LA SECUENCIA DE SCHMIDT
Fernando Esteve Mora
Nunca fue Felipe González muy dado a filosofías. Era un político, un hombre de acción. Por eso cabe imaginar el alivio que debió sentir cuando en el congreso de Suresnes en 1974, el PSOE abandonó el marxismo como guía de sus programas y sus políticas.
No le faltaba algo de razón si se tiene en cuenta que por aquellas fechas el marxismo había devenido en gran medida en escolástica diversión de intelectuales ociosos. Ahora bien, como es sabido, la Naturaleza aborrece al vacío, por lo que el hueco dejado en el cerebro de González por el marxismo, sobre todo por la economía marxista, requería ser reocupado por otra modelización económica no-marxista o, mejor aún, claramente antimarxista. Es dable imaginar que a esa tarea de “relleno” mental se dedicasen con esmero, quizás en clases particulares en tardes perdidas, quienes más adelante serían sus ministros en materia económica, Miguel Boyer y Carlos Solchaga, que inaugurarían así esa tradición de dar clases particulares a políticos que luego han continuado otros economistas como Jordi Sevilla con Zapatero o Xavier Sala-i-Martín con Artur Mas y Carles Puigdemont.
No hay la menor duda de que Felipe González aprovechó bien esas clases de Economía ortodoxa o neoclásica, bien alejadas no sólo de la economía marxista sino también de la keynesiana. No debió de tener en ello el menor problema pues, tras el fracaso económico en que se saldó el intento por parte de François Mitterrand de aplicar en Francia el “keynesianismo en un sólo país”, la “alternativa” ganadora en el socialismo europeo a la hora de definir las líneas fundamentales de una política económica socialista la tenían sus por entonces mentores: los socialistas alemanes, alternativa que se resumía de modo prístino en esa concatenación causal y temporal típica del pensamiento económico neoclásico que describió inmejorable e inolvidablemente el canciller Helmut Schmidt: “los sacrificios salariales de hoy son los beneficios empresariales de mañana, y la inversión y los puestos de trabajo de pasado mañana”.
La verdad sea dicha es que esta concatenación lógico-temporal, a la que llamaré la Secuencia de Schmidt en homenaje a su autor, es una perfecta síntesis del entero pensamiento económico neoclásico. Ése que es el único que aprenden los economistas por ser el único que se enseña en las facultades de Economía. Y es que, en el fondo, si bien se mira, poco más aprenden que esa “secuencia”. Nada más recuerdan cuando, a los pocos días de acabar sus estudios, se olvidan de todos esos modelos matematizados que tuvieron que aprenderse para aprobar y que no vienen a decir sino lo mismo de forma tan harto complicada. Nada más necesitan, por otro lado, para defender el “pensamiento único” y las recetas neoliberales que la inmensa mayoría de los economistas defienden como emblemas acreditativos y distintivos de su profesión.
Porque una vez que se asume la Secuencia de Schmidt como representación estilizada de la dinámica que rige el movimiento de una economía de mercado, las implicaciones que se siguen son inmediatas y obvias. En efecto, si el bienestar y el empleo depende del crecimiento económico, y éste de la inversión, entonces la palanca del bienestar y del empleo es la inversión y para favorecerla, hay -obviamente- que incentivar a los inversores privados. La moderación salarial, las reformas laborales contra los trabajadores, la redistribución de la renta hacia beneficios, las reformas fiscales ventajosas para las empresas y los propietarios del capital, la privatización y abandono del sector público de sectores productivos que pueden ser rentables privadamente son todas políticas económicas no sólo congruentes sino inevitables si se acepta la Secuencia de Schmidt. También lo son otro tipo de políticas de tipo -digamos que – psicológico o moral como son la supervaloración de los que se llaman a sí mismos “emprendedores”, convirtiéndoles en el espejo de los más altos valores y virtudes humanos, lo que supone la paralela minusvaloración, rayando a veces en el desprecio moral, hacia todos los que se tachan de no-emprendedores, o sea, los trabajadores normales (a veces, la desconsideración por los no-emprendedores por parte de los “economistas neoliberales de guardia”, sobre todo, los economistas de la “escuela” austríaca, que pululan las tertulias televisivas y radiofónicas llega al extremo de casi degradarlos al rango de subhumanos, cosa, por otra parte, esperable en gentes que profesan una devota admiración por el “pensamiento” -o mejor, los delirios- de autores como Ayn Rand). En suma, la Secuencia de Schmidt es la justificación “teórica” del entero programa neoliberal.
Hay que reconocer que la Secuencia de Schmidt tiene una apariencia de verosimilitud, un halo del tipo de verdad que asociamos al “sentido común”. Esa apariencia de verdad inmanente puede que sea lo que explique el continuado uso de la Secuencia para sustentar las políticas neoliberales en todo el mundo. Y es que la Secuencia sería casi una “ley” que al igual que otras “leyes” económicas, como la “ley de la oferta y la demanda” o la “ley de Say” (de la que, por cierto, la Secuencia no sería sino un corolario), son para muchos principios tan autoevidentes para los economistas neoclásicos “como los Elementos de Euclides”, como afirmaba Jevons. Pero al igual que Jevons no era consciente de los desarrollos de las geometrías no-euclídeas, a lo que parece sus continuadores de hoy en día tampoco parecen haberse dado cuenta de que ni la “ley de Say” ni su corolario, la Secuencia de Schmidt son evidentes y ciertas por sí mismas, sino todo lo contrario.
No creo que sea cierto que nada sea gratis, pero ciertamente pensar, razonar, no lo es. Y, ciertamente, cuestionar esas supuestas leyes económicas cuesta un pequeño esfuerzo intelectual. No demasiado, pues ya Keynes y Kalecki para el caso de la “ley de Say” lo hicieron hace 80 años. Concretamente, fue Michal Kalecki quien argumentó en favor de una secuencia inversa a la de Helmuth Schmidt de modo que no es que los capitalistas gasten como inversión lo que ganan como beneficios, sino al revés, que ganan como beneficios lo que gastan.
Pero, y esto es una paradoja de lo más curiosa, sucede que la Secuencia de Schmidt, pese a su uso continuado como justificación de las políticas neoliberales, se ve también cuestionada por la propia economía neoclásica. No, ciertamente, su “lógica” interna – eso sería pedir demasiado- pero sí su relevancia empírica o práctica. Dicho de otra manera, que se puede ser cofrade de la orden de Jean Baptiste Say y comulgar a pies juntillas con ese embeleco de su “ley” y sin embargo verse obligado a dudar de la relevancia de la Secuencia. Y ello se derivaría de las consecuencias de la aplicación al mundo resla de una de las “joyas” teóricas (para sus partidarios, claro está) de la economía neoclásica: el modelo de crecimiento.
En efecto, la teoría del crecimiento económico neoclásica tiene su origen en el modelo de Robert Solow en 1956. Una vez formulado dio origen a una enorme literatura que tras la denominación de “contabilidad del crecimiento” buscaba medir la contribución de los distintos factores al crecimiento del PIB y de la productividad del trabajo. Pues bien, los resultados de este ingente trabajo de aplicación empírica fueron de lo más sorprendente, y es que, desde la oferta, la contribución de la acumulación de capital físico, o sea, de la inversión a la tasa de crecimiento en el largo plazo suele estar en torno al 25%. Es decir, que otros “factores” (el aumento del factor trabajo y su cualificación, el progreso técnico, los cambios organizativos, y otros son los responsables del 75% del crecimiento.
Debería ser obvio que ese resultado, que repito se encuentra usando de la metodología y supuestos del modelo neoclásico, pone en cuestión la Secuencia de Schmidt, incluso entre los creyentes en la Ley de Say. Simplemente viene a decir que la inversión es un factor de relevancia menor a la hora de “explicar” el crecimiento económico. Dicho con otras palabras, habría crecimiento económico aunque la inversión neta privada fuese nula. Simplemente la reposición del capital depreciado que incorpora avances técnicos posibilitaría una más que aceptable tasa de crecimiento. Y si ello es así, ¿cuál sería la razón económica detrás de todas las políticas que, con objeto de estimular la inversión privada, aumentan la desigualdad, la pobreza, los prejuicios y el malestar en las sociedades que las llevan a cabo? Pues, aún el caso de que esas políticas tuviesen el signo que prevé la Secuencia de Schmidt, su pequeño efecto sobre el crecimiento no parece que merezca la desigualdad y el malestar social que generan.
Y no sólo eso, porque si se pasa de la consideración de los factores del crecimiento por el lado de la oferta, pasamos a fijarnos en los que afectan por el lado de la demanda, se tiene que lo importante para explicar el crecimiento es fundamentalmente no la inversión, sino el consumo. En consecuencia, las políticas neoliberales en favor de la desigualdad y contra los trabajadores, al contrario de lo que prevé la Secuencia de Schmidt, no estimulan el crecimiento sino todo lo contrario, en la medida que restringen o deterioran el crecimiento en la demanda de consumo de la economía. Es por ello que no es nada extraño que las ventajas fiscales a favor de los ricos, la redistribución a favor de beneficios, acaba traduciéndose en la acumulación de liquidez no usada y en inversiones especulativas en activos financieros en mayor proporción que en inversiones en activos físicos productivos.
Y para cerrar. Si carece de justificación en términos del crecimiento la apuesta por la desigualdad característica del pensamiento económico neoliberal, incluso desde sus propios supuestos, el defenderla como necesaria y efectiva entra en el terreno que hoy se conoce como post-verdad, y sólo puede tener una finalidad ideológica, cual es la construcción de un relato sustentador de la moralidad meritocrática hoy dominante. Le sirvió al PSOE de los tiempos de González para justificar su peculiar transición ideológica que les llevo a enorgullecerse de que España se convirtiera en el país del mundo en que más rápido uno se puede hacer rico, en las palabras imperecederas de Carlos Solchaga,...y a lo que parece sigue sirviendo hoy de igual manera y con evidente éxito popular para “justificar” la creciente y obscena desigualdad que caracteriza a nuestro país.