Las -llamémoslas- "aventuras" que está sufriendo Zeltia/Pharmamar con su medicamento antitumoral Yondelis en los últimos meses merecen un comentario, con alguna derivación de quizás más largos vuelos. Como es bien sabido, el Yondelis fue aceptado por la agencia del medicamento filipina. Eran éstas buenas y, sobretodo, prometedoras noticias para Zeltia que, correspondientemente subió en Bolsa. Pero, en junio de este año, fue rechazado por la FDA estadounidense. Las peores expectativas se hicieron realidad: la cotización de Zeltia se desplomó. Pero, hace unos días, la Agencia del Medicamento Europea (la EMEA)lo ha aceptado. Así que ¡enhorabuena para Zeltia!. Ahora sólo el falta que en 2011 o 2012 (¡vaya usted a saber!) la FDA (Food and Drugs Administration) reconsidere su decisión con lo que, por fin, su aventura con el Yondelis habría llegado a buen puerto.
Pero...¿y la "aventura" de los enfermos? ¿Es que, acaso, las pacientes de cáncer de ovario en recaída norteamericanas son tan distintas genéticamente a las europeas o filipinas que para ellas no es "efectivo" el Yondelis? ¿Cómo se puede "explicar" con arreglo a criterios objetivos , científicos, que una institución tan seria y prestigiosa como la FDA lleve la contraria a otra tan igualmente seria y reputada como la EMEA en un asunto tan "sin vuelta de hoja" como es el de si es o no efectivo el Yondelis? Y no, aquí no nos encontramos, o mejor dicho, no nos deberíamos encontrar con con algo semejante al ahora tan conocido problema de la fiabilidad de las agencias de calificación en los mercados de valores, hoy por cierto tan por los suelos y por buenas razones, dado que hay coincidencia en hacer recaer en ellas algo o buena parte de la responsabilidad por el caos financiero que ha actuado como detonante de la crisis económica. Para aquellos que quizás pudiesen, por el contrario, pensar que sí, que como pasa con la calificación que se da a un derivado financiero, para la agencia europea el Yondelis es de fiar y para la FDA no, hay que señalar que no es adecuado ir por ese camino pese a las aparentes similitudes. La FDA y la EMEA son muy distintas a Moody's, pues en tanto que los modelos de valoración de derivados financieros en los que se basan las agencias de rating sólo tienen de científicos el complicado lenguaje matemático en el que están escritos que oculta la debilidad de sus supuestos subyacentes, se supone y con fundamento que hay mucha ciencia, de la ciencia auténtica, ciencia de laboratorio, tras las decisiones de las agencias evaluadoras de medicamentos. Además de que, aquí, las cosas serían más serias, pues una cosa es ganar o perder dinero jugando a la Bolsa y otra "jugarse" la vida enfrentándose a un cáncer.
El caso es que este comportamiento diferencial de las agencias reguladoras de EE.UU y Europa me ha traído a la memoria la primera vez que, hace ya demasiados años, me topé de bruces con esta cuestión de la regulación del sector sanitario, tanto de los médicos y sus tratamientos como de la industria farmacéutica cuando leí el capítulo correspondiente en el libro de Milton y Rose Friedman, Libertad de elegir, el que para mí sigue siendo la mejor exposición del enfoque (neo)liberal en Economía. Como casi todo el mundo, yo daba por descontado que la regulación estatal de la industria farmaceutica era una obvia necesidad, que sin el adecuado control por parte del Estado guiado por criterios científicos, la situación sanitaria se degradaría a los extremos que se veían en las películas del oeste norteamericano. Sí, ésas en las que aparece una carreta-farmacia ambulante que va por los pueblos conducida por un charlatán que, bajo una apariencia de pretendido científico, va seduciendo y engañando a los pueblerinos con tratamientos absurdos, curalotodos como el proverbial "aceite de serpiente", cuya eficacia siempre venía avalada por "conocidos" investigadores y profesores de distantes universidades o por médicos de reconocido prestigio en sus lejanas tierras. En el cine, todo el asunto era gracioso, y hasta parecía que los paletos pueblerinos se merecían de alguna manera ser estafados en el mejor de los casos por la inocua agua de colores que les vendía como elixir para todo por el listo de turno a ver si de una vez se les caía el pelo de la dehesa y entraban así en la modernidad racional y luminosa. Pero, en el mundo real, las cosas no eran obviamente nada graciosas, y la visión de los terribles efectos de algún medicamento, como pasó con la talidomida en la década de los años 60, que había logrado sortear los controles, recordaba a las claras que no sólo no se podía bajar la guardia sino que, más bien, había que ser siempre más exigentes a la hora de permitir que los medicamentos o tratamientos médicos entrasen en el "mercado de la salud". De modo que, con excepción de los dentífricos y otros tratamientos cosméticos (crecepelos, anticelulíticos, desodorantes y demás), en donde todavía se usa del viejo modelo de la carreta-farmacia, como se comprueba por el habitual recurso en la publicidad al "profesional" de la farmacia o de la medicina dispuesto a prestar su "desinteresado" aval al producto de que se trate, para el resto de tratamientos y productos medico-faramacéuticos, todo el mundo parece estar de acuerdo en su regulación dura y estricta. Con las cosas de la salud no se juega...y no se debe permitir que se juegue en el mercado.
La Economía, por otro lado, parecía avalar plenamente esta estricta regulación. Y ello por varias y obvias razones. En primer lugar, la enfermedad podía hacer que en muchos casos los clientes de las empresas farmaceúticas y de los médicos fueran "pacientes", es decir, individuos con unas capacidades de razonamiento más o menos alteradas, incapaces en cierto sentido de saber cuáles eran sus mejores intereses o cómo perseguirlos lo más racional y adecuadamente posible. La soberanía del consumidor no podía en estos casos predicarse de unos individuos a los que la enfermedad limitaba su autonomía decisional. En situaciones así era defendible la pertinencia de una intervención tutelar/paternal del Estado que impidiese que los pacientes cometiesen errores decisionales llevados por sus minusvalía. En segundo lugar, el mundo de los tratamientos médicos y los productos faramaceúticos era un caso claro de información asimétrica entre los demandante y oferentes, pues la mayoría de los clientes de médicos y farmacias carecemos de los conocimientos necesarios para evaluar adecuadadamente la valía relativa de los distintos tratamientos médicos y/o farmaceúticos, lo que incentivaba a que tanto médicos como empresas farmaceúticas, como agentes racionales que son, tendiesen a sobreestimar cuando no a engañar a sus pacientes clientes respecto a la eficacia de sus tratamientos y productos. En tercer lugar, los médicos no compiten entre ellos, se lo prohibe el Juramento Hipocrático, y la industria farmaceútica dista también de ser competitiva pues está fuertemente oligopolizada, todo lo cual impide que las fuerzas de la competencia expulsen del "mundo" de la salud a los malos médicos y los productos inefectivos o fraudulentos. En quinto lugar, los elevados costes de investigación previos al lanzamiento de un nuevo medicamente, obligaban a las empresas farmaceúticas a tratar por cualquier medio de acortar el tiempo para su salida mercado para empezar cuanto antes a obtener un retorno de sus inversiones. Y uno de ellos era minimizar el tiempo y número de de experimentos con el posible efecto de pasar por alto resultados o efectos que cuestionaran la efectividad o inocuidad del su uso. En quinto lugar, finalmente, la información asimétrica, llevaba a la tendencia a si no engañar si al menos minusvalorar las contraindicaciones o a exaltar más allá de lo efectivamente comprobado la idoneidad o la no toxicidad de los productos. En suma, que si hay un "mercado" donde el adagio, caveat emptor (que el comprador se cuide de sí mismo) sea de menor aplicación es sin duda el de la salud. Pero dado que el aplicar aquí el adagio contrario, caveat venditor que responsabiliza al vendedor por lo que vende u ofrece no tendría el efecto corrector buscado a tenor de la irreversibilidad o la no compensabilidad de los efectos de la mala praxis profesional (¿cómo compensar por una muerte o una deformación por un efecto secundario imprevisto de un medicamento?). Dejar entonces el asunto en manos de la buena voluntad de médicos y empresas farmaceúticas, en su acatamiento de las normas de su deontología profesional (como también aparecen, por ejemplo, en el Juramento de Hipócrates), era correr u demasiados riesgos por lo que la regulación del entero mundo de la salud por parte del Estado era algo de sentido común, evidente e incuestionable.
Pero poco duran las creencias absolutas en este mundo. Como ya he dicho la lectura de Libertad de elegir me obligó a cuestionarme esos presupuestos. Los Friedman, refiriéndose al caso de los medicamentos, afirmaban que en este terreno (como pasa en tantos otros de la política social y económica) se enfrentaban dos objetivos loables: por un lado, dar seguridad a los consumidores/enfermos y, por otro, facilitar la innovación y descubrimiento de nuevos medicamentos, pero que el efecto neto de las tarea de la FDA y sus regulaciones persiguiendo sólo el primero de ellos había acabdo siendo una pérdidad neta para la sociedad pues había desincentivado la investigación de nuevos tratamientos farmacológicos al elevar los costes de introducción de los mismos por razones de seguridad. Adicionalmente, señalaban que el sistema regulador incentivaba a los funcionarios de la FDA a no arriesgarse lo más mínimo en sus tareas con las consecuencias que de ello se seguían. Ofrecían aquí el siguiente convincente ejemplo: "Póngase usted en el lugar de un funcionario de la FDA responsable de aprobar o desechar un nuevo fármaco. Puede cometer dos errores muy diferentes: 1.- Aprobar un fármaco que resulta no haber puesto de manifiesto efectos secundarios que provocan la muerte o serios perjuicios a un determinado múmero de personas; 2.- Denegar la aprobación de un fármaco que es capaz de salvar varias vidas o de aliviar graves mles y que carece de efectos secundarios perjudiciales. Si comete el primer error (aprobar una talidomida), su nombre aparecerá en la primera págna de todos los periodicos. Se verá en un grave aprieto. Si comete el segundo error, ¿Quién se va a enterar?. La empresa farmacéutica promotora del fármaco, que será descalificada como ejemplo de ávidos negociantes con corazón de piedra, y unos cuantos farmaceúticos y médicos, llenos de malhumor, responsables de desarrollar y de probar el nuevo producto. Las personas cuyas vidas se podía haber salvado no estarán aquí para protestar. Sus familias no podrán enterarse de que sus seres queridos perdieron sus vidas por culpa de la "precaución" de un desconocido funcionario de la FDA". Como justificación empírica de su posición señalabn que conforme la FDA había ido estableciendo mecanismos de control más estrictos el número de nuevos medicamentos que se introducían en el mundo sanitario norteamericano había ido disminuyendo paralelamente. Desde este punto de vista, el comportamiento diferencial entre la FDA norteamericana y la EMEA europea, como se ha visto en el caso del Yondelis, podría quizás explicarse por los diferentes incentivos que tienen los funcionarios de una y otra agencia. Como es bien sabido, la sociedad norteamericana adolece de un exceso de judicialización, es decir, que cualquier "inconveniencia" que padece una persona encuentra rápidamente un abogado que trata de convertirla en una culpa de algún otro mercedora de compensación económica en los juzgados. No sería, pues, nada extraño que los funcionarios de la FDA fuesen en consecuencia mucho más precavidos que los de la EMEA ante la seguridad de que cualquier efecto no deseable de cualquier medicamento por ellos autorizado acabe revertiendo contra ellos en forma de demanda judicial.
Más tarde, leyendo otro libro, esta vez de David Friedman (hijo de la pareja anterior, y del que con total certeza se puede asegurar que sus padres estarían más que orgullosos de él, pues les ha salido todavía más liberal si cabe), titulado The Machinery of Freedom. A guide to radical capitalism, un auténtica guía para el llamado anarcocapitalismo que se proponía, como díce en uno de sus capítulos, ofrecer las políticas para "vender el Estado en pequeñas piezas" (sic)incluyendo el ejército, los tribunales de y las mismas callesjusticia, me encontré en un capítulo titulado "It´s my life" (que podríamos traducir como "es asunto mío") con una defensa radical y profunda del derecho de cada cual a decidir libremente y sin intromisión del Estado en qué personas, sean médicos o curanderos, confiar y contratar, qué tratamientos usar y qué medicamentos tomar. Friedman hijo acentuaba, además, dos argumentos adicionales contra la regulación de la FDA y de la AMA (American Medical Association, el Colegio de Médicos norteamericano. Por un lado está el conocido -en economía industrial- fenómeno de la "captura de los reguladores por los regulados" por el que se alude an los efectos que sobre una industria y su evolución se siguen del hecho de la conexión entre los reguladores de una industria y los representantes de las empresas ya instaladas (conexión más que evidente en muchos casos en que reguladores y regulados son que frecuentemente son incluso las mismas personas en momentos diferentes). No hay que se demasiado quisquilloso para predecir que esa "conexión" lleva inevitable y naturalmente (sin necesidad de sobornos ni nada parecido) a que los reguladores acaben defendiendo los intereses de las empresas ya existentes, fundamentalmente obstruyendo el paso a nuevos competidores de las empresas ya instaladas, ya sea desincentivando la innovación o el establecimiento de nuevas empresas. Y eso, por supuesto, en nombre de la seguridad y el bien público y aplicando sistemáticamente ese principio rector de los reguladores:el "mas vale malo conocido que bueno por conocer". En el caso que nos ocupa, David Friedman señalaba que médicos e industrias farmacéuticas no tenían ningún interés en que apareciesen nuevos practicantes de nuevas terapias médicas ni tampoco nuevos medicamentos antes de que las empresas farmacéuticas hubieran recuperado con creces sus costes de investigación y desarrollo de los medicamentos que ya tuviesen en el mercado, intereses plenamente compartidos por los expertos que trabajaban en los organismos reguladores,también médicos y framacéuticos que no era infrecuente que a lo largo de sus vidas profesionales abandonasen la agencia reguladora y volviesen al sector privado, con los efectos predecibles y ya comentados de esa identidad de criterios. Adicionalmente, Friedman señalaba que, al margen de ese interés económico en frenar la competencia por parte de los profesionales ya instalados, existía otra motivación que llevaba a lo mismo. Se trata aquí de un efecto de lao que pudiérase llamar "protocolización", es decir, la adscripción incondicionada a una pauta de comportamiento que excluye la posibilidad siquiera de que existan otras perspectivas o tratamientos.... hasta que la AMA o la FDA alterasen el protocolo.
Como se ha visto, estos argumentos cuestionarían en buena medida buena parte de los argumentos habituales a favor de una regulación estricta de la industria de la salud. Quedaría, sin embargo, un último bastión de defensa incontestable del lado de los partidarios de la regulación. Me refiero al miedo de los pacientes a ser estafados y engañados en un terreno tan delicado como éste. El miedo a que, sin el control de los reguladores, regresen las carretas-farmacia y los curanderos formados en prestigiosas escuelas de medicina de lugares ignotos. Y sí, aunque todos (¿todos?)nos reímos de casos como el del profesor Mombey que, según me asegura un folleto que me han dado hoy a la salida del Metro, es Gran Brujo y Chamán de Senegal y que en una semana cura todos los problemas (SIDA, mal de ojo, problemas de amores y dinero incluidos), pues estaría claro que más valdría no arriesgarse.
En términos más formales y generales, la idea detrás de ese miedo, de esa necesidad de imponer la precaución, es que en mercados de información asimétrica donde sólo los vendedores conocen la calidad real del producto que se ofrece, las afirmaciones acerca de su calidad no tienen contenido informativo pues los oferentes tienen el incentivo de magnificarlas, es decir, tienen el incentivo de mentir y engañar a sus clientes en la medida que ello les beneficie (ése es el lógico y esperado resultado con arreglo al famoso modelo de los coches usados (los carrachos o "lemmons") del Premio Nobel George Akerlof). Ahora bien, si hay un mundo en que este problema es patente es el mundo de la sanidad, que sería totalmente propenso a esta distorsión informativa (es decir, al engaño) en atención a que, siendo el cuerpo humano un sistema enormemente complejo, siempre es posible acudir a la hora de "explicar" la ineficacia de algun tratamiento a cualquiera de entre una miríada de otras causas o circunatancias colaterales (como, p.ej., la represión sexual, las relaciones emocionales que se tuvieron en la infancia, etc.), el engaño permanecería -por así decirlo- oculto sin afectar a la reputación del tratamiento o del terapeuta. Y de ahí, una vez más, la necesidad de regular a los practicantes de la medicina y a los tratamientos que usan.
Pues bien, sin negar en lo más mínimo la evidente pertinencia de este argumento a tenor de las impostaciones a que nos tienen acostumbrados acupuntistas, homeópatas, médicos tradicionales chinos, herbolarios, quiroprácticos, espiritistas, naturistas, practicantes de reiki y otras terapias energéticas, expertos en descubrir a nuestros respectivos (y reprimidos) niños interiores que todos llevamos dentro, chamanes y un cada vez más largo etcétera, conformadores de esa heteróclita masa de terapeutas englobada bajo la común denominación de medicina alternativa (en que, por cierto, los norteamericanos gastan ya más de lo que gastan en medicina privada libre, o sea, no asegurada), creo que el argumento tradicional de la Economía de la Información apoyando el uso de regulación en los mercados con información asimétrica es sin embargo muy cuestionable para la sanidad no alternativa o "no-folclórica" al igual que para muchos mercados a tenor de recientes trabajos de economía experimental. Así, Eriksson Y Simpson (2007) han constatado en un estudio experimental que la mayor parte de la gente realiza declaraciones honradas respecto a la calidad de lo que ofrece o vende aunque, y esto hay que subrayarlo, NO existan sanciones, regulaciones o costes de reputación asociados a la venta con "engaño". La justificación que encuentran para este inesperado comportamiento en oferentes de mercados competitivos con información asimétrica es el reciente "descubrimiento" por parte de la Economía de que las mentiras respecto a la calidad de lo que vende, siempre que dañen a otras personas, son costosas en términos de utilidad o bienestar para el oferente mentiroso. Dicho de otra manera, que existe un "coste moral de engañar" (Gneezy 2005) que debilita de forma sistemática el incentivo al engaño en mercados con información asimétrica, siempre que el engañado sufra algún daño. Y, claro está, si hay algún mercado donde el engaño acerca de la calidad de lo que se ofrece pueda tener efectos desastrosos sobre la parte engañada es el de la salud, por lo que mayor será en ellos el "coste moral del engaño", y menor, en consecuencia será el incentivo a que los oferentes en ellos se dejen seducir por la magnificación de la calidad de lo que ofrecen o el engaño de sus pacientes/clientes. Item más, es predecible que conforme mayor sea el posible coste moral del engaño o de la exageración de la eficacia del tratamiento médico o de un medicamento, o sea en el caso de las enfermedades más duras, menor será todavía el "engaño" que los que se dedican a su tratamiento. Obviamente, este argumento, en la medida que tenga una relevancia empírica adecuada, debilita aún más la posición de quienes acentúan la necesidad de controles más estrictos por parte de las agencias reguladoras en el terreno de la sanidad, pues aumenta relativamente los costes de la regulación en términos de innovaciones no realizadas.
Con todo lo anterior no quiero decir que la tarea de las agencias del medicamento y de los colegios de médicos encargados de certificar la valía y eficacia de los traminetos médicos y faramacológicos sea inútil o incorrecta, y que, en consecuencia, habría que desmontarlas (esa sería la opción que sin duda apoyaría la familia Friedman al completo). No, lo que se deduce del análisis realizado es que en su mopdeo de proceder esas agencias puede que con demasiada probabilidad pequen de ineficientes pues sus funcionarios tienen demasiados incentivos a tomar actitudes demasiado conservadoras en un terreno donde se trata demasiadas de veces de asuntos de vida o muerte.
Y, para acabar, no puedo ni quiero dejar pasar por alto el caso del profesor Antonio Bru que, como se suele decir, viene aquí perfectamente "al pelo". En una serie de artículos a lo largo de este año, The New York Times ha pasado revista a la descorazonadora historia del tratamiento del cáncer (recuérdese que Richard Nixon aseguró en 1971 que el cancer estaría curado en 1986), fracaso que paradójicamente corre sin embargo en paralelo con la exitosa historia de la investigación acerca del cancer. Los científicos cada vez saben más acerca del cáncer, de su génesis y desarrollo, pero lo que saben no se ha traducido en remedios efectivos. Sí, ya sé que cada dos por tres se nos habla del crecimiento experimentado en la tasa de "curación" de algunos cánceres. Pero esas estadísticas, bien analizadas, sólo revelan que ha aumentado sobremanera la detección precoz de los tumores lo cual posibilita una mayor eficacia en su tratamiento, pero que no se puede hablar de incremento en las curas, ya que para el cancer no hay cura y lo que se mide es la tasa de suppervivencia a los cinco años de haberse detectado la enfermedad, y claro si un cancer se detecta antes, lógicamente, un mayor porcentaje de enfermos siguen vivos cinco años después. Dicho de otra manera, no es legítimo estadísticamente comparar en el mismo plano las tasas de supervivencia de ahora con las de hace veinte años. Pero a qué se debe ese fracaso terapéutico, pues -y ése es el gran exito- sabemos ahora que el cancer es una enfermedad diabólica, que se resiste de forma increiblemente inteligente (si se puede hablar así) a su asedio y derrota pues la vía convencional (quimioterapia + radioterapia + cirugia) sólo puede tener éxito relativo en las fases más tempranas, y la futura estategia, la genética, es de más que didosa eficacia. Entre otras cosas, por la personalización auténticamente diabólica del cancer. Como señalaba The New York Times, el tumor típico puede tener entre 50 y 100 mutaciones genéticas, y dos pacientes con el mismo tipo de cancer puede que no tengan más allá de cinco mutaciones en común. Obviamente, la batalla contra el cáncer a lo largo de la vía genética en la que se hallan metidos todos los laboratorios ye investigadores si no está perdida de antemano pues se trataría de corregir para cada enfermo todas sus particulares mutaciones cancerígenas.
Algo, sin duda ha fallado, y quizás la Economía pueda dar una pista. Al menos así parece seguirse del comentario que Gina Kolata hace en The New York Times (24/5/2009) "Pese a todo el dinero invertido en investigación sobre el cáncer, nunca ha habido suficiente para estudios innovadores, el tipo que puede cambiar fundamentalmente el modo en que los científicos entienden el cancer y los doctores lo tratan. Tales estudios son arriesgados, de funcionamiento más improbable que aquellos que simplemente siguen la senda de lo ya conocido. El resultado es que, con el dinero limitado, los proyectos innovadores a menudo acaban abandonándose ante proyectos exitosos que se dirigen a darle vueltas a los tratamientos ya conocidos y que quizas logren extender la vida unas pocas semanas". Dicho con otras palabras, en este campo tan importante (no es necesario recordar que, según las estadísticas oficiales, una de cada tres personas padecerá algún tipo de cancer a lo largo de su vida), la investigación contra el cáncer no ha segudio el camino más eficiente posible, sino que ha sido dirigida demasiado frecuentemente por la línea conservadora definida por las instituciones reguladoras de la investigación médica y farmacológica.
Y aquí entra el profesor Bru y su enfoque digamos que "ingenieril" respecto al tratamiento del cancer. No es médico, sino matemático, si bien lleva 12 o 13 años estudiando cómo se desarrolla físcamente un tumor, cómo se infiltra en su progreso de crecimiento por los tejidos sanos. La razón teórica de este interés práctico en el cáncer se halla en su campo de especialización: la nueva geometría fractal que se ha relevado idónea para entender procesos de expansión de unas objetos en otros proporciona una forma nueva de abordar la dinámica de crecimiento tumoral. El resultado de su investigación es un nuevo modelo general explicativo de la dinámica de crecimiento de todos los tumores sólidos que ha publicado ya en algunas revistas académicas internacionales. Hasta aquí, el profesor Bru y su equipo (un grupo redducido de médicos que soportando fuertes presiones de sus colegas establecidos están con él) no tuvieron problemas. Estos, curiosamente, empezaron ¡y a qué nivel! cuando el equipo de Bru anunció que, su aproximación al crecimiento de los tumores sólidos proporcionaba una nueva forma de abordar su tratamiento, independientemente de la causa genética del tumor. Se trataba de "cortar" ese crecimiento en forma digamos que "mecánica": poniéndole trabas físicas, lo cual -afirmaba Bru y ómese esta descripción que hago de lo que creo que él propone con todas las precauciones y distancias posibles: con toda certeza estará equivocada en un 90%-, acabaría eliminando el tumor pues éste no crece de adentro afuera como asegura la visión convencional sino que se expande desde su superficie. El equipo había logrado ya la curación de un paciente con uno de los tumores de peor pronóstico: un cancer hepático, y se hablaba de otros casos (yo mismo ví el testimonio en un Telediario de "La uno de TVE" de otro enfermo curado, en este caso de un melanoma maligno).
Pues bien. Cualquier persona normal, y hasta cualquier economista, hubiera considerado que el camino que Antonio Bru decía con argumentos parece que bastante sólidos haber abierto para enfrentar esta terrible enfermedad bien merecía una profunda exploración. Con cierta certeza puede uno imaginar que en una economía cuyo sector farmacéutico no estuviese aterrado ante la posibilidad de que sus agencias reguladoras, siempre usando como referencia lo "ya sabido y aceptado", echasen por tierra con alta probabilidad cualquier investigación no avalada por la conservadora comunidad cientifica, probablemente Bru no habría tenido problemas en encontrar algún empresario dispuesto a arriesgarse y financiarle a ver si daba con el gigantesco "pelotazo" de un tratamiento efectivo contra el cáncer. La investigación de Bru ,por cierto, me pareció extraordinariamente barata: hasta ahora se la ha pagado él, un profesor universitario,y su equipo de médicos.
Pues no. Nada de eso ha pasado, sino todo lo contrario. Los oncólogos oficiales denostaron y despreciaron la investigación de Bru por no ser médico, o sea, por no estar dentro de las normas establecidas por la Oncología oficial, aunque resulta obvio para mí que ninguno, repito, ninguno, podía entenderle, pues ¡qué pueden entender de un modelo matemático de geometría fractal quienes es patente que no entienden ni saben usar de algo tan simple como es el teorema de bayes de la estadística elemental y eso que se pasan el tiempo hablando erróneamente de probabilidades condicionadas! eso por parte de los médico, en tanto que la compañía farmacéutica productora del producto que Bru usaba en su tratamiento, cuya patente está a punto de expirar si no lo ha hecho ya, no se dió por aludida, como es de esperar.Y, finalmente, el Ministerio de Sanidad español se dedicó a lo suyo: a recomendar por si alguien aún no lo sabe que fumar es muy malo, que hay que poner o ponerse condones, usar toallitas de papel para limpiarse la nariz y lavarse las manos después de sonarse o de ir al servicio. El caso es que Bru sólo consiguió el apoyo del Rectorado de la Universidad Complutense de Madrid (enfrentándose a la Facultad de Medicina) que abrió una cuenta corriente pública solicitando ayuda de la gente. Pero la "batalla" contra Bru por parte de los estamentos reguladores oficiales no había hecho más que empezar. Se sucedieron descalificaciones públicas (algunas de juzgado de guardia), trabas a la exposición pública de sus teorías y hallazgos, y en general malos tratos por parte de los representantes del mundo de la medicina oficial y del mundo de la comunicación, pues algunos periódicos, no sé bien defendiendo a qué intereses se sumaron alegremente a la campaña de descalificaciones temporales...y ya se sabe lo que saben los periodistas. Parecía que más que buscar un tratamiento efectivo contra buena parte de los canceres, el profesor Bru y su equipo quisieran difundir la enfermedad. En fin, por no seguir, al final, el profesor Bru y su equipo parece que han tirado la toalla. Más que meramente lamentable, su derrota es con cierta o mucha probabilidad (parece que de momento no podemos saberlo con precisión) una auténtica trágedia.
Tuve la fortuna de oir a Antonio Bru en una conferencia y me convenció como persona y como economista, no de que tuviese enteramente razón, pues poco se de geometría fractal y nada de oncología, sino de que merecia la pena tratar de saber si la tiene o no con certeza. Por ello, su historia ha sido hasta ahora un patético ejemplo del tema de esta entrada, o sea de cómo las instituciones encargadas de regular los mercados con información asimétrica, como son las que dicen velar por nuestra salud, pueden pese a sus buenas intenciones (aunque el caso de Bru me hace dudarlo en algunos casos), acabar con demasiada frecuencia siendo ineficientes actuando en contra de aquellos a quienes dicen proteger, así que no estaría mal que moderasen sus desvelos y reconociesen sus estructurales problemas.
Finalmente, he de señalar que la descripción de la obra de Antonio Bru que se ha hecho antes es, obviamente, una simplificación seguro que errónea de su trabajo. Si alguien quiere tener una información, en mi opinión, neutral del entero "caso Bru", de sus orígenes, razones y avatares, le remito a la entrada que Antonio Bru tiene en la Wikipedia española.
BIBLIOGRAFíA
Friedman, Milton y Rose.
Libertad de Elegir. Barcelona: Orbis, 1980
Eriksson,K.; Simpson,B. (2007)"Deception and price in a market with asymmetric information",
Judgement and Decision Making, vol2, nº1, pp.23-28.
Gneezy, U. (2005) "Deception: The role of consequences".
American Economic Review, 95, pp.384-394
Kolata, G. "forty year's war: Advances Elusive in the Drive to Cure Cancer". The New York Times, 24/5/2009
Pollack, A. "forty year's war: For Profit, Industry Seeks Cancer drugs". The new York Times, 2/9/2009