Acceder
Si hay algo que me hace desconfiar de la pretensión tan extendida entre los economistas de que la Economía es la "reina de las ciencias sociales" es el modo tan, digamos que, "sencillo", con que aborda el "Problema del Mal"; que es, no nos engañemos, el problema central que ineludiblemente ha de enfrentar cualquier reflexión sobre lo social. Pues si se mira con cierto cuidado no se tarda en descubrir que, debajo de todas las reflexiones de filósofos, economistas, sociológos y psicólogos, uno siempre se tropieza al final con una misma pregunta: la de que por qué es tan frecuente que los hombres se hagan el  Mal entre ellos.  Pues está claro que sólo hay Mal en sociedad: el Mal siempre es el daño que unas personas causan a otras.


Para los economistas, el Mal sólo puede sobrevenir en este mundo cuando algún individuo o grupo de individuos, en persecución de su propio interés, lo hace voluntaria o involuntariamente causando daño a otro u otros sin que medie  la adecuada compensación, directa o indirectamente. Por ejemplo, en las relaciones entre competidores en un mercado, está claro que cada uno no pretende otra cosa que quitarles clientes a sus rivales, causarles  pues un "daño", en este caso de modo plenamente consciente y voluntario. Pero, si respetan las leyes (incluidas las "leyes" del mercado), sólo pueden hacerlo de unas maneras bien definidas, a saber: bajando los precios, produciendo con mayor calidad, ofreciendo más servicios, atrayendo con publicidad a los clientres de los otros. Y, claro está, estas maneras de hacer el mal a los otros no son, por decirlo así, "maneras" desde el punto de vista del Mal con mayúscula. Desde los tiempos de Adam Smith, sabemos que la sociedad entera acaba ganando a resultas de esos "malvados" comportamientos competitivos. Tanto gana la sociedad con ellos, tanto, tanto, que por una curiosa simetría también sabemos que, cuando en un mercado ya los competidores no se hacen "daño" entre ellos  porque se ha producido un proceso de  concentración monopolítico u oligopolístico, y ya o bien sólo hay ya una empresa que no tiene competidores o, si los hay, dejan de hacerse el mal porque llegan a algún tipo de acuerdo, entre ellos para comportarse como caballeros ("gentleman's agreement" se llamaba en los viejos textos de Economía   estos acuerdos de tipo cartel), entonces pues...¡malo! No es el Bien lo que reina en ese mercado, sino el mal económico por definición: la ineficiencia. Dicho de otra manera, la Economía enseña que en los mercados competitivos  (y cuanto más lo sean,  mejor), hay una suerte de Mano Invisible que transmuta los males que se causan los competidores entre ellos en un Bien colectivo, de modo que, al final, o todos ganan o, al menos, todos podrían ganar si se produjese una redistribución de las ganancias obtenidas colectivamente pues sucede que los que ganan, ganan tanto, que podrían compensar a quines pierden y aún seguir ganando. Esto es precisamente lo que pasa en el curso del crecimiento económico.

El Mal en Economía aparece pues cuando no hay compensación por los daños causados, o sea, cuando no hay mercado o este no es lo suficientemente competitivo, cuando la Mano Invisible no puede operar  o lo hace defectuosamente de forma que cuando yendo cada uno a la suya, cada uno se comporta de tal manera que no hay suerte alguna de compensación por los daños que se deben a su comportamiento. Por decirlo en términos de jerga teórica, el Mal es consecuencia de la existencia de externalidades técnicas negativas. Pongamos un ejemplo. Si yo voy a la playa, la encuentro llena  y poniéndome al lado de otros les aturdo poniéndoles por ejemplo a Bunbury (no hace falta para ello que lo haga a un alto volumen: un poco de Bunbury  es ya mucho, demasiado quizás), es indudable que les causo un mal. Les causo un daño, hago el "mal", un mal posiblemente  menor a tenor de los males que corren por ahí, pero un mal a fin de cuentas. Pero, como ya señaló el Premio Nobel R.Coase, esas situaciones en que el mal reina sólo se deben a la indefinición de los derechos de propiedad  o a que no se respetan, por las razones que fuesen. En efecto, si yo tengo derecho a poner a Bunbury como acompañamiento al sonido de las olas, entonces si mis vecinos quieren que no lo haga sólo tienen que comprarme ese derecho. Si, por contra, son ellos los que tienen el derecho a la tranquilidad playera, como suele ser el caso, entonces seré yo el que debería compensarles y pagarles por hacer ruido y molestarles. El mal, pues, si hay negociación es compensado. Claro está, que si no hay derechos de propiedad o si los costes de hacer que se respeten son muy elevados, no hay negociación posible y el conflicto y el mal podrán campar por sus respetos...como así ocurre tantas veces en la realidad. En ella,  como señaló el gran economista Jack Hirsleifer (1), sucede muy frecuentemente que el que se puede  denominar  Principio de Coase, que se puede expresar diciendo que nadie dejará nunca de pasar por alto la oportunidad de cooperar mediante intercambios mutuamente ventajosos, no rija las relaciones humanas, y así no será nada extraño que las dificultades que supone establecer y defender los derechos de propiedad hagan que los individuos sigan a veces otro principio en su comportamiento, al que llamaba el Principio de Maquiavelo, por el que nunca nadie dejaría de pasar por alto la oportunidad de ganar algo para sí mismo explotando a otro, es decir, causándoles un daño, haciendo el Mal. Volviendo al ejemplo de la playa. Cualquiera que lo haya leído habrá pensado que mi elección de Bunbury como fondo musical no era nada inocente sino  intencionada, es decir, que trataba consciente y voluntariamente de causar el mayor daño posible (para así lograr que mis vecinos se alejasen y me permitiesen disfrutar de la playa a mi antojo). Al comportarme así, al tratar de hacer el Mal yo estaría comportandome con arreglo al Principio de Maquiavelo:  hacer daño voluntariamente con un objetivo de benficio personal, y lo podría hacer por la dificultad de manifiesta de conseguir que se respete el derecho a la tranquilidad de los demás, pues a menos que hay un par de guardias por ahí ese derecho es papel mojado. Y esto valdría tanto para individuos como para la colectividades más numerosas y organizadas. A fin de cuentas una guerra entre países no sería, desde esta perspectiva, sino el intento por parte del país agresor de vencer al agredido para aprovecharse de sus recursos. Obsérvese que, igual que para controlar el comportamiento guiado por el Principio de Maquiavelo es necesario que dentro de cada país  haya un Estado eficiente con su policía, sus jueces y sus cárceles que castiguen esos comportamientos y arbitren las adecuadas compensaciones caso de que el Mal se produzca, también a nivel internacional se requeriría de una estructura similar para evitar o reducir la violencia interestatal. No es por ello nada extraño que los economistas tendamos a defender el modelo imperial en la escena internacional, pues es factible argumentar que sin un Imperio difícilmente se puede evitar que algunos  Estados se deslicen por la senda del Principo de Maquiavelo y acaben convirtiéndose en  "rogue states", en  "estados delincuentes" campando por sus respetos en un mundo internacional sin el adecuado sistema de vigilancia y castigo.

Pero, atiéndase a este hecho: una circunstancia común en ambos principios, y es que  tanto para Coase como para Maquiavelo el comportamiento malvado tiene una lógica utilitarista. Alguien, sea individuo, grupo o nación,  hace el Mal a otro porque le es útil el hacerlo, porque haciéndolo busca mejorar su posición, bienestar o riqueza. Dicho de otra manera, para ambos enfoques,el Mal es consecuencia de la persecución del Bien propio en un marco institucional o social en el que los que lo sufren no pueden reclamar una adecuada compensación a quienes lo causan. Y lo que diferencia a Coase de Maquiavelo es que, para este último, hacer el Mal es, además, el adecuado instrumento para conseguir la finalidad que el malvado se propone, en tanto que para Coase el Mal sería no instrumental, una consecuencia no intencionada de la persecución del propio interés en un marco de indefinición efectiva de los derechos de propiedad.


Los economistas, hasta hace bien poco, han dejado al margen el estudio de los comportamientos intencionalmente malvados en persecución del propio interés. No hay una explicación clara, de ello pero yo me apunto a una que adelantó hace muchos años Tibor de Scitovsky, para quien los economistas anglosajones que en el último tercio del siglo XIX modelizaron la teoría económica demostrando cómo la persecución del propio interés, el egoísmo neutral, conducía a la eficiencia económica, eran unos auténticos caballeros, unos gentlemen, para quienes los comportamientos delictivos o, en general, malvados nunca podían ser una opción. Eran, más bien, el resultado de una enfermedad mental o moral. ¿Los economistas posteriores, metidos ya en esa tradición intelectual, de modo "natural" pues, han tendido a olvidarse de esos comportamientos ruines. No es por ello nada extraño que siempre les pillen por sorpresa las guerras y demás acontecimientos violentos. educados en una tradición que sólo contempla la negociación  y el acuerdo mutuamente ventajoso les cuesta trabajo afrontar asuntos como el nacionalismo, el racismo o la violencia. Simplemente, les parecen procedimientos ineficientes que dilapidan recursos escasos. ¿Sorprende entonces que hasta 1973 no haya un análisis económico del comportamiento delictivo en el artículo del Premio Nobel Gay Becker titulado "Crimen y castigo. Un enfoque económico" donde aparece el comportamiento de un ladrón como una opción más a tomar tras un análisis coste-beneficio en que se ponderen las posibilidades de ser pillado y la pena correspondiente?

Afortunadamente, gracias al uso de la Teoría de Juegos y una actitud menos ciega ante los comportamientos canalla, las cosas están cambiando. Y lo que recientemente han encontrado los economistas es que no sólo los delincuentes se comportan haciendo el Mal como medio para obtener un resultado económico, sino que los comportamientos instrumentalmente malvados son más frecuentes de lo que pudiera parecer. Así en estudios de laboratorio de Economía Experimental los economistas se han tropezado con comportamientos extraños para ellos, aunque seguro que nada sorprendentes para el común de los mortales que no van por la vida con la idea de que los individuos se comportan con arreglo a un  modelo de comportamiento según el cual lcada uno va a la suya sólo interesándose por su propio bienesrtar material. Así han hallado que en experimentos en los que se estudiaba  la provisión de bienes públicos, donde la cantidad que un grupo acaba teniendo de un bien colectivo del  que todos los individuos disfrutan por igual depende de las contribuciones que cada uno haga, los sujetos a veces castigan no a quienes se escaquean y no contribuyen al sostenimiento del bien común sino, todo lo contrario, castigan a quienes más contribuyen y se han portado por consiguiente mejor con todo el colectivo. En otros estudios, han hallado que en subastas experimentales donde quienes pujan lo hacen a partir de fondos que reciben aleatoriamente, no es extraño encontrarse que los que menos reciben tratan de subir las pujas (sobrepujar) con el único objetivo de que los que estaba claro que iban a ganar (por haber recibido aleatoriamente una cantidad de fondos más elevada) se vean obligados a desembolsar cantidades mayores. A la inversa, la conciencia de esas sobrepujas lleva a veces a  los qwue podrían ser ganadores por la abundancia de sus recursos a anticiparse a ellas y "devolvérsela" infrapujando a los sobrepujadores,  abandonando la puja para perjudicar a los sobrepujadores que ganan la subasta sin quererlo. En otros experimentos se ha producido el "curioso" hecho de que los participantes en algún juego no sólo están dispuestos a reducir las ganancias  de quienes ganan sino que que están dispuestos a castigar más al ganador si sus ganancias son merecidas que si dependen de la suerte (2). Puestos a buscar una explicación común para todos estos comportamientos antisociales, en las que los agentes sólo persiguen  hacer el Mal pues no ganan nada tangible por su perverso comportamienton, los autores de estos estudios han supuesto la existencia de una cierta preferencia en los seres humanos: una suerte de aversión a la desigualdad, que lleva a hacer el Mal a quienes en cualquier interacción acaban teniendo más. Para algunos economistas, el Homo oeconomicus racional y egoísta (en el sentido de que "pasa" de los demás, no le importa cómo les va) que anida en los cerebros de cada ser humano convive con el Homo reciprocans, que sí que le importa cómo les va a los demás y está dispuesto a cooperar con ellos, pero también con el Homo rivalis u Homo maliciosus, también interesado por cómo les va a los otros, pero dispuesto a hacer el daño aunque nada le vaya en ello excepto una cuestión de posición relativa, de reciprocidad o de justicia.

Pero lo que han puesto de manifiesto estos estudios no sólo es la existencia de una capacidad para hacer daño guiado por esa aversión a la desigualdad, pues, en algunos casos esa aversión es tan fuerte que  llega incluso a que los individuos estén dispuestos a pagar un precio, es decir, a perder renta, porque otros tengan menos renta. Y esto ya empieza a chocar frontalmente con el modelo de comportamiento humano defendido por los economistas porque el hacer el Mal ya dejaría de ser un medio, un instrumento para la consecución de riqueza propia, con lo que la "lógica" económica del Mal empezaría a hacer aguas.

No hay mejor forma de abordar este asunto que mencionar uno de esos raros ensayos deslumbrantes donde se aúnan lo divertido y la reflexión más profunda, La leyes fundamentales de la Estupidez Humana, del historiador económico Carlo Cipolla (3). En él, clasificaba los comportamientos humanos en cutro grandes grupos. Está el comportamiento  inteligente en el que la búsqueda del  propio beneficio beneficiaba también a los demás, está el comportamiento incauto en donde en la persecución del propio interés se beneficiaba a los demás a costa del perjuicio de uno mismo, luego está el comportamiento malvado, aquel en que el propio benficio se consigue a expensas del mal ajeno, y finalmente está el comportamiento estúpido, el de aquellos que en su comportamiento causan el mal a otros perjudicándose ellos mismos. Y esto último entendido literalmente, es decir, no como que, como resultado posterior o impredecible del daño causado, su autor resulte al final perjudicado ya sea por la justicia, la divinidad o el azar, que bien mirados son la misma cosa; sino en el sentido más fuerte, es decir, que el estúpido sería aquél que persigue el mal ajeno aún a sabiendas de que al así comportarse él mismo acaba en una peor situación económica. Y tal cosa choca radicalmente con la perspectiva económica. Para un economista, los individuos podrán ser buenos o malos moralmente, podrán incluso elegir comportarse de una u otra manera en función de sus propios intereses, pero lo que no pueden ser es ser tontos. La Economía parte del supuesto de que el comportamiento de los agentes económicos es racional a la hora de usar los recursos siempre escasos, y, claro está, desperdiciar recursos sólo en aras de una supuesta aversión  a la desigualdad no parece un comportamiento muy eficiente, sino irracional y por lo tanto absurdo, inviable o insostenible, por lo que no debería obsrervarse en la realidad de cada día.  Cipolla, sin embargo, consideraba que en todo grupo social -incluso en el exquisito formado por los  premios nobel- siempre habría un subgrupo de estúpidos económicos.

Pero no acaban aquí los problemas que plantea el Mal para la Economía. Hay más. Se han hecho una serie de estudios experimentales en que no ha lugar a la presencia justificadora  de motivaciones relacionadas con la reciprocidad, la justicia, o la desigualdad, y en los que sin embargo se dan esos comportamientos malvados o estúpidos, si seguímos la clasificación de Cipolla. Es decir, en una serie de experimentos, se ha comprobado que los individuos se hacen daño a sí mismos y a los demás no como medio para conseguir nada, no como instrumento para conseguir algo. Abbink y Sadrieh (4) han encontrado que los individuos están dispuestos a pagar porque otros tengan menos renta sin que medie desigualdad, ni envidia, ni para castigar la maldad ajena ...simplemente porque sí, porque parece que experimentan (¿experimentamos?) un placer siendo malos, haciendo el mal a otros.... y están dispuestos a pagar por ello.

El Mal auténticamente  gratuito, el mal porque sí, el mal que no rinde nada a quien lo hace, sino todo lo contrario, es un mal antieconómico, irracional. Un mal para el que la Economía no sólo no encuentra explicación sino que todo su andamiaje conceptual le lleva a dudar de su existencia. Pero haberlo , como las meigas gallegas, haylo. Y así  la gente sufre (y causa), sufrímos (y causamos),  de violencia aleatoria por parte de completos desconocidos, hay hackers que difunden virus informáticos sólo para hacer daño, no hay fin de semana que la propiedad común no sufra ataques vandálicos en todas las ciudades del mundo, y quién no se ha encontrado un día a su coche rayado sin ninguna razón. Y también, no hay medio de comunicación que no se dedique a difundir calumnias sobre otros (depreciando así su "capital" moral), ganando asi audiencia (siendo malvados en el sentido de Cipolla) que se convierte en maliganmente estúpida cuando los escucha y extiende pues no gana nada en ello y, más bien, pierde su tiempo e integridad. Y esto sin hablar de fenómenos como los repetidos genocidios que la Historia nos enseña, los nacionalismos identitarios que destrozan la convivialidad de la que todos se benefician. Sí, es difícil no aceptar que hay un gusto por hacer el mal, que todos en mayor o menor grado tenemos "un lado oscuro", un lado perverso.

Y todo esto choca con la aproximación económica al Mal. Como ya se dijo al principio, sólo puede darse el  Mal entre hombres  en sociedad, pero esta obviedad fue convertida por Jean Jacques Rousseau en una tesis de fuertes efectos, cual es la de que es la sociedad civilizada la que hace que los hombres se hagan el Mal entre ellos. Fuera de la civilización, los hombres serían naturalmente buenos (unos "buenos salvajes"). Es la civilización la que los malea, la que los corrompe.  La Economía (y las llamadas "ciencias sociales" en general), hija intelectual de la Ilustración ha amparado en buena medida esta  hipótesis rousseauniana, de modo que para luchar contra el Mal en el Mundo y ya que es la sociedad la que lo genera,el camino pasa ineludiblemente por reformar la sociedad. Por ejemplo haciéndola más justa, más educada, más igualitaria. ëse es el objetivo último del Estado del Bienestar: traer el bienestar, la felicidad a este mundo, para  lo que no cabe otra alternativa que entrometerse en sus mecanismos luchando contra las causas del Mal: la desigualdad, la incultura, el hambre. Es, en suma, esa tesis rousseauniana la que que subyace o ha justificado tantas y tantas reformas sociales que en el mundo se han dado. Pero lo que estos estudios nos están mostrando muestran es que la hipótesis de Rousseau, si bien es posible que no esté hundida totalmente, sí que  hace agua. Pues, a lo que parece,  los individuos pueden ser malos porque sí, de modo que echar todas las culpas a la sociedad es absurdo al igual que son quizás aen alguna medida ineficientes los recursos dedicados a reformarla. Y esto, obviamente, supone un enorme reto para la Economía y demás ciencia sociales, pues, como se ha señalado, su "no declarado" punto de partida es que el Mal social tiene su causa en que la sociedad hace malos a los individuos que la componen. y, entonces, ¿qué hacer políticamente hablando si el "pecado original" está en los propios individuos? La respuesta es obvia: la única estrategia o política eficiente sería una política de castigo, penalizando a los malos que lo son, por así decirlo, "genéticamente". Una política de "derechas" por usar de la terminología de uso común.

Pero, como siempre, quizás las cosas no estén tan claras. Veamos. Leamos algo de los que, parece ser, que han sido los únicos que se han ocupado de es pulsión humana a hacer el mal: los psicoanalistas. Elisabeth
Roudinesco, una psicoanalsita autora de un libro sobre la historia de los perversos, de los malvados o estúpidos, titulado "Nuestro lado oscuro"(5), señala en su primera página que sólo el psicoanálisis acepta este hechos, el hecho de que hay un lado perverso en la mente humana que le lleva a este tipo de comportamientos malignos. Pero cuando lee su libro, resulta algo sorprendente y es que, da la impresión de que la cantidad de actos perversos crece en el curso de la historia, que antes, la "cantidad" de perversos malvados era más pequeña. Existen una serie de nombres de perversos que  todos conocemos: Nerón, Gilles de Rais, el "divino" marqués de Sade,...Pero, es curioso que, conforme aumenta el desarrollo cultural, conforme crece el "nivel de civilización", el Mal deja de tener causantes con nombre y apellidos definidos sino que, por así decirlo, se generaliza. En la galería de los horrores de la Historia, el siglo XX  ocupa un tamaño privilegiado: el nazismo, el stalinismo, los jmeres rojos, las atrocidades de lla guerra entre hutus y tutsis,...son ejemplos del Mal absoluto...pero banalizado (como decía Hanna Arendt). Cualquiera (¿cualquiera?) puede formar parte de una estructura burocrática u organizativa que  cause el Mal sin sentirse más que vagamente mal por formar parte de ella.Y la pregunta que tal reflexión suscita es la de si el desarrollo, o sea, el crecimiento económico, genera, produce o -quizás más correectamente- permite más comportamientos estúpidos o  malvados. ¿Nos hace más malos el crecimiento?

Y quizás (no lo sé con seguridad)  hayamos de respondernos que sí. Que la seguridad y la tranquilidad de una sociedad económicamente desarrollada lleven al aburrimiento. Y el aburrimiento es causante de malignidad. Sigmund Freud, hoy en buena medida injustamente despreciado, lo venía a decir en uno de su más luminosos a la vez que pesimistas ensayos (que, por cierto, debería ser de  lectura obligatoria), El malestar de la cultura. En él ya apuntaba a esata enfermedad contemporánea que traía la riqueza. También Keynes temía  al aburrimiento. Cuando se está aburrido y se es suficientemente rico  porque se vive en una sociedad rica, el hecer el Mal a otros aún pagando un módico precio por ello no parece que sea muy grave y permite que todos puedan (podamos) satisfacer en alguna medida ese "instinto" de muerte o de destrucción (Tanatos) que junto con el instinto de creación y vida (Eros) parece anidar en el alma humana.¿Quién sabe? Lo que parece calro es que el sueño de la Ilustración, el sueño de una sociedad pacífica y ordenada que se conseguiría con el crecimiento económico es una ilusión. Un auténtico sueño.          

BIBLIOGRAFÍA
(1) http://www.eumed.net/cursecon/textos/2005/hirshleifer-fuerza.htm.
(2) Algunas referencias que se pueden econtrar fácilmente en Internet: Jan Tilly, "Punishing the Good Guy: Spiteful Behavior and Institutional Choice", Zizzo, D.J.; Oswald, A. (2001), "Are People Willing to Pay to Reduce Others Incomes?", Annales d'Economie et de Statistique, 39-65. Herrmann,B.; Orzen, H. (2008), "The Appereance of Homo Rivalis: Social Preference and The Nature of Rent Seeking", CeDEx Discussion Paper, nº 10, August. Rustichini, D.; Vostroknukov (2007), "Competition with Skill and Luck: Behavioral and fMRi Experiment" Working Paper. University of Minnesota.
(3) El texto se encuentra en el libro  Allegro ma non troppo de 1988.
(4) Abbink, K.; Sadrieh, A. (2009) "The Pleasure of Being Nasty", Economic Letters, 105, 306-8.
(5) Roudinesco, E. (2009) Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos  (Madrid: Anagrama)
2
¿Te ha gustado mi artículo?
Si quieres saber más y estar al día de mis reflexiones, suscríbete a mi blog y sé el primero en recibir las nuevas publicaciones en tu correo electrónico
  1. #2
    Anonimo
    06/12/09 13:51

    Pues, ¡qué quieres que te diga! Gracias.

  2. #1
    Anonimo
    26/11/09 13:45

    Mira que el nivel en Rankia está a la altura de Sergei Bubka, !pues te lo has saltado con creces! De lo mejor que he leído en meses. Enhorabuena. Aún tengo los pelos de punta.