Los ciudadanos de Cataluña están convocados a elecciones el próximo domingo para elegir el Parlament. Son unas elecciones autonómicas trascendentales porque influirán notablemente en la evolución de la cuestión catalana, que atraviesa una coyuntura incandescente, y porque constituirán una piedra de toque para la evolución de España, su Estado y su sociedad como un conjunto cohesionado, armónico y viable.
Editoriales anteriores
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Elecciones críticas (20/09/2015)
De fracaso en fracaso (19/09/2015)
El domingo no se decidirá —contra lo que pretenden sus convocantes— la independencia de Cataluña y la consiguiente ruptura con España, el país del cual es cofundadora en la historia, cómplice en las grandes apuestas y punta de lanza de su modernización. Pero el resultado condicionará el futuro. Lo deseable es que esta crisis acabe suponiendo un impulso para los proyectos creativos de convivencia y fortaleza comunes de la nación catalana y la nación de naciones española, que los hay, pese a la parálisis temporal que aqueja a las distintas élites gubernamentales. Pero existe un gran riesgo también de que suponga un duro revés para ambos, porque, de imponerse los partidarios de la segregación, seguirán planteando sus retos con mayor holgura.
Por eso todos los ciudadanos deben acudir a las urnas: todos. No solo aquellos que se han movilizado en los últimos años tanto por factores lógicos (la frustración de la crisis, los impulsos de recentralización) como por la permanente agitación del poder más próximo y sus terminales. También deben sentirse involucrados los insatisfechos por cualquier motivo pero que confían en los valores de la cohesión y la solidaridad; aquellos que son conscientes de que, en un mundo cada vez más abierto y difícil, sumar multiplica la fuerza y restar la divide. Todos debemos recordar hoy que los lazos vertebradores no son solo económicos sino también interpersonales y emocionales con los otros ciudadanos de España… y que todos, por tanto, nos jugamos mucho.
Quienes se dejen tentar por la abstención corren el riesgo de que su futuro lo decidan otros
Quien, confiando en que el desafío no va en serio, se deje tentar por la abstención, se arriesga a que su futuro lo decidan o configuren otros que sí van en serio, a por todas y sin importarles la burla a la legalidad, a la mayoría social y al Estado común.
Son unas elecciones clave. Pero no son un plebiscito. A los convocantes y a los que suelen minusvalorar la legalidad como ortopedia extraña y no como cauce que a todos vincula para superar el estado de selva, conviene recordarles que un plebiscito versa sobre una única cuestión; no opta sobre distintos programas con propuestas de distinta índole; debe ser convocado por quien ostenta la competencia (en España, el Gobierno central y no la autoridad autonómica); se organiza según reglas muy tasadas (y con condiciones, preguntas y mayorías reforzadas tanto de quorum como de votantes, si trata cuestiones básicas); se rige por mayoría (en su caso, cualificada) de votos populares y no de escaños; debe arrojar un resultado claro e inequívoco, y este, sea la convocatoria consultiva o vinculante, debe destilar efectos inmediatos, operativos u orientadores.
Ninguna de esas condiciones se cumple ahora, por lo que la elección carecerá de la legitimidad que otorgan los referendos. No dotará de respaldo a cualquier estrategia que quiera conculcar el ordenamiento legal constitucional y estatutario. La inexistencia de reglas de juego para la lectura plebiscitaria exhibida por el titular de la Generalitat consagra el arbitrismo y la inseguridad jurídica en su interpretación y atenta contra la limpieza del juego. Artur Mas puso primero el listón en mayorías muy amplias, superiores al 60%, luego confundió votos y escaños, y finalmente fía la mayoría a una combinación imposible de escaños de dos listas.
Son unas elecciones muy importantes, pero no son un plebiscito. No podrán respaldar cualquier cosa
Este asunto es capital: es la suma de dos listas contradictorias e incompatibles, la suya propia y la de los radicales antisistema, en todo distintas —sustancialmente en el sistema económico y la pertenencia a Europa—, incluso en la orientación, cadencia y modos del único punto que las aproxima, la independencia. Son diferencias que aportan un elemento nada menor para la lectura de los resultados, la elección del próximo president y la coherencia del Ejecutivo que debe administrar un momento tan crucial de la historia de Cataluña.
Sólo en un sentido estas elecciones podrán leerse como plebiscitarias: para quienes les otorgan valor de referéndum, si los electores de la lista segregacionista que pretende ser unitaria no alcanza siquiera la mitad más uno de los votos, el proceso habrá embarrancado. Porque si uno no puede imponer a los demás sus reglas, sí debe al menos asumir las propias del proyecto que lanza. Nada que reprochar, sin embargo, a que el vencedor interprete los resultados como un respaldo a seguir trabajando por sus objetivos, siempre dentro de la legalidad.