Dejémonos de tonterías. La riqueza auténtica está en la propiedad de la tierra. Tener una casa, asentada sobre su propio solar y más todavía si la circunda un “terrenito”, señala con claridad que eres alguien en este mundo, que no sólo aspiras a la pervivencia, a la duración, sino que de alguna manera (mágicamente) la “tienes” ya. Que en tanto que todo lo demás muda, la tierra siempre sigue ahí, la tierra permanece. Cuando un propietario pone sus desnudos pies sobre su tierra, con ese gesto define una suerte de conexión casi cósmica entre él y la tierra, entre su finitud personal y la eternidad del mundo; simbólicamente, al hacerlo, se hace parte de la tierra o la tierra parte de él. Sólo los terratenientes, pues, gozan de una posición en el mundo, ya que una parte de él es suya.
Los que somos propietarios –hipotecados- de pisos bien que lo sabemos. Nuestras propiedades por muy legales que sea, por muy reconocidas que estén por las leyes y tribunales, por mucho que consten en el Registro de la Propiedad no dejan por ello de ser propiedades de alguna manera teóricas, abstractas, intangibles, irreales, pues a fin de cuentas qué poseemos los dueños de pisos: ¿un ”espacio” en el aire limitado por arriba y por abajo por otras propiedades tan quiméricas como la propia? En efecto. Eso es lo que tenemos: Castillos en el aire, quimeras.
¿Exagero acaso? Creo que no pues aún en el caso de que nos atengamos pie de la letra de nuestras escrituras de propiedad, allí donde consta el coeficiente que dice qué porcentaje podemos considerar como nuestro del solar que ocupa el edificio donde está nuestro piso, resulta que realmente esos centímetros cuadrados no son identificables, no son realmente nuestros. Está claro. Ser propietario es ser terrateniente, grande o pequeño. Quizás esa sea la razón que lleva a tantos “ciudadanos” a invertir la renta que ahorran en tierra, en un solar con su chalecito aunque esté adosado al de otro.
Pues bien, yo no sería uno de ellos, aunque pudiera. Lo tengo más que claro. Para mí los que así se comportan no son ciudadanos de verdad, son rurales que no tienen alma de ciudadanos, pueblerinos disfrazados que están en la ciudad porque no les ha quedado más remedio y quieren abandonarla en cuanto puedan ,pues les agobia. La diversidad de la vida urbana, que tanto alababa Aristóteles, (“una ciudad se compone de diferentes tipos de hombres; gentes similares no pueden dar origen a una ciudad” Política) aturde a su simpleza cuando no estulticia (Marx hablaba de “la idiocia de la vida rural”, Manifiesto Comunista). No soportan la ciudad. No es su lugar. La ciudad es un no-lugar cambiante y por tanto retador, donde nada está garantizado, donde si no quieres estar sólo has de arriesgarte y conocer a otros. Esto les da miedo. ¡Cuánto mejor es para ellos el predecible, repetitivo, anquilosado mundo rural en que ya dese el nacimiento uno ya sabe quién es, cuál es su posición, a quién ha de odiar, con quién ha de relacionarse!
Yo soy un urbanita y a mucha honra. Y tengo claro que las personas de este mundo se dividen en dos grupos, los "urbanitas" auténticos y los rurales. La oposición entre sedentarios y nómadas que para algunos como Ibn Khaldún explicaba el devenir de la historia terminó hace siglos cuando las invasiones de los pueblos de las estepas acabaron. Desaparecieron los pueblos nómadas, pero curiosamente no desapareció el nomadismo pues, paradójicamente, se reencarnó en los ciudadanos. Stadt luft macht frei, “el aire de la ciudad hace libres” que se decía en la Edad Media. Y en efecto en las ciudades, frente al entorno rural, se respiraba un aire libre como en las grandes extensiones que durante milenios habían hollado los caballos de las tribus nómadas.
¿Exagero? Veamos. Si es la propiedad la que define a un individuo, está claro que la propiedad de los urbanitas es cuasi nómada: es etérea, transportable, vendible sin demasiado coste psicológico, exactamente igual a las posesiones de los nómadas. El ciudadano no tiene demasiado apego a su piso, no duda en cambiarlo por otro en otro barrio o en otra ciudad. Es un nómada frustrado por el Progreso, por ello, llegado el momento ansiado de las vacaciones no duda en volver siquiera unos días a la vida nómada, lanzándose en la medida de sus posibilidades a recorrer mundo, a ver otras gentes y otros soles y climas. ¡Qué diferente es por ello del rural asido a su terruño, unido a él como si fuese un pedrusco o un árbol más de su solar, o el rural travestido de ciudadano que cada vez que sus obligaciones urbanas le dejan un resquicio vuelve ovejunamente a su redil!
Y claro que hay una oposición entre nosotros. Los terratenientes son conservadores, desconfiados y agresivos. Lo primero es claro, va asociada a su objetivo único: la defensa de la propiedad de la tierra y su reparto presente, es decir, la defensa del statu quo.Y este conservadurismo en lo económico y social contagia al resto de las esferas e intereses humanos ya sea la política, el arte o la cultura. Y así ha sido desde siempre. Nada extrañará pues que los revolucionarios franceses de 1789 no tuvieran el menor empacho en llamar "Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano" a su proclama revolucionaria máxima. Para ellos, hombres libres, valga la redundancia, sólo lo eran los ciudadanos.
Que los rurales son, por otro lado, más agresivos que los urbanitas es evidente y estadísticamente contrastable. Todavía algún rural interesado por la Etología se sorprende de que los ciudadanos no nos matemos entre nosotros como lo hacen las ratas cuando en los laboratorios se las amontona en jaulas saturadas. Y es que no entiende que los ciudadanos no somos ratas. La ciudad, si es ciudad o sea si es mediterránea (para lo cual no es menester que esté cerca de este mar) es lugar donde florece la convivencia, el intercambio, el interés mutuo (véase Luis Racionero, El mediterráneo y los bárbaros del Norte).
Por el contrario es en los pueblos donde la tensión está siempre latente y a veces aflora desencadenado un puertohurraco por un muéveme allá esos lindes. Es lo que lleva la preeminencia dada a la propiedad de la tierra. Tengo para mí que buena parte de los actos violentos que se dan en las ciudades son obra de rurales travestidos. Y eso desde el comienzo de la Historia. Leo en mi admirado escritor-nómada Bruce Chatwin lo siguiente: “Un versículo del Midras, que comenta la riña, dice que los hijos de Adán heredaron una división equitativa del mundo: Caín la propiedad de toda la tierra, Abel la de todas las cosas vivas…después de lo cual Caín acusó a Abel de intromisión ilícita. Los nombres de los hermanos forman una pareja igualada de opuestos. Abel proviene del hebreo hebel, que significa “aliento”, o “vapor”: todo lo que vive y se mueve y es perecedero, incluida la propia vida. La raíz de Caín parece ser el verbo kanah: “adquirir”, “obtener”, “tener propiedad”,y por lo tanto “gobernar” o “subyugar”.
Y en cuanto a la desconfianza, pues aquí hay algo que importa decir en voz bien alta pues nada más repetido que la “idea” de que la solidaridad y el afecto es patrimonio de los pueblos y lugares pequeños. Nada tan cansino como oír el autobombo engolado que se dan los rurales aludiendo a cómo en las comunidades pequeñas florecen los lazos de la amistad y el desvelo interpersonales.
Todo lo contrario. ¿A quién pretenderán engañar? Ya decía Josep Pla, que los conocía más que bien pues vivió entre ellos, que “cuanto más irrisorio es un pueblo y menos personas lo habitan, menos pueden soportarse. La idea de la fraternización y de la ayuda mutua es una idea de las grandes ciudades”. Las comunidades locales son, por otro lado, ejemplos egregios de lo que el sociólogo Lewis Coser llamaba “instituciones voraces”, grupos de control asfixiante sobre la vida de los individuos que impiden que florezca en ninguno de ellos nada sincero, y menos aún la amistad o el cuidado desinteresado. Así, en los pueblos, allí donde todos se conocen, allí es el reino del “qué dirán”, de la maledicencia, la envidia, el disimulo y el engaño, del odio larvado y del odio explícito que se trasmite desde la cuna hasta la sepultura. Los peores pecados cardinales tienen allí campo abonado para crecer. Por ello, nada expresa mejor la vida pueblerina que el conocido dicho “pueblo pequeño, infierno grande”.
Y todo, todo, por la propiedad de la tierra, pues ahí está el problema en que no hay más tierra que la que hay, en que la oferta de tierra es rígida o inelástica, por lo que el que alguien acapare más tierra sólo puede hacerlo a costa de algún otro que la ha de perder” paralelamente. Hay pues que tener cuidado con los demás, desconfiar de ellos pues siempre están al acecho para aumentar sus posesiones, sus tierras, a costa de las nuestras. Las relaciones humanas son siempre, en el fondo, conflictivas, un juego de suma cero, en lo que lo que gana uno es lo que pierde otro. Eso es lo que está inscrito indeleblemente en el alma de los rurales.
FERNANDO ESTEVE MORA