Una urna contiene 90 bolas, 30 son rojas. El resto son o amarillas o negras. No se conoce cuántas son amarillas o negras, pero sí que la suma de ambas bolas es 60. Las bolas están bien mezcladas y no sesgadas.
Elige:
A) Recibir 100 EUR si sacas una bola roja de la urna. Nada si es de cualquier otro color.
B) Recibir 100 EUR si sacas una bola negra de la urna. Nada si es de cualquier otro color.
La mayoría de la gente suele optar por la opción A.
Imagina que empezamos de nuevo, y las elecciones son las siguientes:
C) Recibir 100 EUR si sacas una bola roja o amarilla. Nada si es de otro color.
D) Recibir 100 EUR si sacar una bola negra o amarilla. Nada si es de otro color.
Normalmente la gente suele escoger la opción D.
Que, curiosamente, está en clara contradicción con haberse decantado por la opción A en la elección anterior.
Me explico mejor. De acuerdo a la teoría de la utilidad esperada (expected utility theory) y puesto que los premios son similares, eligirás la opción A si piensas que sacar una bola roja es más probable que sacar una bola negra. No habrá ninguna preferencia si piensas que las probabilidades de sacar una bola roja son similares a las de sacar una negra (o una amarilla). Del mismo modo, preferirás la opción C si crees que sacar una bola roja o amarilla es más probable que sacar una bola negra o amarilla. En este sentido, parece intuitivo que si sacar una bola roja es más probable que sacar una bola negra, sacar una bola roja o amarilla también es más probable que sacar una bola negra o amarilla. Por tanto, si prefieres la opción A a la B, se deduce que también se prefiere la opción C sobre la D. Y por lo tanto, si se hubiera preferido la opción B, se preferirá la D sobre la C.
No es tan complicado como parece, dale otra lectura o échale un vistazo a esto:
Es lo que se conoce como la paradoja de Ellsberg, que prueba un fenómeno conocido como el sesgo de aversión a la ambigüedad (ambiguity aversion bias). Junto con la paradoja de Allais, están en clara contradicción con la teoría de la utilidad esperada (expected utility theory).
Frank H. Knight, uno de los economistas más interesantes del pasado siglo, que me encanta por su postura escéptica o intermedia (“ecléctica” en palabras de M. Pompian). En uno de sus trabajos más conocidos (Risk, Uncertainty and Profit), Knight define riesgo como una apuesta con una distribución conocida y señala que la incertidumbre se materializa cuando la distribución de una apuesta no es conocida. En este sentido, los inversores normalmente odian la incertidumbre más que el riesgo.
En mercados financieros, nunca tendremos certidumbre sobre la distribución de probabilidad de los activos sobre los que invertimos. Podemos hacernos una idea, basándonos en resultados pasados, o teniendo en cuenta la evolución de otros activos u otros datos relacionados. Podemos tener más o menos confianza en que un activo seguirá la distribución que pensamos de acuerdo a nuestros análisis. Pero lo cierto es que siempre existirá incertidumbre.
Esto no ocurre cuando sacamos bolas de un cesto, por ejemplo, en el que sabemos cuántas bolas hay y de qué color. Aquí conocemos cómo se distribuyen las probabilidades.
Por eso exigimos un mayor retorno a las inversiones del que exigiríamos a un lanzamiento a cara o cruz: estamos exigiendo una prima por la incertidumbre. Si nuestro análisis nos muestra una probabilidad de que una acción baje del 50% y tenemos que elegir entre a) jugarnos 100 EUR a que se cumple nuestra previsión o b) jugarnos 100 EUR a cara o cruz, muy seguros tendríamos que estar de nuestro análisis como para elegir la opción a).
Y esa seguridad es lo que se conoce como el efecto de competencia, estudiado entre otros por el gran A. Tversky, del que tanto hemos hablado en este blog. En un estudio de 1991 junto a Chip Heath, estudiaban cómo afecta el sesgo de aversión a la ambigüedad sobre la evaluación de la probabilidad en la toma de decisiones, llegando a la conclusión de que dependerá del nivel de competencia subjetiva del inversor. Aquellos que se consideran más conocedores o con mayor habilidad, se verán más dispuestos a tomar riesgos en situaciones de ambigüedad que aquellos que se ven más inseguros.
Lo bueno, por lo tanto, es que los inversores mejor preparados se deberían ver menos afectados por esta trampa o sesgo de aversión a la ambigüedad. Lo malo es que de acuerdo a un estudio de Graham, Harvey y Huang, aquellos inversores más afectados por el efecto de competencia suelen operar con mayor frecuencia que los no afectados y están dispuestos a tomar más riesgos de los que deberían.
Como siempre, en el punto medio está la virtud.
El sesgo de aversión a la ambigüedad tiene otras consecuencias negativas sobre las carteras de quienes sufren la trampa, normalmente relacionadas con la diversificación. Por ejemplo, debido a la incapacidad de medir correctamente los riesgos, un inversor podría sobre ponderar demasiados los valores defensivos o los nombres conocidos (big caps) en cartera.
Otra consecuencia es la falta de diversificación geográfica, invirtiendo sólo en valores del país donde reside el inversor, puesto que como los conoce (mejor dicho, le suenan más) ve menor incertidumbre que en valores más desconocidos (que quizá tienen una incertidumbre menor, pero lo que importa es la incertidumbre subjetiva).
En este sentido, M. Pompian señala un gran ejemplo de este sesgo, al recordar aquellos empleados de empresas que sobre ponderan en sus carteras los títulos de las empresas para las que trabajan. El caso de los ahorros de muchos empleados de Enron o WorldCom demuestra los peligros de sobre invertir en la empresa para la que trabajamos.
Tomás García-Purriños, CAIA
@tomasgarcia_p