Que el sistema educativo español tiene numerosas lagunas es una evidencia indiscutible. En muchas ramas no está respondiendo a los nuevos retos que plantea el progreso de la civilización. Que toda la estructura necesita un decidido achuchón para que cubra con eficiencia las necesidades de los ciudadanos del siglo en el que vivimos, también. Pero de ahí a hablar de la universidad -y por extensión, de los estudios superiores-, como de un lugar al que solo podemos ir a perder el tiempo, hay un paso muy grande. Más cuando, acto seguido, quien realiza tal ejercicio público de sublime estupidez, nos recomienda comprar el último y más vanguardista curso sobre criptodivisas que impartirá, durante hora y media, un perfecto desconocido. Volveré al asunto de los cursos algo más adelante.
Cualquier profesor es consciente de la limitada capacidad de atención del alumnado al superar determinada duración. Es un hecho que las nuevas generaciones han impuesto métodos diferentes de aprendizaje, mucho más visuales, de impacto inmediato y que no exijan un notorio esfuerzo personal, ¡eso nunca, por Dios!. A este respecto, David Amorín, un genio de los juegos de mesa, explica cómo los diseñadores de este tipo de pasatiempos han tenido que adaptarse a los nuevos tiempos. Sus clientes ya no están dispuestos a tomarse el tiempo necesario para leer, comprender y asimilar las mecánicas del juego a través de un extenso manual. Ante el riesgo de perder el mercado, han dado una vuelta a su planteamiento. La nueva hornada de juegos de mesa se dividen en etapas a través de las cuales -y sin leer una sola línea del reglamento-, los participantes aprenden, poco a poco, unas mecánicas de juego que cada vez adquirirán mayor complejidad. Este fenómeno también se ha extendido a los videojuegos. Cuando, allá por los inicios de los 90, comprábamos Flight Simulator, éramos plenamente conscientes de que parte de la diversión requería estudiar un manual de cientos de páginas. La propia evolución de los tiempos ha posibilitado que el lanzamiento de la última edición del archiconocido Microsoft Flight Simulator 2023 se publicitara utilizando a YouTubers de renombre, jugadores casuals y no especializados en el tema de simuladores quienes, pulsando tres botoncitos, han podido “volar” un 747. La deriva de simplificación alcanza, desde los juegos de mesa, videojuegos o formación especializada, imponiendo el avanzar en pasos cortos y sin que el receptor deba de realizar un esfuerzo que no le obligue a exceder cierto nivel de comodidad.
Por estas y otras muchas razones, no estoy tan seguro de que esta cultura de “lo instantáneo y sin esfuerzo”, sea el camino por el que deban de transitar las generaciones venideras. Gerard Piqué, presidente de Kosmos Global Holding, comentaba ayer en RAC1 algo familiar para una inmensa mayoría de padres: sus hijos, lejos de seguir los directos que cada lunes realizan los presidentes de la Kings League, se conforman con visualizar los cortos que se publican en TikTok correspondientes a los momentos más hilarantes. No importa si durante dicha emisión alguien argumentó consistentemente, si un tercero lanzó sugerentes propuestas o si el debate fue de lo más interesante. Solo prima el zasca, las risas o el beef que unos lancen contra otros. ¿A cuántos chavales les parece infumablemente largo un libro que apenas supera el centenar de páginas?. Es más, ¿cuántos minutos aguantan sus hijos frente a un video?. Hace tiempo excluí de mi timeline a todos aquellos YouTubers que se disculpaban por publicar su interesante contenido cuando este se alargaba más de diez minutos. Y es que, el escaso fomento en la capacidad de profundizar en todas aquellas materias que serán fundamentales tanto para su crecimiento personal como para su desarrollo profesional, va a suponer un obstáculo, no solo a la hora de adquirir conocimientos amplios sino también en el momento de ejercer el derecho a crítica o a discriminar en pro de sus intereses.
Esta larga diatriba me lleva al meollo de la cuestión que quería tratar. De un tiempo a esta parte observo a un buen número de individuos desnortados. Gente dispuesta a invertir todos sus ahorros -o parte del capital familiar, que es peor-, en el proceloso mundo de los mercados financieros. Y lo hago con creciente preocupación pues, a juzgar por sus comentarios, no parecen estar capacitados ni para acudir al supermercado más próximo y comprar dos kilos de manzanas Golden. Me refiero a una parte de esos críticos que se sitúan más próximos al sano haterismo profesional que a la perversa afición a exponer argumentos sólidos. Tipos que han recibido con todo tipo de comentarios negativos el anuncio de dos espléndidas propuestas como son la de Pablo Gil y la de Sergi Sánchez. Porque, a pesar de lo escrito algunos párrafos más arriba, entiendo que no todos los inversores minoristas deban de estudiar económicas o realizar un máster en finanzas antes de invertir en bolsa. Pero estoy absolutamente convencido de que todos ellos, nosotros, tenemos la obligación de obtener los conocimientos necesarios para reducir el riesgo de inversión. Así que entra en nuestra responsabilidad ser capaces de separar el grano de la paja, incluso esta de la estafa. Y si no tenemos el suficiente criterio como para salir airosos, siempre es saludable dejarse aconsejar por alguien de confianza y entendido en la materia para que nos recomiende una formación de calidad.
Por estas y otras muchas razones, no estoy tan seguro de que esta cultura de “lo instantáneo y sin esfuerzo”, sea el camino por el que deban de transitar las generaciones venideras. Gerard Piqué, presidente de Kosmos Global Holding, comentaba ayer en RAC1 algo familiar para una inmensa mayoría de padres: sus hijos, lejos de seguir los directos que cada lunes realizan los presidentes de la Kings League, se conforman con visualizar los cortos que se publican en TikTok correspondientes a los momentos más hilarantes. No importa si durante dicha emisión alguien argumentó consistentemente, si un tercero lanzó sugerentes propuestas o si el debate fue de lo más interesante. Solo prima el zasca, las risas o el beef que unos lancen contra otros. ¿A cuántos chavales les parece infumablemente largo un libro que apenas supera el centenar de páginas?. Es más, ¿cuántos minutos aguantan sus hijos frente a un video?. Hace tiempo excluí de mi timeline a todos aquellos YouTubers que se disculpaban por publicar su interesante contenido cuando este se alargaba más de diez minutos. Y es que, el escaso fomento en la capacidad de profundizar en todas aquellas materias que serán fundamentales tanto para su crecimiento personal como para su desarrollo profesional, va a suponer un obstáculo, no solo a la hora de adquirir conocimientos amplios sino también en el momento de ejercer el derecho a crítica o a discriminar en pro de sus intereses.
Esta larga diatriba me lleva al meollo de la cuestión que quería tratar. De un tiempo a esta parte observo a un buen número de individuos desnortados. Gente dispuesta a invertir todos sus ahorros -o parte del capital familiar, que es peor-, en el proceloso mundo de los mercados financieros. Y lo hago con creciente preocupación pues, a juzgar por sus comentarios, no parecen estar capacitados ni para acudir al supermercado más próximo y comprar dos kilos de manzanas Golden. Me refiero a una parte de esos críticos que se sitúan más próximos al sano haterismo profesional que a la perversa afición a exponer argumentos sólidos. Tipos que han recibido con todo tipo de comentarios negativos el anuncio de dos espléndidas propuestas como son la de Pablo Gil y la de Sergi Sánchez. Porque, a pesar de lo escrito algunos párrafos más arriba, entiendo que no todos los inversores minoristas deban de estudiar económicas o realizar un máster en finanzas antes de invertir en bolsa. Pero estoy absolutamente convencido de que todos ellos, nosotros, tenemos la obligación de obtener los conocimientos necesarios para reducir el riesgo de inversión. Así que entra en nuestra responsabilidad ser capaces de separar el grano de la paja, incluso esta de la estafa. Y si no tenemos el suficiente criterio como para salir airosos, siempre es saludable dejarse aconsejar por alguien de confianza y entendido en la materia para que nos recomiende una formación de calidad.
Podemos debatir respecto a qué características debe de reunir un curso, una tutoría o servicio de análisis para sopesar si tiene el nivel requerido. Algunos piensas que lo realmente imprescindible es que quien imparta dicha formación sea un profesional de probada competencia. Como si el famoso track record de marras no pudiera falsearse o manipularse o, simplemente, seleccionar la presentación de aquel que exhiba la mejor rentabilidad entre diferentes cuentas o brókers. Y voy a ahorrarme citar a los sospechosos de jugar a este peligroso juego de ruleta rusa mientras, claro está, venden más cursos. Otras opiniones, entre las que me incluyo, pensamos en la cantidad de catedráticos, consagrados emprendedores o directivos de alto nivel que nos han impartido somnolientas clases de econometría, márketing estratégico o derecho mercantil despejando esa obligada unión entre éxito profesional y capacidad de enseñar. Para que los de la ESO me entiendan, ¿crees que razonan al mismo nivel @Ibai, @Willyrex o @ElXokas?. Está claro que será plenamente recomendable toda formación que imparta un excelente profesional con magníficas dotes de comunicación. Pero, un nivel elevado de contenido unidas a unas excelentes dotes comunicativas siempre debe de ser receta de éxito.
En este contexto, me han parecido increíblemente inapropiadas las críticas dirigidas a los señores Gil y Sánchez. Unos han exigido el maldito track record a un profesional que, durante décadas, dirigió el departamento de análisis técnico del Banco Santander (por favor, lean de nuevo el cargo) y que posteriormente fue socio fundador de BBVA&Partners Alternative Investments, gestionando casi 500 millones de euros y siendo uno de los más destacados de Europa (por favor, relean la denominación del fondo e investiguen los resultados obtenidos). En cuanto al señor Sánchez, estamos ante un emprendedor que ha edificado, de la nada, una empresa que a lo largo de más de 20 años vive de los ingresos que genera gracias al trading algorítmico. En cualquier caso, para los más holgazanes, su trayectoria es pública en Darwinex.
Otros se han permitido el lujo de protestar por el "alto" coste de dichas iniciativas esperando quizá que este fuera igual a consumo que ellos mismos puedan destinar mensualmente a sus merecidos desayunos. Perder el tiempo calculando el beneficio -bruto- por hora de trabajo que puede estar obteniendo su autor, es un ejercicio elevado de mediocridad, como si al comprar una coca-cola nos preocupase lo más mínimo el beneficio teórico de la empresa en lugar de ocuparnos del provecho que significa para nosotros. Todos ellos olvidan que la formación tiene un coste, y si es de calidad, aún más. Y sinceramente pocos ejemplos mejores se me ocurren para liderar dichos proyectos que los citados. Lo más sorprendente es que, al no atender las explicaciones que en las respectivas presentaciones de cada producto realizaron ambos gestores -por falta de práctica o un brillante déficit de atención-, unos entendieron que D. Pablo impartiría unos conocimientos que jamás ha ofrecido (análisis de estados contables) y otros esperaban que D. Sergi desvelaría los secretos de las estrategias que su empresa utiliza para operar en mercados.
El resultado final es que uno no entiende como gente que quiere ejercer una labor que requiere de tantas virtudes, empezando por la responsabilidad, el esfuerzo personal, la rigurosidad o el trabajo duro y analítico, contrate cursos de formación en una materia específica o de una visión global y particular sobre los mercados sin saber o entender qué está adquiriendo exactamente. Gente, por cierto con extensas lagunas formativas que quizá primero debieran de cubrir antes de aspirar a metas más elevadas. La CNMV asegura que un 62% de los inversores minoristas pierden una gran cantidad de su capital durante su primer año de inversión. La Asociación de Asesores Financieros (NAFA) eleva esta cifra hasta el 70%. En mi opinión y a tenor de lo presenciado, ambas entidades se quedan muy cortas.