Uno de los supuestos centrales de la Economía que se les enseña a los estudiantes en las facultades de Economía de nuestro país (siguiendo en ello lo que se hace “fuera”, que como es bien sabido, siempre es mejor y más moderno) es el supuesto que de salida se establece por el que se afirma que el objetivo de las economías de mercado es el pleno empleo de los recursos productivos.
Así, no se tiene el menor empacho en sostener –desde el enfoque del llamado pensamiento neoclásico hoy más que dominante, auténticamente dictatorial- que el pleno empleo es el objetivo intencionado, deseable y automático del funcionamiento de los agentes e instituciones económicas en los mercados, siempre que nadie (o sea, los estados, los sindicatos o los bancos centrales) “meta sus sucias manos” en tan delicados aunque estables y robustos mecanismos de asignación de recursos. La política de empleo a hacer según esta interpretación de la realidad económica, estaría clara: no hacer nada (el famoso laissez faire, laissez passer) y, en todo caso, la actuación en defensa de la competencia.
Algo semejante se defiende también desde la perspectiva hoy minoritaria del keynesianismo (lo que resulta curioso dada la animadversión teórica entre unos, los neoclásicos, y otros, los keynesianos). Para estos últimos, el pleno empleo también sería un consecuencia intencionada y deseable del funcionamiento del mercado, sólo que de vez en cuando (cosa de los “animal spirits” de los capitalistas si entran en “depre”) dejaría de ser automática, y habría que ayudar a los mercados para conseguir el deseado pleno empleo a través de unas políticas económicas activa, ya sean monetarias, fiscales o de rentas.
Ambas perspectivas son un claro indicador de la caída en picado del pensamiento económico, pues las dos serían consideradas intelectualmente fallidas por parte de los viejos y más sabios economistas. En efecto, si nos retrotraemos a los economistas clásicos (a Adam Smith y David Ricardo, aunque no a Thomas R.Malthus), el pleno empleo de los recursos sería una consecuencia deseable y automática del funcionamiento de los mercados, pero no sería intencionada sino más bien, una consecuencia ni buscada ni prevista del comportamiento de los agentes económicos. Gracias a la famosa “mano invisible”, cada agente económico siguiendo su propio interés operaría en los mercados intentando satisfacer las necesidades de los demás y, como consecuencia, el pleno empleo se daría como por arte de magia.
Marx, el último de los economistas clásicos y su mayor crítico, iba aún más lejos que sus predecesores en esta cuestión pues para él el pleno empleo no sólo no era una consecuencia no intencionada del funcionamiento de los mercados, sino que no era un resultado ni automático ni –sobre todo- deseable por los agentes económicos que gestionan y dirigen las economías capitalistas, o sea, los capitalistas.
En efecto, en tanto que se puede tener la seguridad que el pleno empleo es deseable por los trabajadores individual y colectivamente pues ello les posibilita una mayor capacidad de negociación salarial y de las condiciones de trabajo, por ello mismo, se puede tener también la seguridad de que el pleno empleo no es ni mucho menos deseable para los capitalistas, al menos colectivamente.
La razón es obvia, para Marx, el objetivo de cada capitalista es “valorizar” su capital invertido, es decir obtener una rentabilidad y, en su modelo teórico, demostraba que el pleno empleo se traduciría inevitablemente en una caída en la rentabilidad del capital, único y sólo interés de cada uno de los capitalistas individualmente considerados. Nada es más absurdo para un economista marxista –y debiera serlo también para todo economista- creerse talcual esas declaraciones de dirigentes empresariales que afirman que su objetivo básico o esencial es contribuir a llegar al pleno empleo o al crecimiento económico. Y es que si son sinceros, serían malos gestores del capital, y si son buenos profesionales, con certeza mienten.
A cada capitalista, si las cosas le van bien, es decir si obtiene beneficios, le interesa expandir su negocio y, al hacerlo, contrataría en principio más trabajadores. El riesgo que corre es que, si los demás hacen lo mismo y la economía se acerca al pleno empleo, la rentabilidad de cada uno ellos y de todos en conjunto caerá en la medida que su posición negociadora en los mercados de trabajo se resienta. El objetivo de la política económica, por ello, si se razona siguiendo el modelo marxista de comportamiento del estado más simple y elemental, aquél que afirma que “el gobierno es el comité que administra los negocios comunes de la clase capitalista”, sería evidente: contribuir a generar desempleo cuando la “cosa económica” va demasiado bien, permitiendo así que se restauren las tasas de beneficio. Por supuesto que tal intención (crear desempleo, recomponer el “ejército industrial de reserva” en terminología marxista) no aparece nunca como objetivo explícito de la política económica, sino que lo haríae siempre implícitamente. Así, los gobiernos dicen que se ven “obligados” (¿por quién?, por cierto) a realizar políticas contractivas no porque no quieran el pleno empleo sino porque la economía se ha “recalentado” y la inflación está levantando cabeza.
Por supuesto que el nivel de rentabilidad que los capitalistas de una economía estiman razonable o suficiente depende de circunstancias particulares e idiosincrásicas. Por ejemplo, se diría que, en el caso español, los capitalistas en su conjunto, acostumbrados históricamente tras la larga dictadura franquista a la asistencia o intervención anti-clase trabajadora por parte del Estado, la rentabilidad exigida por cualquier inversor capitalista antes de “mover un dedo” y actuar como capitalista activo (o sea, el que “pone un negocio” e invierte en procesos de producción y crear empleo) es más elevada que la que piden sus “colegas” en países de más larga tradición democrática y de negociación con los trabajadores (por ejemplo, Alemania, Suecia o Francia). Ello se traduciría en que la respuesta de la economía española ante la disminución del desempleo y las consiguientes tensiones y subidas salariales es mucho más rápida o histérica que la que se da en esos otros países, con el resultado de que las tasas de desempleo en España siempre serían más elevadas que en las de los países de nuestro entorno.
Demasiado desempleo puede, por otro lado, poner también en riesgo la rentabilidad. Sin necesidad de sostener una tesis subconsumista puede argüirse sin embargo que “demasiado” desempleo dificulta también la realización de beneficios y la rentabilidad. En este caso, la política instrumental a seguir por ese “comité” que es el gobierno sería la opuesta, una política expansiva que genere mercado para los negocios privados.
Puede que haya algunos que consideren que esta forma de ver la política económica es simplista y falaz en la medida que deja de lado la influencia de las formas democráticas sobre el comportamiento de los gobiernos. Cierto. En qué medida los gobiernos modulan su política económica en función del grado de democracia de los estados que gobiernan es una cuestión empírica. Sabemos, no obstante, lo suficiente del peso que tienen los intereses de los sectores financieros y empresariales en las decisiones gubernamentales como para arrinconar a la sección de libros de ciencia ficción textos como la Teoría Económica de la Democracia de Anthony Downs. Sabemos, por otro lado, por insiders como Yannis Varoufakis en sus excelentes memorias, Adultos en la habitación, el nivel intelectual de las discusiones detrás de las decisiones de política económica dentro del Eurogrupo. Y de todas esas experiencias lo que con seguridad puede concluirse es que, si bien la anterior y simplista y esquemática visión marxista sólo se aplicaría con precisión al caso de una dictadura, sería no obstante más acertada y realista a grandes trazos que la disneyana y “buenista” postura neoclásica y keynesiana que pretende que los gobiernos democráticos responden a la hora de realizar sus políticas a los intereses del “votante mediano” como si fuesen comités que tratarían de administrar lo más eficientemente que pudieran los negocios comunes de la sociedad entera.
En el caso español, puede argumentarse que los gobiernos no son ciertamente el comité que, en esas situaciones de mucho desempleo, administra los negocios conjuntos de la clase de los capitalistas españoles. Este es un país que -al menos- es de formas democráticas. Pero, por otro lado, la historia reciente nos muestra que da lo mismo que sea un gobierno del PP (o de Ciudadanos, que cuando gobierne estoy seguro de que hará lo mismo) o del PSOE, siempre hay un grupo de empresas cuya rentabilidad pareceria ser de interés público, o al menos, estatal, interés que estaría por encima de los intereses de los trabajadores y también del resto de capitalistas, más pequeños o de sectores más atomizados.
Se diría entonces, que el gobierno de España se c omporta como si fuese el comité que administra los negocios comunes, no de todos los capitalistas, sino de aquellos que controlan los grupos oligopolísticos de los sectores financiero y bancario, eléctrico y de construcción. La defensa delirante de estos sectores capitalistas les ha llevado a los gobiernos españoles a iniquidades como son el rescate bancario, el rescate de las autopistas radiales, la demencial legislación regulatoria eléctrica, los planes de infraestructuras estúpidos como los de la red de autovías sin tráfico o de líneas de AVE infrausadas, y la legislación antiecológica para fomentar la destrucción de las costas, entre otros desaguisados sin pie ni cabeza económicos. Todo ello, por supuesto para que estas empresas tuvieran saneadas cuentas de beneficios aunque los paganos de esos resultados, los trabajadores y pequeños capitalistas sean quienes los que realmente han "pagado" esos beneficios extra por "diversos" caminos (p.ej., salarios más bajos y condiciones de trabajo más duras, precios más elevados de las facturas energéticas, impuestos más altos e injustos, subvenciones, etc.). Y por supuesto, esto -me temo- que no va a cambiar.
Fernando Esteve Mora