En uno de sus aforismos o “pecios”, Rafael Sánchez Ferlosio manifestaba su completa desconfianza ante los simpáticos: “No hay nada que pueda impresionarme tan desfavorablemente como el que alguien trate de impresionarme favorablemente. Los simpáticos me caen siempre antipáticos; los antipáticos me resultan, ciertamente, incómodos en tanto dura la conversación, pero cuando ésta se acaba se han ganado mi aprecio y simpatía”. Como ilustración gráfica de su posición, Ferlosio manifestaba su total convencimiento de que en una situación extremada, como un choque o un descarrilamiento ferroviario, el viajero antipático “se portaría del modo más heroico y más socorredor, mientras que el dicharachero…no podría dar, en igual trance, sino el más bochornoso espectáculo de histeria y cobardía”. Quien no haya leído a Ferlosio pudiera pensar que su opinión no pasa de ser un exabrupto típico de viejo gruñón -él mismo señala que su convicción es probablemente tan arbitraria como injusta-; pero se engañaría: los que sí lo leemos conocemos bien de la tendencia de Ferlosio a dar sistemáticamente en el blanco. Y aquí, en este asunto, una vez más, ha acertado.
En efecto, en un nuevo experimento del tipo de los que realizara Stanley Milgram en la década de 1960 sobre la obediencia para demostrar la proclividad de los seres humanos a plegarse a las órdenes provenientes de una autoridad aceptada y en los que se constató cómo esa predisposición a obedecer le lleva a muchas, a demasiadas personas a castigar a otros aunque sean enteramente inocentes y no merezcan ningún tipo de penalización; nuevo experimento cuyos resultados han sido publicado en el Journal of Personality del mes de enero de 2015, y en el que sus autores han tratado de discernir qué tipo de gentes es más susceptible a obedecer esta clase de órdenes injustas. Y lo que estos investigadores han descubierto ha sido sorprendente, y avala punto por punto la opinión de Ferlosio. Ocurre así que son aquellas personas con personalidad socialmente agradable, que conscientemente tratan siempre de caer bien, que derrochan simpatía, las que con mayor probabilidad estarán dispuestas a administrar corrientazos eléctricos a personas inocentes siguiendo las órdenes de una autoridad aceptada por una comunidad aunque esas órdenes sean arbitrarias o injustas, en tanto que son las personas con personalidades más ásperas o difíciles, las poco o nada sociales, las más antipáticos en suma, las que suelen negarse a ejecutar ese tipo de órdenes.
Dicho de otra manera, la investigación parece demostrar que hay una conexión entre antipatía y comportamiento moral que surge de la menor valoración que los antipáticos le prestan al ser aceptados por los demás, a ser populares, y que les lleva en consecuencia a estar más dispuestos a renunciar o sacrificar su popularidad o aceptación social si el ser más aceptado socialmente las requiere comportarse más injustamente con los demás. Por el contrario, la pulsión de los simpáticos a buscar el ser aceptados les lleva a transigir con comportamientos injustos para otros, si ello les supone un mayor reconocimiento social.
Lo anterior viene a cuento de la cada vez más insoportable simpatía que derrochan muchos, demasiados, de nuestros políticos. Sin duda que en una sociedad democrática un político ha de ser popular, pero lo que está ocurriendo es que los técnicos de marketing político y de relaciones públicas de los partidos políticos formados en EE.UU., parecen haber impuesto la idea de que el camino a la popularidad para un político para por ser simpático, cercano, campechano y hasta chabacano. Dicho de otra manera, a los antipáticos les está crecientemente vedado el terreno de la vida política. En estos tiempos difícilmente cabe pensar que un Churchill pudiera llegar a dirigir una gran nación, pues difícilmente podría pasar el primer filtro: el de la simpatía. Y para ello, para caer bien a todo el mundo, el ser relativamente joven, el tener buena imagen física (incluyendo una sonrisa profidén –como antes se decía-), el tener opiniones con tan pocas aristas como para no herir a nadie, son requisitos imprescindibles.
El resultado no es sólo que estemos asistiendo a la progresiva reducción del proceso electoral democrático a un concurso de popularidad, cuando no de belleza, sino que, si Ferlosio tiene razón, y la tiene, la calidad de las decisiones democráticas también se verá resentida. En efecto, cabe pensar que dado que los riesgos de que el tren de la economía española sufra algún serio contratiempo en los próximos tiempos no son baladíes, el votar a los políticos en función de su simpatía puede tener efectos nada deseables, pues sería de unos políticos antipáticos de quienes habríamos de esperar que si tal “accidente” ocurriese se volcasen en ayuda de los inocentes. Por poner un ejemplo que viene más que bien al caso, sería de ellos y no de los políticos simpáticos de quienes pudiéramos esperar que se negasen u opusiesen de alguna manera o en algún grado a acatar las órdenes de castigo injustas en forma de políticas de más austeridad injustas vengan de donde vengan, por ejemplo de Bruselas o de Berlín.
Y la cuestión pasa a ser, entonces, la de que qué políticos españoles son ahora mismo lo suficientemente antipáticos como para que se pueda confiar en ellos. Es decir, al margen de los programas e ideologías, la cuestión que quiero plantear es la de que a qué políticos les puede interesar tan poco su popularidad dentro del reducido grupo de quienes toman decisiones como para que los que las sufrímos podamos confiar en que defenderán nuestros intereses y no nos administrarán corrientes eléctricas de alto voltaje en forma de austericidio. Obviamente, poca esperanza cabe en don Mariano Rajoy, futbolero de pro, cercano y campechano hasta en sus torpezas y dislexias (o, a lo mejor, gracias a ellas), de quien ya se conocen sus denodados esfuerzos para caer bien a los líderes europeos en Consejo de Europa tras Consejo de Europa. De don Pedro Sánchez, el político más guapo de la entera clase política, guapo y además simpático mayor del reino, poco también cabe decir en esta cuestión que no sea reconocer que si bien es el yerno ideal, noblote y amable, no cabe esperar mucho de él si llegara al poder y volviera de Bruselas tras recibir las pertinentes órdenes de la autoridad competente. Y lo mismo mismíto puede predicarse de don Albert Rivera, el cuñado perfecto, servicial y simpático. Queda don Pablo Iglesias. Ciertamente sus formas y actitudes, su acritud, arrogancia y hasta prepotencia, no le generan mucha simpatía. No, don Pablo Iglesias no se hace de querer. No cae nada bien. Por ello quizás pudiera ser él, por ello, el político antipático que este país necesita en Europa, o incluso que fuera el político que necesita la Europa del Sur, el sustitutivo de aquel simpático griego, Tsipras, quien, como se vio con claridad meridiana, se comportó cuando le llegó el momento de la verdad, y tuvo que decidirse respecto a si cumplir o no las órdenes de Bruselas , como le tocaba comportarse dado el tipo simpático que es. ¿Quién sabe? ¿Podría ser don Pablo Iglesias un buen dirigente para este país? No creo que se sepa nunca pues no parece nada probable que ése sea su destino pues, como ya se ha dicho antes, en esta nueva forma de democracia/concurso de belleza que caracteriza a nuestro sistema político, los antipáticos, de salida lo tienen mal, rematadamente mal cuando han de competir con los simpáticos. Ganará -eso es seguro- el que tenga una personalidad más arrolladoramente simpática, lo que de poco nos valdrá cuando el tren de la "realidad" que viene del norte de Europa nos arrolle otra vez.