Obviamente, y no hay que pensarlo dos veces, tal apreciación es a la vez indemostrable y falsa: sólo hay que recordar la mayor parte de la producción cinematográfica española de las décadas de los años 50, 60 y 70 del pasado siglo. Ese increíblemente insoportable cine “oficial” apoyado por el poder político de entonces repleto de cantaores y flamencos y flamencas, valientes toreros, curas graciosetes, conquistadores evangelizadores, paletos pueblerinos y criadas analfabetos pero siempre mejores personas que los cultos y leídos ciudadanos, por no hablar del enorme conjunto de películas que se agrupa bajo la etiqueta de “landismo” (a partir del actor Alfredo Landa), cuyo solo objetivo consistía en mostrar cómo los rechonchos españoles en calzoncillos estaban mejor dotados (psicológicamente al menos) para el amor que los extranjeros, cine este último que más adelante dio lugar a una increíble y repulsiva producción nacional de cine “erótico” –el que se llamó en su tiempo “cine S”- conforme la dictadura se fue dulcificando y acabó transformándose pacifica y casi “naturalmente” (como una oruga se convierte en mariposa cuando le llega su momento) en democracia. Pero igualmente cierto es que, a la vez que abundaba semejante bazofia, existía paralelamente un cine respetable y reputado, precisamente ése que se pone como término de comparación con el actual, ése que en opinión de muchos era por término medio muy superior al que se hace ahora.
El problema del de hoy, se nos dice, es que nuestro cine nacional no puede por lo general ser muy bueno pues su estado de salud es malo debido a que sufre de competencias “despiadadas” y “desleales” por todos los frentes. Sufre la desproporcionada competencia de las grandes productoras y estudios norteamericanos y sufre también del parasitismo de los piratas en la red y de los topmantas en las calles. ¿Extrañará, acaso, que en tales circunstancias el cine español padezca siempre de una anemia (en espectadores y recursos) crónica que tan sólo le permite sobrevivir en una suerte de fase preagónica a un paso de su definitiva desaparición engullido por la masa anodina de films made in Hollywood? La implicación ante una situación así parece obvia: si queremos un cine propio, que sea además un buen cine que responda a nuestras peculiares características culturales o sea capaz de expresar o trasmitir miradas frescas y profundas sobre nuestra realidad, no queda otra opción que apoyarlo. Y ya se sabe lo que esto quiere decir: hay que defenderlo de la legal competencia extranjera (mediante cuotas de pantalla en cines y televisiones) y de la ilegal “competencia” interna (persecución policial de los piratas y topmantas), así como apoyar vía subvenciones directas e indirectas todavía mayores a “nuestros” productores y creadores cinematográficos. Que el gobierno actual está decidido a ello parece claro a tenor de quién ha sido elegido para ocupar la plaza de cultura en el nuevo gabinete: doña Ángeles González-Sinde, una directora de cine que, previamente, era la presidenta del lobby o grupo de presión de la industria cinematográfica en la persecución de subvenciones y demás prebendas del sector público que pomposa (y falsamente) se autodefine como Academia de las Artes y de las Ciencias Cinematográficas (¡Dios! ¿Qué diría Platón de semejante uso de la palabra academia? ¿Qué dirían Newton o Einstein de semejante utilización de la palabra ciencia?)
El caso es que los economistas (al menos los no alquilados por "Academias" de ese tenor para que argumenten a favor de sus tesis) no estamos por lo general nada a favor de semejantes pretensiones. Tyler Cowen, un economista de la cultura, ha señalado cómo el proteccionismo de la cinematografía francesa (el espejo en que se mira la cinematografía española que ha imitado fielmente las sucesivas políticas proteccionistas del ministerio de cultura francés) justificado en una supuesta defensa de la diversidad cultural frente a la arrolladora homogeneidad del cine norteamericano ha acabado dañando a la propia industria francesa del cine. Como señala Cowen, “la diversidad cultural real resulta del intercambio de ideas, productos e influencias, no del desarrollo aislado de un único estilo nacional” ya que “contrariamente a la opinión popular, el proteccionismo cultural no promueve la diversidad cultural. Las creaciones protegidas a menudo pierden su vitalidad artística y competitiva. El proteccionismo realmente hace decrecer la capacidad de una industria de competir con éxito en los mercados mundiales”. Los argumentos que apoyan esta tesis son elementales para cualquier economista. Por un lado, el establecimiento de cuotas de exhibición (ya sea en las grandes pantallas o en la televisión) que reserva para la producción nacional una proporción del total de las películas que se estrenen o un porcentaje de las salas o del tiempo de exhibición, favorece obviamente la producción de-prisa-y-corriendo de películas poca calidad para cumplir con la cuota.
Obviamente no es esta la única posición respecto a esta cuestión, y así puede citarse un trabajo de P.François y T.van Ypersele que distinguen entre dos tipos de películas (y “creaciones o bienes culturales” en general): aquellas que por su contenido y su “estética” pueden llegar fácilmente a todos los mercados mundiales y aquellas que por aludir o reflejar realidades locales usan un lenguaje fílmico cuyas palabras y sintaxis dificultan su comprensión por espectadores de otros países, lo cual significa que su acceso a los mercados internacionales es muy difícil. François y Ypersele señalan que, en esas circunstancias, las restricciones al comercio de bienes culturales en general pueden tener efectos positivos sobre el bienestar si (a) los productos culturales se producen con tecnologías que presentan rendimientos crecientes a escala (lo cual es obviamente cierto para la producción cinematográfica: los costes de producción y exhibición de una película son fundamentalmente costes fijos de modo que cuantos más espectadores tenga una película menores son sus costes unitarios), y (b) hay algunos bienes culturales para los que hay una amplia variación en las valoraciones de los mismos por parte de los consumidores de modo que para unos bienes las valoraciones son relativamente homogéneas (por ejemplo, las películas de Hollywood que gozan de aceptación universal y de una valoración relativamente similar por todos los públicos de cualquier país), en tanto que hay otros, producciones idiosincrásicas de carácter nacional o local, cuya valoración es mucho más variable incluso –y esto es lo importante- en el propio país de origen: hay individuos que los valoran mucho y otros que los valoran menos e incluso mucho menos (esto también se da en los mercados cinematográficos: hay espectadores españoles que incluso estarían dispuestos a pagar una prima por ver cine español de características “especiales” pues lo valoran mucho, pero hay otros que prefieren el cine de Hollywood a ese tipo de cine español a casi cualquier precio). Ahora bien, la imposibilidad de hacer una política de discriminación de precios de modo que las producciones de calidad nacionales puedan capturar la alta valoración que de ellas tienen algunos consumidores sin perder a los espectadores que las valoran menos implica que no pueden competir con las producciones de Hollywood, caracterizadas por ofrecer creaciones genéricas sacrificando la sutiliza y el arte por los efectos especiales y la acomodación a la sensibilidad más baja y común. La oferta genérica de Hollywood acaba expulsando de los mercados a las producciones locales que no compitan en los mismos registros ya que las menguantes cuotas de mercado de esas producciones locales de “calidad” impiden que obtengan suficientes ingresos como para cubrir los costes fijos de producción. En estas circunstancias, la restricción al comercio internacional de películas supone una mejora del bienestar general tanto en el resto de los países como en los EE.UU., debido en este último caso a que la restricción al acceso a los mercados nacionales de otros países incentiva la producción de calidad norteamericana, satisfaciendo así en mayor medida a los consumidores norteamericanos de cine de calidad.
Frente a la extrema posición liberalizadora de Tyler Cowen no debiera resultar demasiado difícil aceptar este tipo de argumentación a favor de cierta protección de la industria cinematográfica nacional en caso de que haya esa heterogeneidad de preferencias, si bien -y como siempre pasa- el problema es determinar cuánta protección pues, si es “demasiada”, el efecto previsto por Cowen de un incremento en la producción nacional de bazofia fílmica para satisfacer las cuotas de exhibición protegidas para la producción doméstica se producirá inevitablemente.
Ahora bien, adicionalmente a esa política proteccionista, ha sido lo normal acompañarla por otras políticas de estímulo a la industria cinematográfica nacional en forma de subvenciones directas e indirectas (créditos “blandos” a los productores cinematográficos nacionales) con lo que posiblemente, y frente a los que sostienen los de la "Academia", se haya producido una sobreprotección del cine nacional en el caso español. En efecto, dada la imposibilidad de distinguir “ex ante” la calidad de una producción cinematográfica doméstica, el efecto de las subvenciones es enteramente previsible. No será nada extraño sino de lo más normal que las subvenciones a la producción de películas independientemente de sus contenidos o “calidad” siempre que sean “nacionales” se traduzcan en “creaciones” de similar altura artística y complejidad intelectual que las que exhiben las denostadas producciones norteamericanas contra las que tales políticas proteccionistas y de estímulo de la producción propia se dirigen. Dicho de otra manera, la combinación de proteccionismo + ayudas no parece haberse traducido en nuestro país en una industria cinematográfica vibrante y de calidad. Y es aquí donde surge el tema de la marihuana.
Leyendo estos días un muy interesante libro, La Botánica del Deseo en que su autor, Michael Pollan, cuenta de manera extraordinariamente seductora la coevolución de los humanos deseos de dulzura, belleza, trascendencia y control con los cambios en algunas plantas que ayudan a satisfacerlos (la manzana, el tulipán, la marihuana y la patata, respectivamente), me he tropezado con la muy curiosa historia de la marihuana en los EE.UU. De modo breve puede decirse que esa historia tiene un antes y un después de que en la década de los años 70 del siglo pasado la FDA norteamericana bajo los gobiernos conservadores de Ronald Reagan lanzase una desaforada y desproporcionada guerra contra el cultivo y el consumo de marihuana en EE.UU. dentro del marco más general de la guerra contra las drogas. Hasta entonces, la mayoría de marihuana consumida en EE.UU. provenía de México pues la marihuana de producción estadounidense era de bastante “mala” calidad (medida por su contenido en THC, el principio molecular psicoactivo del cannabis). Pero tras el desencadenamiento de la guerra contra las drogas, las entradas de marihuana fueron perseguidas en mucha mayor medida de lo que lo habían sido antes y las que entraban eran de dudosa calidad a tenor de las fumigaciones con el herbicida Paraquat realizadas por el gobierno mejicano a instancias del estadounidense. Dicho de otra manera, desde un punto de vista económico, la guerra contra las drogas en la medida que desincentivó las importaciones de maría podía en principio ser vista como un ejemplo de política proteccionista de la producción nacional con los consiguientes y previsibles efectos sobre la producción y la calidad de la producción de marihuana norteamericana. Se podría haber esperado, así, que como consecuencia de tal política proteccionista, la producción norteamericana de marihuana de baja calidad creciese enormemente para abastecer toda la demanda.
Pero tal cosa no ocurrió. No se asistió al deterioro de la calidad de la marihuana producida en EE.UU. sino todo lo contrario, y la razón de ello fue que su "industria" nacional de marihuana no fue ayudada por el Estado sino perseguida. En efecto, Pollan muestra (aunque como no es economista, no lo expresa ni razona en estos términos) que la persecución policial de la producción nacional de marihuana llevó a sus productores en su busca de la mejor estrategia para maximizar beneficios, a invertir en calidad más que en cantidad, dado que se vieron obligados a abandonar los visibles cultivos (que usaban extensivamente del factor de producción espacio) en el exterior, a cielo abierto, por la más discreta producción en interiores (intensiva en fertilizantes y energía eléctrica). La existencia de un factor de producción limitativo (el espacio de cultivo se veía ahora reducido ahora a unos pocos metros cuadrados en una habitación para cada productor) así como el riesgo creciente que suponían tanto los mayores recursos policiales dedicados a la persecución de los cultivos así como las penas judiciales más elevadas caso de ser descubiertos, llevó a los cultivadores a buscar variedades de marihuana que satisficiesen a la vez esas dos nuevas restricciones. La estrategia obvia era cultivar variedades que, por un lado, tuviesen un elevado valor añadido por planta (lo que se traducía en variedades con mayores niveles de THC) que rentabilizase las inversiones más elevadas en equipo capital que ahora tenían que afrontar así como los posibles más elevados costes penales, y, por otro, que se pudiesen cultivar intensivamente en espacios cerrados. En esa búsqueda los productores norteamericanos mezclaron sucesivamente las variedades sativa (colocón más suave y placentero) e indica (planta de tamaño más pequeño) del cannabis y acabaron dando con una variedad genética que es calificada como excelente por los consumidores. “Hoy en día existe la opinión generalizada de que los genes del cannabis americano son los mejores del mundo”, concluye Pollan. Y todo gracias a la guerra contra las drogas.
Dicho de otra manera, en términos de calidad la combinación de proteccionismo + persecución se reveló como una mezcla de políticas (un “policy-mix”, como gusta decir a los pedantes) fuertemente incentivadora de la producción de marihuana de elevada calidad.
Y, ahora, ¿es extrapolable esta conclusión al caso de la industria cinematográfica nacional? ¿Debería no sólo dificultarse la importación de películas extranjeras sino también “perseguirse” la producción nacional de cine? Parecería un poco exagerado ¿no? Veamos. En el fondo, lo primero es cuestionarse si es sensato equiparar la marihuana con una película. Por un lado, puede cuestionarse de raíz esta analogía pues ¿acaso no es el cine algo muy disímil cualitativamente de la marihuana? Sí, claro: es obvio que no es lo mismo ir a ver una película que fumarse un porro de maría; pero por otro lado, el cine, a fin de cuentas es también una “droga” suave pues con ella se pretende igualmente alterar, de modo no radical pero sí real, el estado de consciencia de los espectadores (haciéndoles que se olviden de sus preocupaciones cotidianas, o que sueñen despiertos, o que sean conscientes de otras realidades y situaciones inadvertidas). Y al igual que hay buena y mala “maría”, y "colocones" de buen y de mal "rollo", hay también buen y mal cine. Y de este último parece haber en abundancia, abundancia que la política de protección+ ayuda parece estimular. Por otro lado, el buen cine que se hacía bajo el franquismo, puede ser interpretado en esta clave, como un ejemplo de cómo la industria cinematográfica nacional pudo, defendida de la competencia exterior, pero de algún modo "perseguida" o al menos no apoyada oficialmente, dedicarse a reflexionar de modo crítico y veraz sobre la realidad interior en creaciones cuya calidad parece incuestionable, fuera del paraguas de la protección oficial. Ello les exigió a los "creadores" y productores que optaron por esa vía independiente a esforzarse por sobrevivir en un entorno hostil buscando los temas y formas de expresarlos que atrajesen al público a las salas a ver lo que el cine protegido oficialmente no podía ni quería mostrar. Obviamente, de esto no se ha de concluir que debiera sustituirse así sin más la política cultural hoy vigente conformada por el tándem protección + ayuda por otro compuesto de protección+ persecución. Sería, a todas luces, excesivo (aunque a la vista de ciertos bodrios creados por la cinematografía nacional con ayudas públicas uno dudaría de tan timorata conclusión). Pero sí que cabe plantearse si la eliminación por entero del segundo sumando (el de las ayudas) dejando el primero no conformaría un marco más que adecuado para fomentar una producción nacional de buen cine.
BIBLIOGRAFIA
Cowen, Tyler: “French Kiss-Off. How protectionism has hurt French Films”, http\\www.reason.com
Caplan, Bryan, Cowen, Tyler (2004). “Do We Underestimate the Benefits of Cultural Competition?” American Economic Review. Papers and proceedings.vol 94, nº2.
François,P., Ypersele, T.van (2002) “On the protection of cultural goods”. Journal of International Economics, 56, 359-69.
Pollan, Michael (2008). La botánica del deseo. El mundo visto a través de las plantas. San Sebastián.