Greenpeace España acaba de publicar su informe anual Destrucción a toda costa, relativa a la pérdida del paisaje del litoral español por la edificación masiva en el mismo de urbanizaciones y grandes complejos hoteleros, así como de campos de golf. Ha contabilizado proyectos que supondrían la construcción de 3.000.000 de nuevas viviendas, 200.000 nuevas plazas hoteleras, más de 300 campos de golf y más de 100 nuevos puertos deportivos, en números redondos. Y dice que se han conocido 90 casos de corrupción urbanística con más de 350 implicados. Y creo que algunas de esas cifras todavía se quedan cortas, porque en Asturias (que es lo que conozco directamente) computa menos de 34.000 viviendas y plazas hoteleras, cuando la suma de los proyectos en curso hace unos meses llegaban, sólo en cuanto a las viviendas, a 90.000 (60.000 si excluyen las de Gijón y Avilés). Es de suponer que si se han quedado tan a la baja en Asturias, haya ocurrido lo mismo en otras comunidades.
Este fenómeno denota que hay cosas van mal en muchos aspectos, y tendrá resultados negativos también en variados sentidos. En primer lugar, es una muestra de que España sigue un modelo económico basado fundamentalmente en la construcción, sector que constituye un porcentaje elevado del PIB nacional ¿un 18%?; es un actividad que exige ocupar mucho suelo (que se va comiendo a la naturaleza, al paisaje, a las actividades agrarias...) con el coste de oportunidad que eso tiene (ese suelo no se puede dedicar a otros usos más productivos ni preservar por su riqueza natural); conlleva también un gran consumo de cemento, ladrillo, cerámica, etc. (canteras que se comen los montes); mucha agua (que restamos de su ciclo natural) y energía (más cambio climático); y muy poca tecnología, muy poco I+D+i, muy poco desarrollo real. Así nos encontramos con las quejas de economistas (creo que en este artículo hay un error de redacción cuando señala entra los puntos fuertes de la economía española que mantenga el mismo modelo económico de los últimos treinta años; y, por mi parte, discuto que la renuncia a la energía nuclear sea un error, sobre eso escribiré seguramente más adelante) y organismos internacionales sobre la baja productividad española y con el peligro de que, con la saturación del mercado y el fin de la burbuja inmobiliaria, la economía deje de crecer ¿riesgo de recesión? Es un modelo económico tercermundista, porque se basa en el agotamiento del suelo y el consumo masivo de agua y energía, que emplea mucha mano de obra sin cualificar y hace poco uso de las nuevas tecnologías. Podría decirse que España es el país con una economía tercermundista más rica. También se ha dicho con cierta ironía que este modelo denota que el modelo familiar que más crece en España es el del piso vacío.
Esta construcción masificada, no sólo en la costa, también en muchos lugares del interior, conlleva una pérdida de valores culturales. La cultura de los pueblos está imbricada en su medio, su entorno, su paisaje. Amamos la tierra en que nacimos, jugamos y crecimos; el paisaje es un elemento fundamental en la configuración del carácter de las gentes del lugar. Siempre queremos volver a ese lugar en que nos fuimos haciendo hombres y mujeres. Pero si lo mercantilizamos, si donde antes teníamos el huerto, el patio de juegos, el bosque en que pasear, el río en que nos bañábamos, pasamos a tener una finca parcelable y edificable, y después una urbanización para veraneantes foráneos (o una barriada-dormitorio) y el río es sólo un canal de suministro de agua, hemos perdido una parte esencial de nuestra memoria, de nuestro ser. Hemos perdido nuestra raíz. Ya no tenemos un sitio del que digamos: ésta es mi tierra. Ya no tenemos paisanos con los que compartir unas tradiciones y cultura, sino vecinos molestos y ruidosos. Ya no somos de ningún sitio. Ya sólo tenemos.
Supone también una perversión de la vida política, de la democracia. Y no me refiero sólo, ni siquiera principalmente, a la corrupción, que es el aspecto más evidente. Un alcalde corrupto no actúa movido por el bien común, sino por el dinero que le han metido en el bolsillo, y no le importa por encima de qué intereses públicos o privados tenga que pasar para lograr su lucro espurio. Con el agravante de que la corrupción se ha banalizado; determinados programas de prensa y televisión presentan los casos de corrupción como unas extravagancias más de esos personajillos pseudopopulares que no tuvieran ninguna relevancia para la convivencia ni la vida pública; sin más transcendencia que la que pudieran tener sus supuestos amoríos o enfrentamientos. Así ocurre que esos alcaldes corruptos incluso se hagan más populares y puedan volver a presentarse a las elecciones y ser reelegidos.
Pero, decía, la corrupción no es el lado más dañino para la vida política de esta edificación masiva. Lo peor es que los regidores municipales ya no diseñan las actuaciones en función de los intereses ciudadanos. El urbanismo, las infraestructuras, el gasto público, etc. va a estar determinado no por las iniciativas responsables y planificadas de unos gestores públicos democráticamente elegidos precisamente para cumplir esas funciones, sino por promotores inmobiliarios que sólo buscan su mayor provecho, su mayor y más rápido enriquecimiento. Las ciudades, grandes y pequeñas, deberían ser el resultado de una política que ordene el crecimiento en función de las necesidades de vivienda y dotaciones; que reserve el suelo previsto para las nuevas edificaciones que demande el crecimiento de la población y la actividad económica, para las dotaciones públicas (centros sanitarios, escuelas, guarderías, instalaciones deportivas, centros sociales, residencias de ancianos, parques...) y los viales y servicios precisos; que permita y fomente la actividad económica; y todo ello mediante un diseño que favorezca la movilidad con el mínimo consumo de energía y la mínima contaminación atmosférica y acústica; y todo ello preservando los espacios naturales, el paisaje, la actividad agraria. En cambio, la construcción masificada actual pervierte todo ese sistema porque ya no es el Plan General de Ordenación Urbana lo que define la política territorial, sino los convenios urbanísticos que proponen los promotores. Ya no se construye donde existen dotaciones, las comunicaciones sean más fluidas y se produzca menor impacto al medio natural, sino donde el promotor vaya a obtener un lucro mayor: donde pueda comprar más barato y vender más caro. ¿Y dónde se dan estas circunstancias? En los parajes naturales mejor conservados; en ellos pueden comprar el suelo más barato, ya que no existen otros usos urbanos o industriales que les den valor económico material; y pueden vender más caro porque adornan su oferta justamente con lo mismo que destruyen: el paisaje, el entorno. Requieren además la apertura de nuevas carreteras, porque las antiguas quedan colapsadas; nuevas conducciones de agua, luz, gas, nuevo saneamiento..., con lo que hay que atravesar las fincas colindantes, proceder a expropiaciones, cerrar explotaciones agrarias. Y esas nuevas urbanizaciones costeras, o esas nuevas ciudades dormitorio, se construyen sin ninguna dotación de uso público; aunque el promotor tenga la obligación de ceder un porcentaje de suelo al Ayuntamiento y una serie de cargas, siempre es posible eludirlas de una u otra manera. Sólo después de que los nuevos vecinos lleven cierto tiempo allí instalados se darán cuenta de que les faltan una serie de servicios propios de toda población, y comenzarán a demandarlos al Ayuntamiento y a la Comunidad Autónoma. Y estas administraciones tendrán que sufragarlos con los impuestos de todos, porque no se lo exigieron antes al promotor.
Y ¿por qué aceptan los Ayuntamientos esos convenios, pudiendo rechazarlos? Pues porque no hay visión de largo plazo, ya no hay estadistas con visión de futuro, sino políticos del corto plazo, que quieren presentar resultados tangibles en el término de cuatro años en que se convocan las siguientes elecciones. Esta política crea mucha actividad económica, mucho negocio y mucho empleo -aunque sea a corto plazo y sin cualificar-. Durante los cuatro o cinco años que dura la promoción se puede presentar la gran creación de empleo que originó la política municipal, ya no hay paro en la comarca. Pasan las elecciones, termina la obra de la urbanización y hay que promover otra para que no baje el empleo y puedan volver a presentar los buenos resultados de empleo y crecimiento para las siguientes elecciones.
Por otro lado, con esta política se incrementan los presupuestos municipales: licencias, impuesto de bienes urbanos, tasas de alcantarillado o recogida de basuras. Los ayuntamientos están mal financiados, sigue sin resolverse esa cuestión a nivel nacional, por lo que tienen que buscarse recursos por su cuenta, y ésta es la vía más sencilla. Lo malo es que la obsesión por la financiación olvida el resto de criterios a tener en cuenta; y también que detrás de las nuevas urbanizaciones vendrán las exigencias de los vecinos de mejorar los accesos porque los originales se saturaron; de poner servicios e instalaciones, de hacer una ciudad de lo que se diseñó como barrio-dormitorio. Con lo que nuevamente nos encontramos con más necesidad de financiación.
La solución no va a venir por la Ley del Suelo recién aprobada, por mucho que manifieste que va a acabar con la especulación y garantizar el cumplimiento del fin social de la propiedad inmobiliaria (ver, respectivamente, el final del apartado I y el VII de la Exposición de Motivos). Mientras no se afronte con todas sus consecuencias la financiación municipal, se recorte la capacidad urbanística de los Ayuntamientos -al menos de los pequeños-, se prohíban los convenios urbanísticos y se haga efectivo el derecho de los vecinos a participar en las políticas que afecten al Medio Ambiente, los promotores seguirán tabicando la costa.
Tampoco la liberalización absoluta del suelo que reclaman algunos y propone, entre otros Fernan2 -con quien, por lo demás, estoy muy de acuerdo, es la solución; la "mano invisible" de que hablaba Adam Smith ya se demostró en muchas ocasiones que no existe o, en todo caso, funciona sólo a favor de los especuladores, no del bien común. Pero es que, además, esa liberalización es lo que hizo el PP con su Ley del Suelo: antes sólo se podía construir donde lo establecía expresamente el PGOU; con la reforma del PP, todo el suelo sería edificable, salvo los terrenos especialmente protegidos, si bien con el matiz de que fuera de las zonas urbanas se exige una determinada extensión de terreno para poder hacerse la vivienda; y esto a su vez con el matiz de que cualquier promotor puede proponer un convenio urbanístico para desarrollar un plan parcial en cualquier zona del municipio, incluso las zonas protegidas por la norma urbanística. Este modelo ya se ha demostrado que no funciona: el PP lo defendió diciendo que la liberalización del suelo abarataría la construcción y la vivienda, y en cambio lo que ha hecho es incrementar los ingresos de los promotores y destruir numerosos parajes naturales, entre ellos casi toda la costa mediterránea y los archipiélagos, y en el Cantábrico vamos por el mismo camino. Y, desde luego, los precios de las viviendas no han bajado, sino todo lo contrario.
Este fenómeno denota que hay cosas van mal en muchos aspectos, y tendrá resultados negativos también en variados sentidos. En primer lugar, es una muestra de que España sigue un modelo económico basado fundamentalmente en la construcción, sector que constituye un porcentaje elevado del PIB nacional ¿un 18%?; es un actividad que exige ocupar mucho suelo (que se va comiendo a la naturaleza, al paisaje, a las actividades agrarias...) con el coste de oportunidad que eso tiene (ese suelo no se puede dedicar a otros usos más productivos ni preservar por su riqueza natural); conlleva también un gran consumo de cemento, ladrillo, cerámica, etc. (canteras que se comen los montes); mucha agua (que restamos de su ciclo natural) y energía (más cambio climático); y muy poca tecnología, muy poco I+D+i, muy poco desarrollo real. Así nos encontramos con las quejas de economistas (creo que en este artículo hay un error de redacción cuando señala entra los puntos fuertes de la economía española que mantenga el mismo modelo económico de los últimos treinta años; y, por mi parte, discuto que la renuncia a la energía nuclear sea un error, sobre eso escribiré seguramente más adelante) y organismos internacionales sobre la baja productividad española y con el peligro de que, con la saturación del mercado y el fin de la burbuja inmobiliaria, la economía deje de crecer ¿riesgo de recesión? Es un modelo económico tercermundista, porque se basa en el agotamiento del suelo y el consumo masivo de agua y energía, que emplea mucha mano de obra sin cualificar y hace poco uso de las nuevas tecnologías. Podría decirse que España es el país con una economía tercermundista más rica. También se ha dicho con cierta ironía que este modelo denota que el modelo familiar que más crece en España es el del piso vacío.
Esta construcción masificada, no sólo en la costa, también en muchos lugares del interior, conlleva una pérdida de valores culturales. La cultura de los pueblos está imbricada en su medio, su entorno, su paisaje. Amamos la tierra en que nacimos, jugamos y crecimos; el paisaje es un elemento fundamental en la configuración del carácter de las gentes del lugar. Siempre queremos volver a ese lugar en que nos fuimos haciendo hombres y mujeres. Pero si lo mercantilizamos, si donde antes teníamos el huerto, el patio de juegos, el bosque en que pasear, el río en que nos bañábamos, pasamos a tener una finca parcelable y edificable, y después una urbanización para veraneantes foráneos (o una barriada-dormitorio) y el río es sólo un canal de suministro de agua, hemos perdido una parte esencial de nuestra memoria, de nuestro ser. Hemos perdido nuestra raíz. Ya no tenemos un sitio del que digamos: ésta es mi tierra. Ya no tenemos paisanos con los que compartir unas tradiciones y cultura, sino vecinos molestos y ruidosos. Ya no somos de ningún sitio. Ya sólo tenemos.
Supone también una perversión de la vida política, de la democracia. Y no me refiero sólo, ni siquiera principalmente, a la corrupción, que es el aspecto más evidente. Un alcalde corrupto no actúa movido por el bien común, sino por el dinero que le han metido en el bolsillo, y no le importa por encima de qué intereses públicos o privados tenga que pasar para lograr su lucro espurio. Con el agravante de que la corrupción se ha banalizado; determinados programas de prensa y televisión presentan los casos de corrupción como unas extravagancias más de esos personajillos pseudopopulares que no tuvieran ninguna relevancia para la convivencia ni la vida pública; sin más transcendencia que la que pudieran tener sus supuestos amoríos o enfrentamientos. Así ocurre que esos alcaldes corruptos incluso se hagan más populares y puedan volver a presentarse a las elecciones y ser reelegidos.
Pero, decía, la corrupción no es el lado más dañino para la vida política de esta edificación masiva. Lo peor es que los regidores municipales ya no diseñan las actuaciones en función de los intereses ciudadanos. El urbanismo, las infraestructuras, el gasto público, etc. va a estar determinado no por las iniciativas responsables y planificadas de unos gestores públicos democráticamente elegidos precisamente para cumplir esas funciones, sino por promotores inmobiliarios que sólo buscan su mayor provecho, su mayor y más rápido enriquecimiento. Las ciudades, grandes y pequeñas, deberían ser el resultado de una política que ordene el crecimiento en función de las necesidades de vivienda y dotaciones; que reserve el suelo previsto para las nuevas edificaciones que demande el crecimiento de la población y la actividad económica, para las dotaciones públicas (centros sanitarios, escuelas, guarderías, instalaciones deportivas, centros sociales, residencias de ancianos, parques...) y los viales y servicios precisos; que permita y fomente la actividad económica; y todo ello mediante un diseño que favorezca la movilidad con el mínimo consumo de energía y la mínima contaminación atmosférica y acústica; y todo ello preservando los espacios naturales, el paisaje, la actividad agraria. En cambio, la construcción masificada actual pervierte todo ese sistema porque ya no es el Plan General de Ordenación Urbana lo que define la política territorial, sino los convenios urbanísticos que proponen los promotores. Ya no se construye donde existen dotaciones, las comunicaciones sean más fluidas y se produzca menor impacto al medio natural, sino donde el promotor vaya a obtener un lucro mayor: donde pueda comprar más barato y vender más caro. ¿Y dónde se dan estas circunstancias? En los parajes naturales mejor conservados; en ellos pueden comprar el suelo más barato, ya que no existen otros usos urbanos o industriales que les den valor económico material; y pueden vender más caro porque adornan su oferta justamente con lo mismo que destruyen: el paisaje, el entorno. Requieren además la apertura de nuevas carreteras, porque las antiguas quedan colapsadas; nuevas conducciones de agua, luz, gas, nuevo saneamiento..., con lo que hay que atravesar las fincas colindantes, proceder a expropiaciones, cerrar explotaciones agrarias. Y esas nuevas urbanizaciones costeras, o esas nuevas ciudades dormitorio, se construyen sin ninguna dotación de uso público; aunque el promotor tenga la obligación de ceder un porcentaje de suelo al Ayuntamiento y una serie de cargas, siempre es posible eludirlas de una u otra manera. Sólo después de que los nuevos vecinos lleven cierto tiempo allí instalados se darán cuenta de que les faltan una serie de servicios propios de toda población, y comenzarán a demandarlos al Ayuntamiento y a la Comunidad Autónoma. Y estas administraciones tendrán que sufragarlos con los impuestos de todos, porque no se lo exigieron antes al promotor.
Y ¿por qué aceptan los Ayuntamientos esos convenios, pudiendo rechazarlos? Pues porque no hay visión de largo plazo, ya no hay estadistas con visión de futuro, sino políticos del corto plazo, que quieren presentar resultados tangibles en el término de cuatro años en que se convocan las siguientes elecciones. Esta política crea mucha actividad económica, mucho negocio y mucho empleo -aunque sea a corto plazo y sin cualificar-. Durante los cuatro o cinco años que dura la promoción se puede presentar la gran creación de empleo que originó la política municipal, ya no hay paro en la comarca. Pasan las elecciones, termina la obra de la urbanización y hay que promover otra para que no baje el empleo y puedan volver a presentar los buenos resultados de empleo y crecimiento para las siguientes elecciones.
Por otro lado, con esta política se incrementan los presupuestos municipales: licencias, impuesto de bienes urbanos, tasas de alcantarillado o recogida de basuras. Los ayuntamientos están mal financiados, sigue sin resolverse esa cuestión a nivel nacional, por lo que tienen que buscarse recursos por su cuenta, y ésta es la vía más sencilla. Lo malo es que la obsesión por la financiación olvida el resto de criterios a tener en cuenta; y también que detrás de las nuevas urbanizaciones vendrán las exigencias de los vecinos de mejorar los accesos porque los originales se saturaron; de poner servicios e instalaciones, de hacer una ciudad de lo que se diseñó como barrio-dormitorio. Con lo que nuevamente nos encontramos con más necesidad de financiación.
La solución no va a venir por la Ley del Suelo recién aprobada, por mucho que manifieste que va a acabar con la especulación y garantizar el cumplimiento del fin social de la propiedad inmobiliaria (ver, respectivamente, el final del apartado I y el VII de la Exposición de Motivos). Mientras no se afronte con todas sus consecuencias la financiación municipal, se recorte la capacidad urbanística de los Ayuntamientos -al menos de los pequeños-, se prohíban los convenios urbanísticos y se haga efectivo el derecho de los vecinos a participar en las políticas que afecten al Medio Ambiente, los promotores seguirán tabicando la costa.