FERNANDO ESTEVE MORA
El verano pasado, en Agosto, en Madrid y hacia las dos de la tarde cruzando la Plaza de Oriente me tropecé con una familia paseando: padre, madre y un hijo de unos seis o siete años de edad. Nada raro si no fuese porque caía un sol de justicia, hacían unos 40ª centígrados a la sombra pues estábamos en una de esas pertinaces olas de calor cada vez más comunes, y que ella, la mujer y madre, vestía un burka, en tanto que ellos, el padre y el niño, iban en camiseta, pantalón corto y sandalias.
Ni qué decir tiene que, de salida, mi reacción fue la que cabía esperar. Me salió espontáneamente decirme a mí mismo que estaba ante un caso de violencia de género implícita, pues nadie en su sano juicio en un día así se pondría encima un oscuro burka que tapaba de la cabeza a los pies. Comenté a mi acompañante que, tal vestimenta femenina, implicaba una violencia física contra la mujer indirecta pues con seguridad no podría ser saludable andar de esa guisa. Es decir que los efectos de esa vestimenta eran equivalentes en cuanto daños sufridos corporal o físicamente a recibir una tunda de palos. En consecuencia, si en nuestro país la violencia contra las mujeres está considerada como delito, debiera consecuentemente prohibirse semejantes atuendos (no sólo el burka sino también ese otro ligeramente menos agresivo. Ése que supone dejar sólo los ojos de la mujer al aire libre, y cuyo nombre ahora no recuerdo) y delito debería ser el usarlos.
Así razoné hasta que salió el economista que llevo dentro tras tantos años explicando microeconomía.
Y es que, a fin de cuentas, estábamos en Madrid y no en Kabul o en Teherán. De modo que, por ello mismo había que presuponer que la señora en cuestión había elegido ir de esa guisa ese día. Nadie, fuera de ella misma, la obligaba a vestirse de esa manera tan físicamente absurda, si ella no quería ir así ninguna violencia o amenaza de violencia podría obligarla a usar del burka pues no hay aquí "policías de la moral" que exijan esas vestimentas . Nadie podría en nuestro país haberla impedido quitarse el burka si hubiera querido hacerlo. Y tampoco podía acudirse al argumento de que si así aceptaba vestirse era por miedo a su marido. ¿Miedo a su marido? ¿Por qué? Hubiera bastado con que se acercara a cualquiera de los múltiples policías que hay en la zona para que a su marido se enfrentase a una inmediata detención policial y demás consecuencias penales.
En consecuencia, la única conclusión lógicamente posible es que la mujer iba vestida de esa guisa porque así lo quería. La única opinión válida y sensata que se podía sacar era que la mujer llevaba un burka como resultado del ejercicio de su libertad de elección, libertad aceptada y defendida en los países occidentales (a diferencia de los que sucede en países como Afganistán o Irán) y pieza central de la economía de mercado, como Milton Friedman y su mujer Rose expusieron en un libro clásico para los economistas, Libertad de Elegir. Y más aún, podía concluirse que mi espontánea reacción, la de que habría que prohibir semejante atuendo, no sólo era una muestra de paternalismo moral injustificable sino que, en último término, era también una forma de violencia contra ella pues implicaba considerar a esa mujer que elegía ponerse el burka por las razones (seguro que religiosas) que ella estimase oportunas como una persona incapaz para tomar decisiones sobre algo tan personal como su forma de vestirse y, por ello, como un ser humano inferior como persona a quienes no compartiendo sus gustos y códigos vestimentarios queríamos imponer los nuestros sobre los de ella. Me desdije entonces de lo que había pensado y saldé la cosa con un "¡allá ella!. Sarna con gusto no pica"
Toda formación supone algo semejante a lo que los zoólogos conocen como impronta, o sea, la adquisición de unas determinadas y casi automáticas formas de reacción y comportamiento en nuestras mentes a la realidad. En la formación de los economistas una pieza central de esa impronta consiste en la consideración del paternalismo como -de salida- indeseable. Un economista, de salida, ha de no meterse en las opciones que tomen los demás. Los economistas defendemos la libertad de elección como principio. Lo cual no es obstáculo para estudiar y enfrentar aquellas situaciones en las que a esa libertad ha de ponérsele límites, o sea, cuando se estima que por la presencia de fallos del mercado (externalidades, información asimétrica, etc.) o de limitaciones y sesgos cognitivos las decisiones libres de los individuos conducen a resultados no deseables. Pero incluso cuando así ha de ocurrir, cuando no se puede esperar que la libertad de elección de los individuos conduzca a resultados óptimos y hay que inmiscuirse en el comportamiento de los demás, de principio, el procedimiento o la manera de hacerlo más deseable no es la directa o coercitiva sino la indirecta, o sea, la alteración de los precios mediante impuestos y subvenciones (o sea, del sistema de premios y castigos) para que las gentes alteren libremente su comportamiento en la dirección que se estima deseada, o bien la alteración del marco en que se plantean las elecciones a las que los individuos han de tomar pues, como ha demostrado la Economía del Comportamiento, la manera, la forma, en que se plantea una elección influye (da un empujón suave o "nudge") al decisor hacia la elección de una determinada opción (a esto se le conoce como "paternalismo libertario" en el sentido que aparentemente esos cambios meramente formales no se modifican realmente las condiciones de la elección que toman los individuos).
Ni qué decir tiene que el haber adquirido esa impronta "aleja" a los economistas del resto de la gente, pues los no economistas tienden a ser paternalistas, siempre eso sí con la mejor de las intenciones. Así a la hora de ayudar a un necesitado, a los economistas se les enseña que -de salida- la mejor manera de hacerlo es dándole dinero y no dándole una ayuda en especie (por ejemplo, ropa o alimentos), de modo que sea el ayudado quien tenga la opción de decidir que tipo de ayuda es la que mejor le vale. Por eso me encantaban aquel par de pedigüeños que hace unos años se situaban en los aledaños de la Pueta del Sol y que extendiendo ante sí unos platitos rotulados como "para comida", "para tabaco", "para mujeres", "para el bingo", etc., desnudaban el egoísta y reconfortante paternalismo presente en quienes ejercen su altruismo condicionado a que el ayudado se comporte como desea el ayudador.
Las implicaciones de esta oposición al paternalismo por parte de los economistas pueden a veces ser difíciles de "tragar". Para entrar ya en materia de lo que va esta entrada, planteémonos el problema social de la violencia contra las mujeres, la violencia de género, dentro de la violencia.
Hace un tiempo dedique una entrada a esta problema desde el lado de los violentos, o sea, indagando en la "lógica" de los hombres que maltratan a sus compañeras. Pero, ni qué decir tiene, que hay otra cara del problema de la cual, me da la impresión se habla poco. Me refiero a las mujeres que, de alguna manera, soportan, toleran, aceptan, se emparejan, no denuncian e incluso perdonan a sus maltratadores. Esos casos los hay, y creo -no tengo datos que avalen esta opinión- que son muchos.
Y, ¿entonces? Volvamos atrás, volvamos al caso de la señora con burka. Tras la discusión precedente, creo que quedó claro que la sociedad -al menos la nuestra- no puede inmiscuirse en el ejercicio que haga de su libertad de elección de cómo vestirse. Dado que la sociedades occidentales, y singularmente la española, ya han establecido los medios para que cualquier mujer que sufra de maltrato o se amenazado con sufrirlos pueda utilizar de los recursos del Estado para defenderse ¿deberíamos concluir que las mujeres maltratadas que no usan de esos recursos lo son porque así lo quieren, porque deciden seguir estando con maltratadores?
Pongamos un ejemplo. Imaginemos que tenemos como vecinos a una pareja de militantes de extrema derecha conocidos por su defensa de los papeles tradicionales dentro del matrimonio y su oposición a todo lo que huela a feminismo. Si una noche oímos que él le está golpeando a ella y que esta se queja ¿hemos de concluir que se trata de un caso de violencia de género y habríamos de llamar a la policía o más bien debiéramos comportarnos como economistas y quedarnos al margen pues se trataría de un caso de relaciones sexuales sadomasoquistas libremente consentidas que a veces no tienen un "final feliz"? La respuesta es obvia.
El problema es que, para dar cuenta de este tipo de situaciones, que creo frecuentes, en las que la mujer maltratada se comporta como si aceptase el maltrato, líbremente pues nadie le impediría dejar de hacerlo, suelen "explicarse" acudiendo a argumentos que implican una suerte de violencia moral sobre la mujer que ya sufre la violencia física. Dicho de otra manera, lo habitual es explicar el comportamiento de las mujeres que no se quejan o perdonan a sus parejas maltratadoras, como ejemplo y fruto de una clara minusvalía mental o moral que les impide a esas mujeres hacer algo tan sencillo y lógico como descolgar un teléfono y marcar el 016 o o presentarse en la comisaría más cercana. Es decir, que las mujeres que sufren el maltrato en silencio lo hacen, e último término, porque son tontas. Ni siquiera valdría para ellas la justificación por el miedo o la cobardía, pues un miedoso (o incluso, un cobarde) es quien no se atreve a enfrentase personalmente con un agresor, y obviamente que a nadie puede exigírsele la valentía. Pero para eso está el estado, para defendernos a los que somos miedosos y cobardes de quienes nos agreden usando del "monopolio en el uso legítimo de la violencia" que lo define.
Me parece, en consecuencia, que la "explicación" de esa tolerancia al maltrato por parte de muchas de las que lo sufren recurriendo al miedo no es convincente. Y creo que, más bien, hay que buscarla en otro sitio. Concretamente en los efectos que en este aspecto o parte del problema de la violencia de género se siguen de algunos de los sesgos y limitaciones cognitivas que afectan a los individuos y ha sacado a la luz la Economía del Comportamiento. Dicho de otra manera, la "inexplicable" tolerancia de muchas mujeres maltratadas sería una más de las irracionalidades que afectan de modo sistemático a las decisiones que tomamos todos los individuos, a menos que seamos muy conscientes de esos sesgos "naturales".
Y la implicación de esta manera de ver las cosas -y aquí va la "bomba" de esta entrada"- sería la de que la mejor política para afrontar esta parte del problema de la violencia de género de la que en esta entrada se trata, pasaría por hacer que las mujeres en edad escolar recibiesen una pequeña formación en Economía del Comportamiento que las hiciese aprender y ser conscientes de las malas pasadas que les puede jugar su mente para así aprender las razones por la que de modo natural muchas mujeres han aceptado como normal el maltrato que sufren.
Veamos. La lógica económica obliga a tomar de decisiones usando del criterio o regla marginal. Con arreglo a este principio hay que tomar una camino, decidir ir en una dirección en vez de ir en otra, si el "beneficio" o bienestar adicional o marginal que supone el así hacerlo supera al coste adicional o coste marginal de tomar ese camino en concreto vez del otro.
En el caso que nos ocupa de la violencia de género, la lógica económica es muy sencilla y elemental y prescribe claramente y como criterio general una sola opción: la de la denuncia y castigo al maltratador. Y es que, en la totalidad de los casos, el coste adicional o marginal de aguantar convivir con una pareja maltratadora y recibir una bofetada más es hoy siempre mayor que el beneficio adicional o marginal de hacerlo. No siempre pasó así. Parece increíble recordar aquellos no tan lejanos tiempos en que no sucedía así. Los tiempos en que no había ley del divorcio ( a la que, por cierto, se oponía el partido madre del PP, Alianza Popular) ni protección a las mujeres maltratadas por parte de la Policía, la Justicia, el sector privado (incluido la Banca) y demás instituciones como la Iglesia, por no hablar de la presión y opinión públicas, de modo que en muchos casos resultaba ser la elección lógica o racional la de continuar en la relación tóxica . Hoy sin embargo, una mujer maltratada puede contar con toda una red de protección social e institucional (mejorable siempre) que permite concluir que en todos los casos la lógica de la decisión racional obligaría a las mujeres maltratadas a no transigir con sus maltratadores .
Ahora bien, lo que la Economía del Comportamiento ha mostrado es que, en la práctica, los individuos tendemos a no comportarnos siempre como prescribe esa lógica, o sea, que tendemos en muchas ocasiones a ser irracionales, y a tomar decisiones en que no se comparan los beneficios y los costes marginales de las decisiones, sino que nuestros cerebros permiten inmiscuirse en nuestras decisiones factores que -lógicamente- NO debieran ser tenidos en consideración.
Y de modo muy relevante, permitimos que en nuestras decisiones cuenten no sólo los costes y beneficios adicionales o marginales sino también los costes y beneficios HUNDIDOS. Es decir los costes y beneficios que tuvieron lugar en el pasado y que, puesto que se dieron en el pasado nada deberían de contar en el presente. Nada de lo que sucediera en el pasado y no aporte nueva información a las decisiones que se toman hoy debería pesar en ellas. Incluso un refrán lo establece así explícitamente: "agua pasada, no mueve molino".
Y, sin embargo, es de lo más normal el tener en cuenta el pasado en las decisiones que afectan al futuro. Proceder así es un error lógico. Un error en el que caemos con frecuencia a menos que nos acostumbremos a detectar las insidiosas tretas mediante las que nuestra mente permite pasar y peasr a los costes y beneficios hundidos.
Veamos cómo pasaría eso en el presente caso. Una mujer maltratad sería irracional cuando a la hora de decidí si sigue o no con su pareja maltratadora un segundo más o si la denuncia en comisaría decide incluir en su decisión algo tan normal como el pasado, la ponderación de los buenos ratos pasados con el que hoy es un monstruo que hoy es su pareja no lo era. ¡Qué aparentemente racional parecería ser ese modo de proceder tan absurdo! Pues irracional y absurdo es permitir dar peso al pasado en aras de tomar una decisión ponderada y equilibrada, una que de tanto peso al presente y al futuro como al pasado.
Por supuesto que puedo estar equivocado, pero tengo para mí que este tipo de "argumentación" que pretende cierta "justicia" en la medida que pondera los buenos y los maños momentos de una relación a la hora de decidir si continuarla está detrás de muchos de esos casos de tolerancia al maltrato por parte del maltratado. Y para combatir erste tipo de comportamientos irracionales no vale más policía o más protección sino más conocimiento de esos sesgos mentales que detecta y estudia la Economía del Comportamiento.
Y para acabar. No es esta, la de la consideración de los costes y beneficios hundidos, la única de las irracionalidades que los economistas de comportamiento han detectado en nuestra toma de decisiones que tiene efectos y repercusiones negativas sobre el problema de la violencia de género. Hay otras. Por ejemplo, las implicaciones en este terreno de las relaciones amorosas del llamado hábito de "evaluar o juzgar la calidad por el precio" (estudiado por el Premio Nobel Joseph Stiglitz) que lleva muchas jóvenes a evaluar la calidad de sus parejas por lo celosos y controladoras que son con ellas, que suele ser el principio de lo que más adelante se convertirá en una relación tóxica. Trataré de ello en otra entrada.
El verano pasado, en Agosto, en Madrid y hacia las dos de la tarde cruzando la Plaza de Oriente me tropecé con una familia paseando: padre, madre y un hijo de unos seis o siete años de edad. Nada raro si no fuese porque caía un sol de justicia, hacían unos 40ª centígrados a la sombra pues estábamos en una de esas pertinaces olas de calor cada vez más comunes, y que ella, la mujer y madre, vestía un burka, en tanto que ellos, el padre y el niño, iban en camiseta, pantalón corto y sandalias.
Ni qué decir tiene que, de salida, mi reacción fue la que cabía esperar. Me salió espontáneamente decirme a mí mismo que estaba ante un caso de violencia de género implícita, pues nadie en su sano juicio en un día así se pondría encima un oscuro burka que tapaba de la cabeza a los pies. Comenté a mi acompañante que, tal vestimenta femenina, implicaba una violencia física contra la mujer indirecta pues con seguridad no podría ser saludable andar de esa guisa. Es decir que los efectos de esa vestimenta eran equivalentes en cuanto daños sufridos corporal o físicamente a recibir una tunda de palos. En consecuencia, si en nuestro país la violencia contra las mujeres está considerada como delito, debiera consecuentemente prohibirse semejantes atuendos (no sólo el burka sino también ese otro ligeramente menos agresivo. Ése que supone dejar sólo los ojos de la mujer al aire libre, y cuyo nombre ahora no recuerdo) y delito debería ser el usarlos.
Así razoné hasta que salió el economista que llevo dentro tras tantos años explicando microeconomía.
Y es que, a fin de cuentas, estábamos en Madrid y no en Kabul o en Teherán. De modo que, por ello mismo había que presuponer que la señora en cuestión había elegido ir de esa guisa ese día. Nadie, fuera de ella misma, la obligaba a vestirse de esa manera tan físicamente absurda, si ella no quería ir así ninguna violencia o amenaza de violencia podría obligarla a usar del burka pues no hay aquí "policías de la moral" que exijan esas vestimentas . Nadie podría en nuestro país haberla impedido quitarse el burka si hubiera querido hacerlo. Y tampoco podía acudirse al argumento de que si así aceptaba vestirse era por miedo a su marido. ¿Miedo a su marido? ¿Por qué? Hubiera bastado con que se acercara a cualquiera de los múltiples policías que hay en la zona para que a su marido se enfrentase a una inmediata detención policial y demás consecuencias penales.
En consecuencia, la única conclusión lógicamente posible es que la mujer iba vestida de esa guisa porque así lo quería. La única opinión válida y sensata que se podía sacar era que la mujer llevaba un burka como resultado del ejercicio de su libertad de elección, libertad aceptada y defendida en los países occidentales (a diferencia de los que sucede en países como Afganistán o Irán) y pieza central de la economía de mercado, como Milton Friedman y su mujer Rose expusieron en un libro clásico para los economistas, Libertad de Elegir. Y más aún, podía concluirse que mi espontánea reacción, la de que habría que prohibir semejante atuendo, no sólo era una muestra de paternalismo moral injustificable sino que, en último término, era también una forma de violencia contra ella pues implicaba considerar a esa mujer que elegía ponerse el burka por las razones (seguro que religiosas) que ella estimase oportunas como una persona incapaz para tomar decisiones sobre algo tan personal como su forma de vestirse y, por ello, como un ser humano inferior como persona a quienes no compartiendo sus gustos y códigos vestimentarios queríamos imponer los nuestros sobre los de ella. Me desdije entonces de lo que había pensado y saldé la cosa con un "¡allá ella!. Sarna con gusto no pica"
Toda formación supone algo semejante a lo que los zoólogos conocen como impronta, o sea, la adquisición de unas determinadas y casi automáticas formas de reacción y comportamiento en nuestras mentes a la realidad. En la formación de los economistas una pieza central de esa impronta consiste en la consideración del paternalismo como -de salida- indeseable. Un economista, de salida, ha de no meterse en las opciones que tomen los demás. Los economistas defendemos la libertad de elección como principio. Lo cual no es obstáculo para estudiar y enfrentar aquellas situaciones en las que a esa libertad ha de ponérsele límites, o sea, cuando se estima que por la presencia de fallos del mercado (externalidades, información asimétrica, etc.) o de limitaciones y sesgos cognitivos las decisiones libres de los individuos conducen a resultados no deseables. Pero incluso cuando así ha de ocurrir, cuando no se puede esperar que la libertad de elección de los individuos conduzca a resultados óptimos y hay que inmiscuirse en el comportamiento de los demás, de principio, el procedimiento o la manera de hacerlo más deseable no es la directa o coercitiva sino la indirecta, o sea, la alteración de los precios mediante impuestos y subvenciones (o sea, del sistema de premios y castigos) para que las gentes alteren libremente su comportamiento en la dirección que se estima deseada, o bien la alteración del marco en que se plantean las elecciones a las que los individuos han de tomar pues, como ha demostrado la Economía del Comportamiento, la manera, la forma, en que se plantea una elección influye (da un empujón suave o "nudge") al decisor hacia la elección de una determinada opción (a esto se le conoce como "paternalismo libertario" en el sentido que aparentemente esos cambios meramente formales no se modifican realmente las condiciones de la elección que toman los individuos).
Ni qué decir tiene que el haber adquirido esa impronta "aleja" a los economistas del resto de la gente, pues los no economistas tienden a ser paternalistas, siempre eso sí con la mejor de las intenciones. Así a la hora de ayudar a un necesitado, a los economistas se les enseña que -de salida- la mejor manera de hacerlo es dándole dinero y no dándole una ayuda en especie (por ejemplo, ropa o alimentos), de modo que sea el ayudado quien tenga la opción de decidir que tipo de ayuda es la que mejor le vale. Por eso me encantaban aquel par de pedigüeños que hace unos años se situaban en los aledaños de la Pueta del Sol y que extendiendo ante sí unos platitos rotulados como "para comida", "para tabaco", "para mujeres", "para el bingo", etc., desnudaban el egoísta y reconfortante paternalismo presente en quienes ejercen su altruismo condicionado a que el ayudado se comporte como desea el ayudador.
Las implicaciones de esta oposición al paternalismo por parte de los economistas pueden a veces ser difíciles de "tragar". Para entrar ya en materia de lo que va esta entrada, planteémonos el problema social de la violencia contra las mujeres, la violencia de género, dentro de la violencia.
Hace un tiempo dedique una entrada a esta problema desde el lado de los violentos, o sea, indagando en la "lógica" de los hombres que maltratan a sus compañeras. Pero, ni qué decir tiene, que hay otra cara del problema de la cual, me da la impresión se habla poco. Me refiero a las mujeres que, de alguna manera, soportan, toleran, aceptan, se emparejan, no denuncian e incluso perdonan a sus maltratadores. Esos casos los hay, y creo -no tengo datos que avalen esta opinión- que son muchos.
Y, ¿entonces? Volvamos atrás, volvamos al caso de la señora con burka. Tras la discusión precedente, creo que quedó claro que la sociedad -al menos la nuestra- no puede inmiscuirse en el ejercicio que haga de su libertad de elección de cómo vestirse. Dado que la sociedades occidentales, y singularmente la española, ya han establecido los medios para que cualquier mujer que sufra de maltrato o se amenazado con sufrirlos pueda utilizar de los recursos del Estado para defenderse ¿deberíamos concluir que las mujeres maltratadas que no usan de esos recursos lo son porque así lo quieren, porque deciden seguir estando con maltratadores?
Pongamos un ejemplo. Imaginemos que tenemos como vecinos a una pareja de militantes de extrema derecha conocidos por su defensa de los papeles tradicionales dentro del matrimonio y su oposición a todo lo que huela a feminismo. Si una noche oímos que él le está golpeando a ella y que esta se queja ¿hemos de concluir que se trata de un caso de violencia de género y habríamos de llamar a la policía o más bien debiéramos comportarnos como economistas y quedarnos al margen pues se trataría de un caso de relaciones sexuales sadomasoquistas libremente consentidas que a veces no tienen un "final feliz"? La respuesta es obvia.
El problema es que, para dar cuenta de este tipo de situaciones, que creo frecuentes, en las que la mujer maltratada se comporta como si aceptase el maltrato, líbremente pues nadie le impediría dejar de hacerlo, suelen "explicarse" acudiendo a argumentos que implican una suerte de violencia moral sobre la mujer que ya sufre la violencia física. Dicho de otra manera, lo habitual es explicar el comportamiento de las mujeres que no se quejan o perdonan a sus parejas maltratadoras, como ejemplo y fruto de una clara minusvalía mental o moral que les impide a esas mujeres hacer algo tan sencillo y lógico como descolgar un teléfono y marcar el 016 o o presentarse en la comisaría más cercana. Es decir, que las mujeres que sufren el maltrato en silencio lo hacen, e último término, porque son tontas. Ni siquiera valdría para ellas la justificación por el miedo o la cobardía, pues un miedoso (o incluso, un cobarde) es quien no se atreve a enfrentase personalmente con un agresor, y obviamente que a nadie puede exigírsele la valentía. Pero para eso está el estado, para defendernos a los que somos miedosos y cobardes de quienes nos agreden usando del "monopolio en el uso legítimo de la violencia" que lo define.
Me parece, en consecuencia, que la "explicación" de esa tolerancia al maltrato por parte de muchas de las que lo sufren recurriendo al miedo no es convincente. Y creo que, más bien, hay que buscarla en otro sitio. Concretamente en los efectos que en este aspecto o parte del problema de la violencia de género se siguen de algunos de los sesgos y limitaciones cognitivas que afectan a los individuos y ha sacado a la luz la Economía del Comportamiento. Dicho de otra manera, la "inexplicable" tolerancia de muchas mujeres maltratadas sería una más de las irracionalidades que afectan de modo sistemático a las decisiones que tomamos todos los individuos, a menos que seamos muy conscientes de esos sesgos "naturales".
Y la implicación de esta manera de ver las cosas -y aquí va la "bomba" de esta entrada"- sería la de que la mejor política para afrontar esta parte del problema de la violencia de género de la que en esta entrada se trata, pasaría por hacer que las mujeres en edad escolar recibiesen una pequeña formación en Economía del Comportamiento que las hiciese aprender y ser conscientes de las malas pasadas que les puede jugar su mente para así aprender las razones por la que de modo natural muchas mujeres han aceptado como normal el maltrato que sufren.
Veamos. La lógica económica obliga a tomar de decisiones usando del criterio o regla marginal. Con arreglo a este principio hay que tomar una camino, decidir ir en una dirección en vez de ir en otra, si el "beneficio" o bienestar adicional o marginal que supone el así hacerlo supera al coste adicional o coste marginal de tomar ese camino en concreto vez del otro.
En el caso que nos ocupa de la violencia de género, la lógica económica es muy sencilla y elemental y prescribe claramente y como criterio general una sola opción: la de la denuncia y castigo al maltratador. Y es que, en la totalidad de los casos, el coste adicional o marginal de aguantar convivir con una pareja maltratadora y recibir una bofetada más es hoy siempre mayor que el beneficio adicional o marginal de hacerlo. No siempre pasó así. Parece increíble recordar aquellos no tan lejanos tiempos en que no sucedía así. Los tiempos en que no había ley del divorcio ( a la que, por cierto, se oponía el partido madre del PP, Alianza Popular) ni protección a las mujeres maltratadas por parte de la Policía, la Justicia, el sector privado (incluido la Banca) y demás instituciones como la Iglesia, por no hablar de la presión y opinión públicas, de modo que en muchos casos resultaba ser la elección lógica o racional la de continuar en la relación tóxica . Hoy sin embargo, una mujer maltratada puede contar con toda una red de protección social e institucional (mejorable siempre) que permite concluir que en todos los casos la lógica de la decisión racional obligaría a las mujeres maltratadas a no transigir con sus maltratadores .
Ahora bien, lo que la Economía del Comportamiento ha mostrado es que, en la práctica, los individuos tendemos a no comportarnos siempre como prescribe esa lógica, o sea, que tendemos en muchas ocasiones a ser irracionales, y a tomar decisiones en que no se comparan los beneficios y los costes marginales de las decisiones, sino que nuestros cerebros permiten inmiscuirse en nuestras decisiones factores que -lógicamente- NO debieran ser tenidos en consideración.
Y de modo muy relevante, permitimos que en nuestras decisiones cuenten no sólo los costes y beneficios adicionales o marginales sino también los costes y beneficios HUNDIDOS. Es decir los costes y beneficios que tuvieron lugar en el pasado y que, puesto que se dieron en el pasado nada deberían de contar en el presente. Nada de lo que sucediera en el pasado y no aporte nueva información a las decisiones que se toman hoy debería pesar en ellas. Incluso un refrán lo establece así explícitamente: "agua pasada, no mueve molino".
Y, sin embargo, es de lo más normal el tener en cuenta el pasado en las decisiones que afectan al futuro. Proceder así es un error lógico. Un error en el que caemos con frecuencia a menos que nos acostumbremos a detectar las insidiosas tretas mediante las que nuestra mente permite pasar y peasr a los costes y beneficios hundidos.
Veamos cómo pasaría eso en el presente caso. Una mujer maltratad sería irracional cuando a la hora de decidí si sigue o no con su pareja maltratadora un segundo más o si la denuncia en comisaría decide incluir en su decisión algo tan normal como el pasado, la ponderación de los buenos ratos pasados con el que hoy es un monstruo que hoy es su pareja no lo era. ¡Qué aparentemente racional parecería ser ese modo de proceder tan absurdo! Pues irracional y absurdo es permitir dar peso al pasado en aras de tomar una decisión ponderada y equilibrada, una que de tanto peso al presente y al futuro como al pasado.
Por supuesto que puedo estar equivocado, pero tengo para mí que este tipo de "argumentación" que pretende cierta "justicia" en la medida que pondera los buenos y los maños momentos de una relación a la hora de decidir si continuarla está detrás de muchos de esos casos de tolerancia al maltrato por parte del maltratado. Y para combatir erste tipo de comportamientos irracionales no vale más policía o más protección sino más conocimiento de esos sesgos mentales que detecta y estudia la Economía del Comportamiento.
Y para acabar. No es esta, la de la consideración de los costes y beneficios hundidos, la única de las irracionalidades que los economistas de comportamiento han detectado en nuestra toma de decisiones que tiene efectos y repercusiones negativas sobre el problema de la violencia de género. Hay otras. Por ejemplo, las implicaciones en este terreno de las relaciones amorosas del llamado hábito de "evaluar o juzgar la calidad por el precio" (estudiado por el Premio Nobel Joseph Stiglitz) que lleva muchas jóvenes a evaluar la calidad de sus parejas por lo celosos y controladoras que son con ellas, que suele ser el principio de lo que más adelante se convertirá en una relación tóxica. Trataré de ello en otra entrada.