El 27 de mayo de 2010, surgía la noticia de que un directivo de “El Corte Inglés”, reclamaba un pacto en la industria de la distribución para salir de la crisis. Esa noticia la analizaba en un post que titulé “La competencia y precios según El Corte Inglés”.
Recordemos que la competencia es básica si estamos en un modelo de economía de mercado y que además resulta que los pactos están prohibidos expresamente en la ley 15/2007 que en su artículo 1 dice:
“Se prohíbe todo acuerdo, decisión o recomendación colectiva, o práctica concertada o conscientemente paralela, que tenga por objeto, produzca o pueda producir el efecto de impedir, restringir o falsear la competencia en todo o parte del mercado nacional y, en particular, los que consistan en:
La fijación, de forma directa o indirecta, de precios o de otras condiciones comerciales o de servicio.”
El caso es que no existen noticias de que nadie haya actuado cuando una gran empresa, y para más inri una empresa de referencia en el sector, propone un pacto de precios entre las distintas empresas. Esta inactividad de los organismos de competencia, nos llevan a una situación en la que ya todo vale, y era cuestión de tiempo que la burrada de salir a los periódicos a reclamar a un sector que se una y pacte, sea superada. Desde luego, no era fácil, pero debemos tener en cuenta que los lobbys que tenemos por ahí, hacen gala de un gran espíritu de superación.
En este sentido, los que han salido a superar esta burrada, han sido los de la industria tabacalera. Estos no han salido a pedir a los productores de tabaco un gran pacto, sino que lo que han salido es a pedir al gobierno un cambio normativo para evitar una guerra de precios. A ver si nos entendemos. Los gobiernos han de luchar por fomentar la competencia en todos los sectores, y como tal han de actuar con contundencia contra todas aquellas prácticas que alteren la competencia.
Por supuesto, a veces la tarea de luchar contra estos pactos puede ser difícil y ardua, porque se supone que las empresas si actúan en contra de la normativa vigente, lo suelen hacer de forma que no dejen demasiadas pruebas. Por supuesto, que no se entienda la dificultad de probar actuaciones contrarias a la ley, con una excusa para dejarlas pasar, sino que la dificultad de probar estas actuaciones, lo que debería ser es un incentivo para incrementar los esfuerzos, cambiar métodos y buscar formulas adicionales para evitar estas actuaciones. Es decir, la dificultad de probar actuaciones, no solo no justifica la inacción, sino que realmente la convierte en incomprensible.
Pero en todo caso, cuando ya las empresas salen a los periódicos o piden a los gobiernos que paren guerras de precios, el tema adquiere unos tintes muy surrealistas. Para el detalle de que el gobierno hace 4 años ya aprobó la normativa que se pedía para acabar con la guerra de precios en el sector del tabaco. Dicho de otra forma, el gobierno, lejos de alentar las guerras de precio y fijar las condiciones para que exista una competencia en el sector ya ha intervenido en su día para evitarlo, lo cual nos lleva a una situación en la que no es posible entender absolutamente nada.
Por supuesto, siempre se nos aderezan decisiones de este estilo con ventajas, recomendaciones y demás historias, de tal forma que al final de alguna forma, nadie parece darse cuenta de las burradas que se cometen en referencia a esto. Unas veces lo hacemos para mantener el empleo, otras por que estamos hablando de un bien que beneficia a la sociedad y otras porque estamos hablando de un bien perjudicial para la sociedad. De esta forma, en unos casos buscamos las formas para recuperar los precios bien por “fomentar las inversiones”, o bien por “penalizar el consumo”. No deja de ser curioso que jamás las empresas nos digan que es conveniente reducir los precios, ¿por qué será?.
Por supuesto, en el mercado del tabaco, la coartada es que es necesario subir el precio de las cajetillas de tabaco para penalizar el consumo. Por supuesto, si hay que subir el precio de las cajetillas, tendremos todos claro que los consumidores han de pagar más y esto genera un efecto secundario, que no es otro que el hecho de que alguien vaya a tener más ingresos. Este alguien puede ser el estado o pueden ser las empresas.
Independientemente de la efectividad que las subidas de precios tengan sobre el consumo del bien citado, lo que está claro es que la diferencia entre que este sobrecoste acabe en manos del estado o que acabe en manos de las empresas, se puede expresar como la diferencia en que el estado cobre un importe destinado a pagar los costes que genera determinado mercado y el hecho en que las empresas que ofrecen un bien que ocasiona un perjuicio obtengan un beneficio extraordinario derivado de la intervención del gobierno.
Curiosamente las tabacaleras, piden la actualización de la medida que les vino muy bien en 2006, y aclaran convenientemente que no se pide un incremento de impuestos, sino que se pide el incremento del impuesto mínimo. El esquema es sencillo y lo podemos ver muy fácilmente en un ejemplo:
Imaginemos que tenemos un sector en el que tenemos unos impuestos de un 50% sobre el precio del producto. En este caso si la empresa pone un precio de 100, el precio de venta al público pasaría a ser de 150, de los cuales 100 irían para la empresa y 50 irían para el estado.
En esta situación, si una empresa pretende bajar el precio de la cajetilla, tendrá un efecto multiplicador, debido a que si baja un 10% el precio, logrará bajar el 10% el precio de venta al público; sin embargo el 10% del precio de venta al público es muy superior de forma que el impacto sobre el consumidor es mucho más alto. Es fácil encontrar que si baja de 100 a 90; el precio del bien pasará de 150 a 135, (en la nueva situación 90 serían para la empresa y 45 para el estado).
Si en este contexto establecemos un impuesto mínimo de 100, nos encontramos con que volviendo a la situación inicial, (precio 100 para la empresa), el precio de venta al público pasaría a ser 200, (de los cuales 100 serían para el estado y 100 para la empresa).
En esta situación si la empresa baja un 10% su beneficio, la realidad es que el precio de venta al público pasaría a ser de 190, sobre 200, o lo que es lo mismo una bajada de un 5% final. La conclusión es clara. Un impuesto mínimo elevado, desincentiva claramente entrar en una guerra de precios, porque la reducción se compensaría con una subida porcentual de impuestos de forma que a nadie le interesa bajar precios.
Por supuesto, se puede entender que esta medida sea apropiada porque se busque incrementar los precios del producto, (o evitar que bajen), en virtud de determinados aspectos, (muy obvios en el caso del tabaco). Pero en este caso, la realidad es que lo que procede es subir los impuestos directamente. Si tenemos un impuesto del 50%, pues se sube al 100% y que cada cual aplique el precio que estime correctamente. En este sentido la empresa que pretenda tener más beneficios o que sea más ineficiente, debería asumir que el impacto sobre el precio sea exponencial, sin que se toque el objetivo de incrementar el precio del bien.
Además de esta forma, se le dejan de “hacer favores” a las empresas que hacen un negocio con un bien que no esté aceptado socialmente. Y por lo menos introducimos un poco de sentido común a un mercado en el que a día de hoy nos encontramos con unos consumidores criminalizados y a los que la normativa arrincona cada día más, (no pretendo discutir la conveniencia de tal situación, sino describirla), mientras le hacemos favores y apoyamos con la normativa y los impuestos a los vendedores de tal bien, hasta el punto de que el gobierno apoya medidas contra la competencia que les proporcionan beneficios extraordinarios.
Por cierto, todos aquellos que piensen que el tabaco debe ser carísimo, porque lo comparen con una droga, supongo que no estarán demasiado contentos porque el gobierno esté salvando a lo que en el símil sean los camellos.