Hace unos quince años una modesta pareja de recién jubilados pudo por fin hacerse con una estupenda casita pareada en el serrano pueblo madrileño de Navacerrada. La casa era ideal, con 121 m2 construidos, 123 m2 de jardincito alrededor de la vivienda, garaje, dos baños, tres dormitorios y una situación privilegiada a las afueras del pueblo.
Se trataba de una promoción del ayuntamiento de Navacerrada que las había calificado de protección Oficial de Promoción privada y tenían créditos privilegiados y todas esas cosas que consiguen algunos suertudos. Al menos en el caso de nuestros protagonistas la necesidad era patente y les vino como el comer ese pequeño empujoncito de buena suerte. Como el precio de venta fue tan irrisorio, la hipoteca resultante no ha sido una carga excesiva y ya está próxima la última cuota.
Es fácil imaginar que si es un subastero quien está contando esta historia es porque la misma no acaba bien, mejor dicho, acaba fatal porque el bonito pareado sale mañana 24 de marzo a subasta y los demandados tienen menos posibilidades de solucionar la papeleta que un caramelo a la puerta de un colegio.
¿Qué ha pasado para que una historia que empezó tan bien vaya a acabar tan penosamente? Muy sencillo, hace cuatro años tuvieron la malísima idea de pedirle un préstamo usurario de 76.000 euros a Don Alberto, y éste, claro, no está por la labor de perdonárselo y tras tener la letra hipotecaria dos añitos "criando" al 25% de interés, finalmente la consideró suficientemente madura para ser ejecutada y, tras una año de ejecución (y así se cumplen los tres años de intereses de demora), mañana es el gran día.
Nada que decir respecto a Don Alberto, quien tiene perfecto derecho, como todo hijo de vecino, a buscar la máxima rentabilidad a sus inversiones. Quizá solo se le podría echar en cara que supo desde el principio cómo iba a acabar esta historia y, aún así, siguió adelante. Unos humildes jubilados de pueblo que llegan justos a fin de mes no tienen forma de pagar una letra de esa cantidad a un año al 29% de interés. Es imposible y eso lo sabe todo el mundo.
¿Y cómo pudieron pensar esos ancianos, que ya andan por los setenta años y que no tienen más ingresos que la pensión, que iban a poder devolver esa cantidad? El talón de Aquiles de las madres españolas son sus propios hijos, por los que son capaces de hacer las mayores tonterías y a los que creen a pies juntillas, incluso contra la opinión de sus maridos.
El hijo de esta pareja ya no es ningún niño, anda en la cuarentena, y su deuda era abultada. Ya nadie le daba crédito y se iba a quedar sin vivienda en breve. Los bancos le cerraron sus puertas y cuando visitó a Don Alberto, este le dijo tranquilamente que por su casa no le daba una hipoteca, pero que por la de sus padres lo podrían hablar.
Y eso fue todo. Los dos ancianos firmaron mansamente la letra en el 2006 y un año después no solo no la pagaron sino que no hicieron absolutamente nada, no hablaron con nadie, ni buscaron ninguna salida, ni nada de nada. A pesar de que les corrían unos intereses de demora del 25%, la inteligente familia se sentó tranquilamente a esperar el desarrollo de los acontecimientos. Ni Forrest Gump lo hubiera hecho peor.
Y así les encontré yo ayer, a la anciana y al hijo (el viejo no estaba presente pues dormía en el piso superior agonizando por un cáncer piadoso que le mantiene al margen de todo) clavándome sus mansas y bovinas miradas con sus ojos cristalinos y llorosos. El hijo, además, mientras me relataba la historia, forzaba el gesto de pesadumbre. El muy hijoputa.
Por mi parte, nada que hacer. Jamás asisto a este tipo de subastas, que arrastran tan pesada carga moral. Al hijo me gustaría meterle una buena paliza, pero a ver quién es el guapo que deja en la calle a esa señora de 70 años.