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Arturo aprieta un arbolito de Navidad con su mano izquierda: es un saldo en miniatura, acorralado por bombillas rojas y amarillas entre las ramas de polietileno o PVC, y una estrella pegada en la copa. Saca unas llaves del bolsillo de la americana, abre la puerta de seguridad del cuarto tercera y deja atrás la escalera modernista (con su ascensor de mediados del siglo pasado, y sus techos de cenefas y molduras, y sus suelos de mármol y baldosa hidráulica) para entrar en su infierno vacío; y, en breve, vacante.

Habla Lluvia, su mujer:

—¿Encontraste el árbol para los niños?

—Algo así —murmura él, mientras conecta el cable eléctrico del arbolito en un enchufe cercano.

A continuación, deja la ganga, que ya se ilumina con intermitencias, sobre un aparador que se había acostumbrado a convivir con un gran espejo encima y un zapatero al lado. Ya nada: es un recibidor repleto de ausencias.

Ahora estamos a escasa distancia de la nuca de Arturo: él camina hacia la cocina. En su andar, que contextualizan los rodapiés desgastados y las manchas de humedad de las paredes, se advierte una manía algo extrema: va como si una cámara le pisara siempre los talones. En la cocina, Lluvia corta patatas con un cuchillo francés con la poca pericia de quien no ha tenido necesidad de aprender.

—¿Qué te han dicho en el banco?

Él niega con la cabeza. Las ojeras bajo el flequillo y esos hombros que caen hacia delante confiesan la derrota de un luchador cansado de batallar.

—En la oficina no me van a dar ni un duro más. El banco ya ha notificado la expropiación: con los meses de impago, o nos ponemos al día o no hay nada que hacer.

A medida que el agua de la olla empieza a hervir, la cocina —vacía, a excepción de los fogones y una nevera que es mejor no abrir demasiado— se ahoga de vapor, y a Lluvia se le empañan las gafas progresivas; se recoloca el delantal de cocina verde con bichejos serigrafiados y se suelta la melena rubia a lo Kate Winslet para hacerse un moño a toda velocidad; después mira a Arturo con la dureza del azabache.

—He llamado a mi hermano para que me envíe el contacto del asesor.

—Subastero —larga él, y tuerce el gesto.

—Lo que sea.

—Lluvia, no es una solución: te lo he dicho cien veces. 

—¿Y esto sí lo es? ¿Mendigar al banco? ¿Comer patatas y acelgas tres días seguidos?, ¿vender lo poco que nos queda por el Wallapop?

Ella se quita el reloj de pulsera y ensucia la esfera con el pringue de la patata pelada. Los ojos aún más duros, y machaca el Gucci de latón bañado en oro contra la encimera.

—Vete a hablar con ese tipo al Velódromo. Y si no te gusta lo que dice, le mandas al carajo y te vas a vender el reloj, si todavía funciona.

Aparecen dos retacos por el pasillo peleándose por jugar con la Nintendo Switch esa. Son rubitos, pero no tanto como su madre: los ojos verdes, muecas de diablillo, polos de Ralph Lauren que ellos no valoran.

—¡¿Cuánto falta para comer, mama!? —pregunta uno de los canijos.

Arturo agarra la videoconsola de un zarpazo, y, de inmediato, sale por la puerta de la entrada. Deja atrás a dos niños lloriqueando y una pared que retumba; y retumba el enlucido, que ya no luce, porque casi es lo único que puede menearse en ese piso famélico.

 *

Arturo avanza sin prisas sobre las flores grises del Ensanche de Barcelona. Las baldosas se convierten en pasos de cebra que detienen el tráfico hambriento del mediodía. No sabemos qué ha hecho con la Nintendo: ya no la lleva en la mano; quizá se la regaló a un chavalín afortunado o la tiró con rabia contra una papelera; sí pasea el Gucci, que se guarda en el bolsillo interior de la americana, donde espera una cartera de polipiel que seguro que ha visto días mejores.

En la calle, camina como los ricos, zapateando sin prisa y haciéndonos dudar sobre si ese calzado (los Martinelli de piel) es mejor o solo aguanta más porque se maltrata menos. Unos chavales con estética de banda latinoamericana se le cruzan con un smartphone que brama reggaetón, trap, o algo así. Le suena al Childish Gambino aquel del videoclip raro, pero sin estar a la altura. También se cruza con un chaval moreno con barba y perfil de águila imperial que le sonríe, como sabiendo de sus problemas.

—Feliz Navidad, Arturo —le larga el pájaro.

Pero Arturo no sabe quién demonios es ese perla que ya escapa calle arriba.

Llega al Velódromo pronto. En la puerta, frente a la gran cristalera de la entrada, un chorbo fuma abrazado temprano a las farolas y Arturo le da un eurillo; quizá piense: siempre puede ir peor. La entrada está decorada con guirnaldas y luces de colores cutres que no consiguen contagiar el espíritu navideño. Hace tiempo, mascando chicle de nicotina, hasta que unos críos berreando villancicos le hacen escabullirse al interior del local.

En el bar hay suficientes comensales para imaginar todo el menú, pero ¿quién haría algo así? Saluda a mano izquierda, donde el Jefe —bajito, rechoncho, gorro de Santa Claus, y perfil rasurado que recuerda a las zarigüeyas— está cobrando a una pareja de ancianos; Arturo se desliza por los suelos cerámicos de cenefas verdes como en casa, acaricia la barra de caoba oscura que confiesa la ampliación del local y se dispone a subir al segundo piso. No tiene tiempo a poner la mano en la balaustrada negra, solo el pie en la moqueta roja del escalón, y el Jefe le grita:

—¡Señor Romero!, le espera un caballero en aquella mesa —y señala una de las cinco que metieron detrás de la vieja barra del bar.

Qué asco de mesas.

Ya sentados, miramos desde un lateral: Arturo y el subastero están frente a frente, vestidos de traje, con las americanas grises a juego; si no fuera por los excesivos lavados de la primera, que nos chivan que los problemas económicos no han sido un contratiempo breve, podrían ser la misma chaqueta de Emidio Tucci.

Tras las presentaciones, algo ha dicho el tal Rodrigo, el subastero, pero el ruido del bar lo ha silenciado.

Arturo ya parece cabreado, pero no sabemos si con razón.

—Es una cifra ridícula: podría vender el piso por un treinta o un cuarenta por ciento sobre ese valor.

Empieza bien la cosa.

Rodrigo no dice nada ahora, así que ambos se refugian detrás de las cartas del menú, mientras el camarero espera con la impaciencia propia del que tiene demasiadas mesas por servir.

—Vengo en dos minutos con el vino.

—Casi mejor, ¿no? —Rodrigo parece buscar la confirmación del otro comensal.

Arturo asiente, y saca del bolsillo una caja de caramelos de exfumador veterano que ofrece tarde al subastero. El otro declina la oferta.

—Entiendo que quiera hacer negocio con el sufrimiento de mi familia, al fin y al cabo, a eso se dedica usted, pero no puede esperar que me tome su oferta en serio.

—Creo que voy a pedir un bocadillo de tortilla. ¿Compartimos una ensalada de la casa? ¿Le apetece?

Arturo frunce el ceño. Notamos que hay tensión en la mesa, ¿verdad? Pero se rebaja cuando uno llega hasta el semblante de Rodrigo: cuarentón, canoso, de arrugas marcadas en la cara y de facciones delicadas. Si le describiera uno de esos taraos de los animales espirituales, diría que se asemejaba a un zorro, pero solo es la picardía que se ha mudado a su rostro.

Habla Rodrigo:

—Si no nos ponemos de acuerdo, por lo menos disfrutemos de la comida, ¿le parece? Y otra cosa, si no le sabe mal, tuteémonos: hoy día, se hace raro hablar de usted a gente de menos de sesenta años, ¿no te parece?

—Lo veo bien —Arturo hace un ademán al camarero. —También lo de la ensalada: aquí son de categoría. Dos bocadillos de tortilla de patatas con cebolla y ensalada de la casa.

—El mío sin cebolla mejor.

—Ya lo dicen, que hay dos Españas —menciona Arturo.

El camarero anota el pedido en una libreta, y se va. El chaval parece notar la tensión entre estos dos piezas. Vuelve, igual de rígido que se ha ido, con dos copas y una botella de Jerez seco.

—Por los… —El tapón que descorcha el camarero y el carraspeo por las dos o tres gotas de vino en el mantel impoluto (hasta ahora) nos roban de nuevo las cifras que se manejan. Rodrigo interrumpe su parlamento.

—Sé lo que me vas a decir: me ahorro la expropiación, no pierdo la oportunidad de recuperar equis dinero y puedo buscar otra cosa. Pero siempre hemos vivido allí, desde antes de casarnos: es un tema personal.

Rodrigo sonríe.

—Siempre lo es con el lanzamiento de tu casa, ¿sabes? He revisado todo lo que me envió Manu, el hermano de Lluvia: si entra a subasta, es un caramelito.

Llega la ensalada y los bocadillos. Será que la gente, poco a poco, se larga de nuevo a trabajar, porque el bar se vacía y escuchamos mejor la conversación.

—Me propones una compra donde lo tienes todo ganado, ¿qué hago yo? Subrogo la hipoteca y pago la deuda, ¿no? ¿Y luego?

—Bueno, primero tengo que ver la casa, ¿eh?

Arturo resuella.

Comen con calma, los silencios se alargan entre mordisco y mordisco. Al terminar, Rodrigo saca un talonario y arranca un cheque. Lo coloca delante de Arturo, quien mira sin comprender.

—Imagínate que yo no estuviera aquí: tampoco este talón. Tendrías una casa que, en breve, te van a expropiar, un lanzamiento, y muchas piedras en el camino para volver a empezar, ¿cierto? Ahora plantéatelo así: yo compro la casa, porque es una buena inversión. Hasta aquí, todos de acuerdo. Y no soy idiota: ya que invierto, espero sacar una rentabilidad; pero tú consigues solucionar el gran problema que no te deja dormir: me vendes la casa, pagas la deuda y buscas otro sitio en el que vivir. Es un paso atrás, no cabe duda, pero no es más que un contratiempo. Ahora, plantéate qué pasa si yo y este cheque desaparecemos. ¿Cuál es el plan?

El camarero trae dos cafés. 

—Se me han acabado los planes.

Rodrigo arranca otra hoja de la chequera.

—De acuerdo. Entonces, con el primero buscamos la forma de que vivas durante un tiempo sin excesivas preocupaciones: una vivienda.

—¿Y con el otro? —pregunta Arturo.

—Con el otro, pagas mis servicios como asesor, y ya veremos qué otra casa te conseguimos, a ti y a tu familia.

Arturo se levanta de la mesa y entrechoca la mano con el subastero.

—No lo sé, no lo veo justo.

Por el aire llega la dirección de la casa entre suspiros cansados y Rodrigo garabatea un teléfono, y una calle, y un número en la agenda, a la vieja usanza.

—Entiendo que tengas que buscar un culpable, pero, a veces, no hay culpable; a veces, las cosas son como son, y otras, no hay más enemigo que uno mismo, ¿sabes?

Cuando Arturo sale a la calle, no le vemos la cara, pero sonríe; desde fuera, aguanta la puerta de cristal, y se da la vuelta:

—Esto no es algo que suelas hacer, ¿verdad?

—Arturo, vete a casa con tu familia: es Navidad.

 

 

* * *

 

Os habréis dado cuenta enseguida de que este cuento de Navidad no lo he redactado yo. Ya quisiera escribir así. En realidad este relato nace de la colaboración con el escritor Javier Ruiz (Barcelona, 1986), de quien, en estas fechas, podéis descubrir el ensayo De cómo los animales viven y mueren (Diversa Ediciones, 2016) y  el libro De cómo tu perro cambió mi vida: y otros relatos sobre animales, (Diversa Ediciones, 2016). Javier ha participado en varias antologías y, en estos momentos, está terminando el manuscrito de su primera novela mientras sigue escribiendo en su blog, Doblando tentáculos, el cual podéis visitar en el enlace. ¡Felices fiestas!

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  1. en respuesta a Crayola
    -
    #23
    03/01/19 17:04

    En una de esas subastas presenciales donde todo el mundo contaba historietas, me contaron una historia parecida aunque el subastero murió. Me dijeron que tampoco fue una gran pérdida que era mala gente... en fin yo creo que más bien pensaron que uno menos que nos hace competencia.

  2. en respuesta a Jotaerre
    -
    Top 100
    #22
    03/01/19 13:52

    Uff, tela. Historia ya pasada, de al menos 2014

  3. en respuesta a Jotaerre
    -
    #21
    03/01/19 13:46

    Jajaja. El caso es que, cuando vio al tipo borracho en la ventana, y con el fusil apuntando, le dijo a la señora: "mire, yo me voy para casa, que su marido no está bien de la cabeza". Se dieron la vuelta los dos y el subastero llamó a la Guardia Civil, avisando de lo que estaba ocurriendo. Los de la Guardia Civil, que debían conocer bien al bebedor, decidieron esperar al día siguiente para pasar a visitar la nave, esperando que se le hubieran bajado los humos. Y efectivamente, estaba durmiendo la mona en la nave. Lo recogieron y se lo llevaron.


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