Entiendo el malestar de muchas personas con el movimiento independentista en Cataluña, con los pactos que se lleven a cabo tras las elecciones y con el aparente fortalecimiento de todos los que no están de acuerdo con el actual régimen. Sobre todo, malestar de aquellas personas que viven en las regiones donde se producen y no están de acuerdo con esas reivindicaciones. Mi opinión al respecto, por ser tan libre como la de cualquier otro, es que mientras el independentismo no conforme una mayoría abrumadora, digamos de 2/3 partes, jamás tendrá legitimidad alguna, por mucho que pretenda llevar a cabo movimientos hegemónicos, por otra parte flagrantemente inconstitucionales. Y si algún día tuviera esa mayoría, quiero ser positivo y pensar que quienes en tiempos de globalización en vez de crear puentes construyen muros, en algún momento lo terminarán pagando. Algunas zonas de España quizá se vean beneficiadas de todo ello, de la misma forma que la insensatez del Brexit quizá termine por beneficiar algunas regiones. Y digo regiones únicamente, porque si pensamos en el resultado global todos vamos a perder .
Sin embargo, tanto ruido nos hace olvidarnos de que hay problemas mucho más preocupantes y que nos pueden llevar a un abismo mucho más peligroso si no se empieza ya a tomar las medidas que hace años se deberían haber tomado: hablo del endeudamiento del Estado.
Cuando estalló la crisis en 2007, la deuda de España era del 35,6% del PIB. Hoy, doce años después, nuestro endeudamiento se estima por la Comisión Europea (CE) en el 96,7% del PIB. En 2014, año en que la actividad económica comenzó su recuperación, el endeudamiento llegó al 100,4% del PIB, es decir, apenas va a descender un 3,7% en los cinco años de crecimiento ininterrumpido de la actividad. A este ritmo, necesitaríamos ¡¡ochenta y dos años!! para volver a la cifra de endeudamiento que teníamos en 2007. Hasta que llegue el año 2101, sería muy inocente pensar que no va a volver a haber una crisis, por no decir que serán varias crisis. Además, la llamada hucha de las pensiones, que en 2007 llegó a tener más de 60.000 millones, hoy agoniza. Esto, necesariamente y debido a la crisis demográfica que vivimos, requerirá que el Estado aumente sus gastos, agravando aún más la situación económica que presentan sus cuentas.
El resultado de todo esto cualquiera lo puede pronosticar. Si en 2007, con una situación financiera mucho más favorable, España estuvo al borde del rescate, la próxima crisis casi con toda seguridad nos va a llevar a la bancarrota. Porque cuando la actividad económica cae, los ingresos fiscales se desploman, y el gasto público jamás se reduce al mismo nivel. Prácticamente todos estamos muy de acuerdo en que resulta muy injusto congelar las pensiones o reducir el gasto sanitario, educativo y judicial por culpa de una crisis, por tanto, la reducción de gasto ha de venir por otro tipo de partidas no esenciales. Creo que todo el mundo, mejor o peor, sabrá identificar sin mucho esfuerzo varios de esos gastos no esenciales.
El problema de todo esto es que la anómala situación de los mercados financieros y Bancos Centrales, con los tipos de interés por los suelos cuando no en negativo, tenían el objetivo primordial de reducir los intereses para favorecer la devolución de la elevada deuda con que salieron los Estados de la crisis. Y la realidad es que no se está aprovechando y algún día lo pagaremos con creces.
El ejemplo con la vida real de cualquier persona es muy sencillo: un ciudadano que se endeudó hasta las cejas comprando una vivienda en el pico de la burbuja gracias a los tipos bajos, comienza a pagar una cuota muy asequible que le permitirá destinar más fondos a la cancelación anticipada de su hipoteca. Sin embargo, en vez de destinar su exceso de fondos a amortizarla, decide aprovechar los tipos bajos para renovar su coche a crédito. Total, el banco casi regala el dinero. La realidad es que, en algún momento, los tipos de interés volverán a una cifra razonable, y aquel que no hizo buen uso de tan favorable oportunidad, en vez de deber uno al banco terminará debiendo dos, y a un mayor interés.
Si nadie lo remedia, el ejemplo anterior será lo que le espere en un futuro no tan lejano a España, es decir, a todos nosotros. Pero no estamos solos, también le sucede a Francia, Bélgica o Italia. Por eso, preocuparse por la independencia de Cataluña está bien, pero nos enfrentamos a problemas mucho más graves y de los que nadie habla en la televisión a todas horas ni dirigen la intención de voto de las personas. Y se trata de un problema que nos afecta a todos de forma directa, sin excepción, a diferencia de los independentismos, que, quitando a quienes habitan en las regiones afectadas, para los demás no tienen ninguna incidencia directa en el día a día.