en todos los asuntos económicos, los efectos de la inmigración masiva van a ser diferentes en las diferentes clases sociales. O sea, que en general,  está claro que la inmigración masiva beneficia y mucho a las clases propietarias pero sus efectos sobre las clases trabajadoras distan de ser tan positivos y claros.

Y, además, hay un pero, y es  este un pero importante, es necesario tener en consideración algo obvio. Y es que cuando se "importan" seres humanos no sólo se importa "mano de obra" o "fuerza de trabajo", sino personas con identidades propias. Y esto también ha de ser analizado con cierto detenimiento si pretende alcanzar un juicio equilibrado o razonado acerca de la inmigración masiva

                                                                                   (continuará)


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