En la conocida película La tormenta perfecta, hay un momento en que poco antes de la monstruosa ola final que va a acabar con la vida de los tripulantes del barco de pesca que comanda el actor George Clooney, hay una tregua en medio de la trepidante acción, una situación de tensa calma antes de que se desate la tempestad definitiva, que el guionista y el director aprovechan para permitir que los personajes reflexionen sobre su vida y sus valores ante lo que trágicamente se les viene encima, pues está claro que nada pueden hacer, ya que ésa es la esencia de una tragedia: el ser inexorable. Pues bien, algo semejante me da la impresión que está ocurriendo estos días respecto a la economía española.
El barco de la economía española, bastante maltrecho ya tras los embates de la crisis de los dos últimos años, se diría que está en estos tiempos “disfrutando” de un breve periodo de tregua relativa antes de su definitivo hundimiento, antes del hundimiento –entiéndaseme bien- del modelo que ha seguido en las últimas décadas. Cierto, hoy mismo, todavía, la gente irá a sus trabajos y luego de compras y al cine, los parados y pensionistas cobrarán sus prestaciones, los trabajadores sus salarios, e incluso algunas empresas sacarán a la luz sus cuentas de resultados quizás positivos. Pero nada de esa cotidianidad importa, en un ominoso y cercano mañana que los que saben ya ven con nítida precisión, el final se acerca inexorablemente. Nada hay que se pueda hacer pues, a lo que se dice por todos lados, no es esta una tormenta pasajera, una más de las que le han sucedido a la economía española, sino que estamos ante una crisis perfecta.
Veamos la secuencia de los hechos que estos que saben, los oráculos de Davos, ya anticiparon en enero pasado con una seguridad que ya les hubiera gustado tener a los antiguos oráculos de Delfos, pues, a diferencia de sus colegas de la Grecia clásica, sus los hechos que predicen se basan en la “ciencia”. Aunque, bien mirado, es necesario recalcar una vez más el abuso lingüístico en el que caen esos oteadores del futuro: hechos, lo que se dice “hechos”, sólo pueden serlo los acontecimientos que ya han sido, aquellos que acontecieron por tanto en el pasado. Los hechos de estos modernos visionarios no son “hechos” pues no se puede llamar hecho a lo que se espera que suceda en el futuro.
Pero sigamos. El caso es que para salir de una crisis de demanda como lo es la actual se sabía que había una salida, una manera de hacer las cosas, una política que podría sacar a una economía de esas aguas tan turbulentas. Se trataba de la política keynesiana. Cierto que no es la única política posible, cierto además que de nada sirve si una crisis se debe a un shock negativo de oferta, pero en una situación como la presente existía una cierto consenso en que el enfoque keynesiano era el más adecuado[i]. Veamos, en pocas palabras, cómo operaría. Para salir de una crisis es necesario, obviamente, que aumente el consumo y la inversión privados pues no otra cosa es una situación de bonanza económica que el hecho de que el consumo y al inversión crecen, y obsérvese que aquí no importa que fuera lo que desencadenara la crisis, no importa que fuera el estallido de una burbuja inmobiliaria o financiera o ambas dos. Ahora bien, para evitar que las cosas vayan a peor tras el desencadenamiento de una crisis, en un primer momento de duración indeterminada, es necesario que el gasto público crezca para compensar la atonía de la demanda privada, es decir, para facilitar las condiciones para que sea el sector privado quien pueda por sí solo salir adelante. Un crecimiento equilibrado del gasto público y los impuestos (o sea sin que aumentara el déficit público) tendría un efecto expansivo, como nos enseña el multiplicador del presupuesto equilibrado ya que la disminución en la demanda privada que se sigue de la subida de impuestos es menor que el aumento den la demanda que se deriva del aumento en el gasto público. Pero está claro que el efecto expansivo será mayor si el sector público sigue una política de expansión del gasto desequilibradamente, es decir, si el Estado hace su tarea mediante un aumento del déficit público. Obsérvese, y es digno de ser tenido en cuenta, que con la política keynesiana todos los agentes económicos pueden ganar. En efecto, y consistentemente con lo que es una crisis de demanda, o sea, una situación de desempleo involuntario de trabajo y capital; o sea, una mala asignación de recursos; la política keynesiana permite una salida en que todos ganan pues la eficiencia adicional conseguida con la mejor asignación de recursos que resulta del pleno empleo puede distribuirse, al menos teóricamente, de modo que nadie pierda) y todos ganen: ganan los desempleados pues encuentran trabajo, ganan o pueden ganar los empleados pues sus salarios pueden crecer con el incremento en la demanda, ganan los capitalistas propietarios de las empresas pues aumentan sus beneficios en la medida que aumenta el uso de su capital instalado, ganan los inversores financieros que le prestan al Estado.
(Cierto que hay algunos economistas académicos (es decir, con poco peso en la toma de decisiones políticas) que todavía creen en que en el mundo real se cumple la llamada hipótesis de la equivalencia ricardiana, por la que ha de entenderse que el Estado no conseguirá expandir la demanda agregada de una economía en la medida que el sector privado anticipa que el déficit público de hoy habrá de ser pagado en el futuro mediante subidas en el futuro de impuestos, de modo que, para hacer frente a esas subidas impositivas previstas para el futuro, el sector privado aparta dinero hoy, o sea, deja de demandar hoy de bienes y servicios, compensando de este modo el efecto expansivo del incremento del déficit público. Obsérvese que, aún en el más que improbable caso de que tal concatenación de acontecimientos se diese, hay que contar que ese efecto contractivo (efecto pobreza) consecuencia de la previsión de que en el futuro seremos más pobres pues pagaremos más impuestos ha de ser contrapuesto al efecto expansivo (efecto riqueza) de quienes han prestado al Estado y se sienten más ricos. Es decir que, frente a la disminución poco verosímil en la demanda de hoy de quienes prevén han de pagar impuestos en el futuro habría que contraponer el incremento en la demanda que hoy hacen quienes se saben más ricos por haber invertido en deuda pública).
Resulta obvio que esta política keynesiana es la que se ha seguido en Estados Unidos y en el resto de las economías que se han visto afectadas por la reciente crisis económica, con aparentemente buenos resultados hasta la fecha en la medida que al menos parece haberse contenido los efectos destructores de la recesión. Sin embargo, esa misma política no está teniendo, o mejor dicho, se prevé que no tenga esos mismos efectos en una serie de países como es el caso de España. Y ello se debe a que, para que funcione esta política, ha de ocurrir un hecho importante, y es que el Estado pueda financiar su déficit con cierta facilidad. Es decir, que pueda colocar sus emisiones de deuda sin un coste excesivo. Obviamente, si los mercados financieros “dudan” de la capacidad del Estado para devolverles lo que les presta, no “estarán” dispuestos a comprar su deuda o lo harán a precios muy bajos, o lo que es lo mismo, exigirán tipos de interés más elevados como remuneración para aceptarla. Pero conforme esos tipos suban ello significa que también suben los tipos de interés que se establecen para los créditos para el resto de los agentes económicos, lo cual desanima aún más la inversión y el consumo privados lo cual sume a la economía en una recesión más profunda, a la vez que aumenta las necesidades futuras de financiación del Estado, lo cual le obliga a solicitar más prestamos, aumentando el peso de la deuda pública, y con ello la desconfianza de los mercados financieros respecto a la capacidad del Estado de cumplir las obligaciones en que ha incurrido.
Se está, entonces, ante una crisis perfecta. Pues la única forma posible de que el Estado recupere la confianza de los mercados es hacer una política contractiva. Disminuir su déficit, reduciendo gasto, pero ello deprime la demanda agregada, y hunde aún más la economía en una recesión. Las dudas de que el Estado pueda cumplir sus obligaciones ya contraídas, puede entonces incluso crecer, pues la base fiscal se contrae, de modo que la disminución en el gasto público no garantiza una caída en los tipos de interés. Es, repito, la crisis perfecta. Se haga lo que se haga no hay forma keynesiana de salir de la recesión. Es lo que los que saben ven como un hecho para la economía española.
Pero, realmente, ¿qué saben los que saben? Para toda una gran corriente –la hasta hace poco mayoritaria- de los economistas académicos, los que saben saben mucho, no individual o aisladamente sino agregadamente. Es un ejemplo de esos que se ha llamado “la sabiduría de la multitud” que, en manos de los economistas, alcanzó su máximo refinamiento bajo la forma de una construcción teórica: la “hipótesis de los mercados (financieros) eficientes” hoy, por decirlo suavemente, bastante desacreditada salvo entre los economistas académicos que se han dedicado a elaboraciones escolásticas sin fin basándose en ella y han construido sus carreras académicas gracias a ella, por lo que ¡claro está! es natural que a ella se aferren con todas sus fuerzas intelectuales y emocionales pues nadie –ni siquiera un “científico”- aceptará nunca de buen grado el reconocimiento de haber desperdiciado toda una vida elaborando un auténtico disparate. Esta hipótesis de los mercados eficientes está, por otra parte, ampliamente difundida, y la utilizan aún sin saberlo todos aquellos que usan de esas repetidas expresiones periodísticas que personalizan de modo casi divino a los mercados financieros. Sí, es la hipótesis que subyace a esas afirmaciones de los telediarios y los tertulianos de tanto debate en términos de que los "mercados" dudan, castigan, aprueban, penalizan, apoyan, etc., etc., a una economía o a una política del gobierno, y si lo hacen es porque saben más que ellos, porque la multitud siempre sabe más. Y como los "mercados" saben más, de ahí se sigue en un claro acto reflejo infantil, que tienen adicionalmente la capacidad y hasta el derecho de castigar o aprobar. Conseguir la aprobación de los mercados es el equivalente adulto de conseguir la aprobación de los padres que los niños han de perseguir so pena de ser "naturalmente" ("eficientemente" dirían estos economistas) castigados. La hipótesis de los mercados eficientes avala pues este comportamiento infantil pues por hipótesis mantienen que los mercados saben más.
Pero, ¿qué hay de cierto en todo esto? Muy poco, ciertamente. ¿No fueron esos mismos mercados financieros los que se han dejado llevar por sucesivas olas de locura generando con cansina repetición burbujas cada 7 o diez años? ¿No han sido ellos quienes han si no han generado la presente crisis han financiado alegremente comportamientos económicos como los de las llamadas hipotecas tóxicas que al final eran absurdos e ineficientes?¿Dónde estaba entonces su sabiduría? Hoy, por contra, sabemos que los mercados financieros distan de ser sabios. Por un lado, los agentes que en ellos participan distan de ser esos sujetos tan eficientes, ambiciosos, autónomos y despiadados que la literatura y el cine nos han dado a entender (a veces me pregunto hasta qué punto la visión que de los financieros se tiene en novelas como La hoguera de las vanidades o El poker del mentiroso no habrá influido en esos economistas académicos encerrados en sus ecuaciones abstrusas y en sus luchas competitivas por alcanzar un puestecito en la Academia, tan alejados pues del mundo real). Si algo caracteriza a los agentes que participan en los mercados financieros es su comportamiento gregario. No, no son orgullosos individualistas aislados que se mueven por sus propias y autónomas razones. Son como ya dijera Keynes en los años treinta, imitadores, seguidores, siempre oteando a la búsqueda de lo que más se lleve, para seguir la corriente, tratando, eso sí, de ponerse en cabeza. Tal comportamiento en rebaño ("herd-behaviour"), por otro lado, como señaló el gran matemático francés Henri Poincaré a principios del siglo XX, invalida buena parte de la teorización que hay debajo de los algoritmos que se utilizan en esos mercados a la hora de tomar decisiones. Sencillamente sucede que las valoraciones que hacen los agentes de los distintos activos y títulos que en ellos se intercambian no son independientes las unas de las otras, de forma que no se puede justificar matemáticamente la toma de decisiones realizada a partir del supuesto de que las valoraciones de los distintos agentes son independientes y están distribuidas con arreglo a una distribución estadísticamente normal.
Frente a la hipótesis de los mercados eficientes que supone que lo son porque los agentes que en ellos participan se construyen particular, autónoma y racionalmente sus expectativas acerca del valor de los distintos títulos y sus probabilidades de cambio, de donde la valoración que de los distintos títulos refleja la “sabiduría de la multitud”, cabe acudir a otras explicaciones de cómo se comportan esos mercados, no tan eficientemente. Existen modelizaciones bastante complicadas formalmente del comportamiento de los agentes a partir de la Teoría de Redes que acentúan su carácter gregario, su seguidismo. Pero, para mí, pese a su carácter informal, ninguna supera en atractivo a las descripciones que ofrece Malcolm Gladwell en su conocido y popular libro The Tipping Point, traducido (es un decir) en español como La clave del éxito (Madrid: Espasa, 2001), de cómo en multitud de situaciones sociales un número muy reducido de agentes puede condicionar el comportamiento de la multitud de modo que, no sólo en asuntos relativamente baladíes, como la moda que se va a llevar el próximo invierno, sino en cuestiones de importancia para la vida de sociedades enteras como la calificación de su deuda pública, la opinión de un grupo de los que Gladwell denomina como mavens puede afectar de modo totalmente desproporcionado a la opinión colectiva con consecuencias nada deseables.
En efecto, si los agentes que participan en los mercados financieros deciden agregadamente que España ya no se lleva, ¿Cómo se llega a semejante conclusión? ¿es el resultado colectivo de la agregación de las opiniones personales de cada uno de ellos tras arduas y sesudas investigaciones acerca de las posibilidades económicas de nuestros hijos y nietos o es, más bien, el resultado colectivo de la agregación de las opiniones personales de cada uno de ellos tras oir a los que saben y contagiarse por lo que otros a los que respetan están ya opinando? No puedo sino hacer aquí mención a una nueva visión económica que se refiere a la tarea performativa de la propia Economía: a la capacidad de los propios economistas de conformar la realidad económica. Dicho de otra manera si los economistas que operan o influyen en las operaciones de los mercados financieros piensan que España ya no se lleva, realmente deja de llevarse. Es, como bien se ve, un proceso algo semejante a la moda. Incluso el parecido se da en los aspectos más externos. Como es de sobra conocido, en el resort alpino de Davos se reúnen en el mes de Enero los “modistos” económicos más importantes, y allí a lo que parece deciden qué se va a llevar en la siguiente temporada económica...y parece que tras unos años en que sí, ahora toca que España no se lleve.
Y ¿quiénes son esos grandes modistos económicos? Pues unos cuantos, no demasiados. Son los que marcan tendencias y se pueden contar con los dedos de una mano (y sobra uno): Olivier Blanchard, Kenneth Rogoff, Nuriel Rubini y Paul Krugman. Todos ellos comparten el mismo diagnóstico acerca de la situación española…y al así proceder, están haciendo que así sea. Es decir, están construyendo la realidad, están generando la crisis perfecta.
Y ¿cuál es ese diagnóstico común? Pues algo tan simple y elemental, como que los excesos se pagan. Es esta un juicio sin duda cierto en Biología es decir, válido para nuestros propios y personales y mortales cuerpos, pero falso por lo general en Economía (véase la siguiente entrada Notas sobre la situación económica española (II). La hipótesis de la resaca). En cualquier caso, ese diagnóstico imposibilita como ya se está viendo la mera posibilidad de una salida keynesiana, pues se trata en primer lugar de volver a recobrar la confianza de los mercados, o sea, la confianza de los mavens que condicionan el comportamiento agregado de los agentes.
Hay, ¡cómo no!, una salida. Una salida no keynesiana. Una salida en que, por definición, alguien ha de perder. Para mantener a flote el barco de la economía española, habría una salida costosa, pero salida a fin de cuentas. Junto con la disminución radical del gasto público para recuperar la confianza en los mercados financieros, habría que tirar a parte de la tripulación por la borda (o sea, “facilitar” el que los inmigrantes que vinieron a trabajar aquí cojan sus bártulos y se vayan, cuanto antes mejor), y hacer que los que se queden adelgacen (o sea, bajando los salarios). Se piensa que con un menor lastre humano y salarial, los mercados financieros (vía unos tipos de interés más bajos) y de bienes y servicios exteriores (vía el aumento en las exportaciones a otros países) podrán remolcarla. Podría pensarse que la disminución salarial y del número de trabajadores sería una rémora en cuanto disminuiría la demanda de bienes y servicios a partir de las rentas salariales, pero se confía en que esa caída en la demanda de las empresas se compense por el sector exterior y por el aumento en la demanda de inversión que harían las empresas gracias a los mayores beneficios que conseguirían con la disminución de los costes salariales.
[i] El acuerdo no es absoluto pues al menos para una escuela de economistas, los economistas austriacos, la crisis no es de demanda sino de desproporcionalidad causada por la hipertrofía de un sector (el inmobiliario) causada por la política permisiva de los bancos centrales como forma de salir de la crisis provocada por el estallido de la burbuja anterior (la de las empresas .com). Para los economistas austriacos no es que nada se pueda hacer desde el lado de la demanda, es que nada ha de hacerse so pena de volver a cebar la bomba de una burbuja especulativa que conduzca a una crisis aún más severa. Frente a una borrachera económica sólo cabe la humilde y “justa” aceptación de la resaca, cueste lo que cueste (véase a este respecto la siguiente entrada Notas sobre la economía española (II): la hipótesis de la resaca)