Las medidas que han ido tomando las autoridades económicas norteamericanas para contener la crisis financiera que asola a su financiarizada economía y amenaza contagiar al resto han sido todas las que cabía esperar. Primero, cuando parecía ser sólo una crisis de liquidez (véase la entrada "Son las tarjetas de crédito un invento del diablo?" en este blog) la respuesta consistió en brutales inyecciones de liquidez; más adelante, cuando eso no fue suficiente conforme fue apareciendo la otra cara de una crisis financiera, la que afectaba a la confianza en la solvencia de algunas de las instituciones, el tratamiento incluyó las intervenciones puntuales (el banco Bear, las dos grandes financieras, la aseguradora AIG) y, finalmente, cuando ya la crisis de confianza amenazó con extenderse a todo el sistema financiero alcanzando un rango sistémico, la respuesta de la FED y del Departamento del Tesoro ha pasado a ser la socialización de las pérdidas, la asunción por el sector público de los costes asociados a la pésima gestión de quienes, paradójicamente, se consideraban el "top" de la genialidad económica y la innovación financiera, los nuevos y bienpagados ejemplos del espíritu del libre mercado y, en consecuencia, sus mayores defensores: los operadores y capitalistas del sector financiero.
Cabían, al menos, dos alternativas a la que finalmente se ha tomado. Una, la nacionalización pura y dura del sistema financiero relacionado con la banca de inversión, cosa no tan impensable dada la separación entre bancos comerciales y bancos de inversión dentro del sistema financiero norteamericano; la otra, el aplicar estrictamente el criterio del liberalismo económico estricto, el "laissez faire, laissez passer", o sea el dejar que el mercado realizase su papel darwinista y acabase con los más débiles o sea los que habrían estado peor gestionados, sirviendo así de ejemplo para el futuro pero evitando sin embargo que la quiebra de parte de los operadores financieros se trasladase a la economía real en forma de contracción del crédito. Para ello hubiera bastado con que la Reserva Federal hubiese asumido plenamente su papel de "prestamista en última instancia", de modo que dejase de limitarse a crear liquidez para pasar también a suministrarla o trasladarla a la economía real dejando de lado o completando lo que hacen los bancos de inversión. Cierto que, en este último caso, es más que probable que el hundimiento de bancos y otras instituciones del mundo financiero hubiera afectado a la demanda efectiva por el efecto riqueza negativo, es decir, el efecto contractivo sobre la demanda de bienes y servicios que supondría el empobrecimiento experimentarían todos aquellos que tuviesen su riqueza en forma de acciones, bonos y obligaciones de las entidades financieras que quebraran, pero ahí el incremento del gasto público podría cumplir su función estimuladora. Pero, volviendo a la consideración de las políticas alternativas, se trata en ambos casos de opciones extremas que no obstante coinciden en un efecto: penalizar a quienes son los responsables directos de este monumental desaguisado.
Pero ni siquiera se han discutido. Y la solución aceptada obliga al sector público norteamericano (o sea, a los contribuyentes) a hacerse con unos activos financieros de mala calidad pagándolos a un precio muy superior a su valor real (sea este el que sea que hoy nadie lo sabe) que fueron creados por esos nuevos genios de las finanzas para ser manipulados a velocidades de vértigo gracias a programas automáticos de compraventa (recuérdese el incentivo que tienen los operadores financieros en operar pues en cada operación se llevan una comisión). Obviamente, estas medidas de salvamento del sector financiero tienen un coste de oportunidad pues, por un lado, los recursos empleados en esas compras no se podrán dirigir a comprar otros bienes y servicios públicos y, por otro, no sería nada extraño que dada la magnitud de las inyecciones de liquidez que se han producido, la inflación se dispare y obligue más adelante a utilizar políticas contractivas de demanda. Lo de siempre, pues. Un ejemplo más de la asimetría del sistema capitalista corporativo. O sea, que para evitar males mayores, para que el sistema no se desmorone es necesario que las locuras de los más ricos las paguen los que son más pobres. ¡Magro consuelo sin duda para todos aquellos empresarios norteamericanos que ven cómo sus empresas quiebran y nadie acude en su rescate! Quizás se lo merezcan por pensar que el sistema de mercado es casi como un dios que premia con la riqueza a quienes eficientemente se comportan y castiga con la quiebra a los ineficientes.
Pero entre las medidas que se han tomado hay una que me ha asombrado. Es la que prohibe las operaciones especulativas a la baja. No es para siempre, sólo por diez días prorrogables a un mes. Pero más que su efectividad real para contener la tendencia a que se desplomen o no los mercados, me importa aquí subrayar su sintonía con algo muy antiguo pues, desde siempre, los bajistas han sido mal vista por el resto de inversores, la gente en general y los políticos en particular. Napoleón llamó a los bajistas "enemigos del Estado", su actividad estaba prohibida en Gran Bretaña a lo largo del siglo XIX, y más adelante su mala fama llegó a su punto culminante cuando se les achacó la responsabilidad del crac de 1929, llegando el FBI, a las órdenes de su siniestro director, J.Edgar Hoover, a anunciar que se les vigilaría para que no conspirasen para forzar la baja de las acciones. Las cosas no han cambiado mucho desde entonces, y así, en 1995, el ministro de hacienda de Malasia propuso que fuesen azotados públicamente. En estos últimos meses han menudeado las críticas contra ellos acusándoles de haber llevado contra las cuerdas a varios bancos, lo que habría elevado la magnitud de la crisis financiera. Y ahora mismo el fiscal de Nueva York, Andrew Cuomo, ha abierto una investigación criminal por posible manipulación de las acciones de los bancos de inversión. No es por ello nada extraño que Morgan Stanley y Goldman Sachs, aterrorizadas tras ver lo que les pasaba a Bear, Lehman y Merrill Lynch, hayan conseguido su objetivo de que la comisión del mercado de valores norteamericano (la SEC) haya prohibido las operaciones a la baja a corto plazo para 800 entidades financieras. Díce Sandro Pozzi ("Golpe contra la especulación a la baja") en El País Negocios (21/11/08) que "la SEC dejó claro que va a haber tolerancia cero con operaciones que buscan manipular el valor de las acciones para hacer dinero aprovechando la incertidumbre que domina el parqué".
Pero, vamos a ver, ¿no trata de eso todo el "juego" del mercado bursátil?, ¿no se trata de especular?, ¿acaso no buscan los alcistas ganar dinero aprovechándose de la incertidumbre que siempre reina en los parqué bursátiles?. ¿Y, entonces? Pues parece que lo de siempre, lo que ya se dijo en el crac de los años veinte, que hay algo que distingue a los "buenos", los alcistas de los "malos" los bajistas es que los primeros no conspiran para "manipular el valor de los acciones, en tanto que los bajistas sí. ¡Menudo despropósito!
Veamos, los bajistas son especuladores como lo son todos los que intervienen en los mercados bursátiles pero que, a diferencia de los alcistas, que creen que las cotizaciones van a subir, los bajistas apuestan a que los precios de las acciones o de algún otro título que se intercambie van a bajar porque estiman que están sobrevalorados (véase la entrada "Benditos especuladores" del día 17/5/08 en este blog). La apuesta que hacen consiste en vender hoy acciones que han pedido prestadas -pagando claro está por ello- confiando en que, cuando en el futuro tengan que devolverlas sus precios hayan bajado. Si han acertado en sus previsiones, se llevarán un pingüe beneficio, pues comprarán en el futuro a precio más bajo del que han vendido hoy, si no, tendrán fuertes pérdidas. Los bajistas, por lo tanto, consideran que las acciones sobre las que juegan a la baja están sobrevaloradas, que no valen lo que los alcistas piensan. Cierto, los alcistas son optimistas en tanto que los bajistas no y predicen que las cosas van a ir mal, y por lo general la gente y más en estos tiempos prefiere a quienes tienen pensamientos "positivos" que a los que los tienen "negativos". Ahora bien, el mercado bursátil es (o mejor, debería ser) algo serio no guiado por consideraciones tipo New Age respecto a las bondades espirituales y corporales del pensamiento positivo. La finalidad económica del mercado bursátil (del mercado secundario, aquel donde se compran y se venden títulos (acciones y obligaciones) ya emitidos por las empresas) es valorar adecuadamente a las empresas emisoras, valoración absolutamente imprescindible para que el ahorro de la sociedad se asigne eficientemente en el mercado primario, (aquel donde las empresas que producen bienes y servicios reales buscan financiación para sus actividades de inversión real emitiendo nuevos títulos), de modo que se dirija a donde es más valioso. Y en esta generación de información sobre el valor real de las empresas el papel de los bajistas, de los pesimistas, es imprescindible, pues de otro modo, sólo operarán los alcistas los optimistas, jaleándose unos a otros incurriendo en errores de evaluación, impidiendo por tanto que los mercados transmitan la información más adecuada para dirigir los procesos de inversión. Y la razón de ello es que estos mercados se comportan como "esos concursos de los periódicos en que los competidores son invitados a seleccionar las seis caras más bonitas de entre un centenar de fotografías., otorgándosele el premio al competidor cuya elección se aproxime más al promedio de las preferencias del conjunto de los participantes. De manera que cada competidor debe elegir, no las caras que a él le parezcan más bonitas, sino las que cree que más probablemente merecerán el favor de los demás competidores, todos los cuales consideran el problema desde este mismo punto de vista" (John M.Keynes). Dicho de otra manera, en los mercados bursátiles los inversores profesionales no se guían a la hora de decidir en sus operaciones de compra venta de títulos por el valor que ellos estiman que tienen las empresas que los han emitido, sino por cómo se comportan sus colegas; o sea que las decisiones de cada uno de ellos no son independientes. cada uno actúa mirando cómo actúan los demás. Si un mercado es alcista, a cada operador, independientemente de la idea que cada uno tenga respecto al valor real de las cotizaciones, le interesa al menos a corto plazo jugar al alza, comprar para luego para vender, ganar algo, y repetir la operación rezando para no ser el "pringado" que ha comprado cuando las cotizaciones empiecen a bajar. Obviamente, esta ausencia de decisiones independientes por parte de los operadores es más problemática conforme el porcentaje de bajistas sea más bajo.
En efecto, desde un punto de vista económico y social, lo importante no es que las cotizaciones suban o bajen sino que sean correctas; pero ocurre que alcanzar o acercarse a ese valor correcto es extremadamente difícil porque el valor de una acción (o de un bono) dependerá de la capacidad de la empresa que la ha emitido de crear productos que los consumidores valoren y estimen en el futuro. Como nadie puede predecir el futuro, resulta patente la dificultad de que los mercados bursátiles alcancen una estimación adecuada del valor de una empresa, de ahí también la extremada volatilidad o susceptibilidad de los mercados bursátiles ante cualquier noticia que afecte al futuro de cualquier empresa cotizada. Y, por supuesto, de ahí también la imperiosa necesidad de que en esos mercados participen muchos y variados operadores, alcistas y también bajistas, con diversidad de opiniones y fuentes de información de forma que los sesgos particulares se anulen entre sí en lugar de reforzarse. Como dice Surowiecki, "si la cotización de una empresa representa el promedio de los juicios de los inversosres, cuanto más diversos sean estos inversores más probabilidades tendrá la cotización de ser ajustada". En suma, que los bajistas, por sí solos, no pueden hacer que bajen las cotizaciones, sino que creen que las cotizaciones bajarán porque los títulos no valen lo que los alcistas creen. La implicación lógica es que los bajistas son un grupo absolutamente necesario para que unos mercados tan volátiles como los financieros no se desmanden en demasía. Por ello, con seguridad hay que lamentar que en estos años no haya habido suficientes bajistas que hayan frenado las locuras alcistas de la mayoría de los intervinientes en estos mercados. Porque han sido los alcistas, al creer y sostener que los títulos derivados de las hipotecas subprime tenían un valor más elevado del que realmente tenían, los que han cebado la bomba que ha explotado en el último año. Sin duda que son ellos, los alcistas, los causantes instrumentales inmediatos del maremagnum que se ha organizado en estos últimos años. Son los alcistas los que han dado el paso que faltaba para convertir al los desregulados mercados financieros y bursátiles norteamericanos no en un casino, sino en un timba tabernaria donde la financiación tipo Ponzi, es decir piramidal, campaba por sus respetos.