Anteayer, a la hora y media de clase, pasó lo de siempre. Lo natural. Lo previsible. Y es que es, más que difícil, imposible, que todo un grupo de estudiantes pueda aguantar (sí, aguantar) las explicaciones que desde la tarima les suelta un profesor durante tanto tiempo ordenadamente, o sea, sin removerse de los asientos, sin hablar o comentar algo, casi sin pestañear. Así que es completamente comprensible, pues es humano, que a la hora y poco de clase, poco a poco, los murmullos paulatinamente crezcan. No tiene por qué deberse de modo obligado a que el profesor sea malo, aunque sin duda ello sería una causa más que razonable. Ni tampoco a que el grupo lo sea, lo que es perfectamente posible y desgraciadamente frecuente. O que la materia de la clase sea un tostón insufrible, que también. Basta con el hecho de que los estudiantes, como miembros de la especie humana, son animales sociales y les pasa lo que a cualquiera, que, al poco rato, uno quiere decirle algo al de al lado, y conforme son cada vez más quienes se ponen a hablar con “el de al lado”, pues el murmullo de fondo va creciendo. Y, como siempre, cuando esto sucede, la respuesta instintiva del profesor es aumentar a su vez el volumen de su voz, por lo que el volumen sonoro general se va acercando peligrosamente al simple y llano guirigay.
Es entonces cuando en esa secuencia de hechos sobradamente conocidos llega el momento en que el profesor interrumpe la clase y empieza la cansina retahila de advertencias, amenazas, coerciones, expulsiones y demás. En mi caso, anteayer, como otras veces mi respuesta fue la de recordar a mis alumnos que no era obligado el estar allí soportándome, que el que quisiera se fuese pues la asistencia era voluntaria, que por ello no pasaba nada, y que yo a su edad probablemente ya me hubiera ido. Pero poco importa. En la práctica, es raro que alguien se vaya, de modo que la clase continua, con un nivel sonoro cada vez más elevado. Pero el caso es que el otro día, de pronto, aunque fuese clase de microeconomía, y conforme me metía en ese monótono ritual de yo exigir silencio y los estudiantes no hacer caso, se me vino a la mente algo que había leído sobre la inflación, y… una cosa llevó a la otra, apliqué alguna de sus conclusiones a l problema del ruido en la clase con resultados digamos que tolerables.
Hace tiempo, no recuerdo dónde ni quién era su autor, leí una interpretación metafórica de los procesos inflacionistas que me hizo gracia, me pareció estimulante y que paso aquí a contar a mi manera.
Se la podría definir como la “interpretación sonora de la inflación” o “la inflación como el ruido de la actividad económica”, y su punto de partida consiste en hacer una analogía entre la medición de la inflación en términos de un alza continuada en un índice general de precios (como el IPC o el deflactor del PIB), y el ruido medido por el incremento continuado en el nivel de decibelios. Pues bien, imaginemos, supongamos, que estamos en un local cerrado, por ejemplo, en un restaurante, y medimos su nivel sonoro. Si está prácticamente vacío, si hay muy pocos clientes, el nivel de decibelios registrado será con certeza muy bajo. Mala cosa sería esta para el negocio, sin duda alguna. Demasiado silencio, demasiada tranquilidad, no sería sino señal de estancamiento económico, de ruina para el restaurante. Ahora bien, si poco a poco se fuera llenando de comensales, la cosa cambiaría: el ruido de conversaciones, platos, cubiertos que se cruzan, vasos que se entrechocan, etc., irá ineludiblemente subiendo. O sea, que conforme la actividad económica del restaurante crezca, aumentará el nivel de ruido que hay en el mismo. Un ruido que como tal no tendría sentido comunicativo alguno pero que, sin embargo, está compuesto por el agregado de múltiples conversaciones y señales, cada una plena dotada de pleno sentido comunicativo para quien en ellas participa o emite; exactamente lo mismo que sucede con la tasa de inflación que parece carecer de sentido económico alguno pero que se compone de la evolución de la miríada de precios de los bienes y servicios de que consta una economía, cada uno expresando unas peculiares circunstancias de oferta y demanda en un mercado o en un sector económico.
Pues bien, algo semejante a lo que pasa en nuestro restaurante imaginado ocurre en una entera economía. Si hay desempleo, si la economía está en una depresión, su índice de precios (o sea, su nivel de ruido económico) será muy bajo, pero conforme vaya saliendo de esa depresión, conforme aumente la demanda efectiva (o sea el número y el gasto que hacen sus demandantes/comensales), se van cubriendo las plazas vacantes en las mesas/empresas disponibles e, incluso, podemos imaginar que, conforme ha aumentado el número de clientes, se van poniendo mesas adicionales (es decir, se crean más empresas y puestos de trabajo), con lo que poco a poco el restaurante se acerca a su nivel de plena ocupación (al pleno empleo). Pues bien, conforme vaya desenvolviéndose ese proceso expansivo, la inflación/ruido irá paulatinamente creciendo. Se trata de una inflación/ruido digamos que aceptable, “normal”, el natural ruido de fondo de una economía en funcionamiento.
Pero, volvamos al restaurante, que ahora está lleno ya hasta los topes (de modo que ya se estaría por debajo de la conocida como la tasa de desempleo-ocupación de mesas no aceleradora de la tasa de inflación-ruido)., de modo que la gente en sus distintas mesas se encuentra muy junta, muy pegada. En esta situación, imaginemos que, de repente, en una mesa o mesas cualesquiera se producen algunos acontecimientos que hace que los comensales que están en ellas aumenten por diferentes razones su tono de voz. Puede ser que alguien haya contado un chiste o una historia ocurrente que desencadena una tormenta de carcajadas estruendosas, puede ser que a alguien se le caiga un vaso un plato con el consiguiente estrépito, puede ser que uno descubra a lo lejos a un conocido y le llame a voces o, puede ser, como tan frecuente resulta, que el origen no esté en una mesa sino en el propietario del local que conociendo los gustos de su clientela sube el sonido en la televisión cuando sale algo que tenga que ver con el Real Madrid o el Barça.
El caso es que al aumentar en una mesa el volumen de voz, o al subir el volumen de la tele, ello desencadena un efecto no buscado en las demás mesas, en el resto de los comensales, pues al aumentar el volumen de voz en una mesa hace que en las mesas que se encuentran en derredor suya los comensales no se oigan muy bien entre ellos, por lo que para seguir comunicándose no les queda más remedio que subir ellos a su vez sus niveles de voz. Pero como fácilmente se puede imaginar este ascenso del nivel sónico se va difundiendo como una ola por todo el local (en un proceso conocido desde hace muchos años por los economistas como “causación acumulativa”) , con lo que al final el ruido de fondo/inflación antes soportable se convierte en ensordecedor (inflación acelerada o hasta hiperinflación) . Este efecto “bola de nieve” es lo que está debajo de eso que tan bien conocemos en este país y tanto nos afean los extranjeros: ese ruido brutal que se da en bares y restaurantes. Y es el mismo efecto (llamado ahora externalidad de red o de arrastre o espiral de precios) el que mecánicamente se desarrolla en los procesos inflacionistas.
En efecto, algo muy semejante a lo del restaurante sucede en la economía. Si sustituimos en nuestra imaginación las mesas del restaurante por empresas, sectores o subsectores económicos o mercados concretos (incluyendo, por ejemplo, mercados como el de petróleo u otros productos de importación) y si consideramos que la televisión es algo así como el banco central, pues tenemos una aproximación metafórica a los fenómenos inflacionistas bastante certera. Puede ser que la inflación esté alimentada por una política expansiva (o sea, ruidosa) por parte del banco centralltelevisión. Pero, también puede suceder que la inflación se ocasione en algún sector o mercado donde por las razones que sea, ya de oferta o de demanda, se genere un aumento de su precio/decibelio. Y, entonces, si en el resto de los mercados y sectores sus participantes (empresarios y trabajadores) para no perder posiciones relativas respecto a los demás (lo análogo a seguir comunicándose en el caso del restaurante cuando los de las mesas vecinas alzan su voz), incrementan sus salarios y precios (o sea, su contribución al ruido general), el resultado es que la inflación se acelera pues las alzas de precios corren como la pólvora por los diferentes mercados y sectores.
Y desatado el guirigay de la inflación, ¿cómo puede ponérsele freno? En el caso de una hiperinflación, la situación acaba en catástrofe económica. Es sabido que en una hiperinflación el sistema de precios deja de funcionar efectivamente pues ya es incapaz de cumplir su tarea de información/comunicación de las escaseces relativas. Sería lo análogo a un restaurante en que el volumen de ruido es tan increíble que la gente lo abandona porque simplemente en él no se puede estar porque no se puede oír a los demás y los demás ya no te pueden oír. Quienes primero lo abandonarían, por cierto, serían aquellos más sensibles al ruido, aquellos que en menor medida se pueden defender de él. Al igual que en los procesos inflacionistas quien más los padecen son aquellos que no pueden elevar su voz económica, por tener rentas o ingresos fijos que no se actualizan con la inflación.
Pero centrándose en procesos inflacionistas más moderados, la cuestión es la de que qué se puede hacer. Está claro que las habituales peticiones de moderación de precios y salarios son tan patéticamente ineficaces como lo son los “siseos” y chitones que llevándose el dedo índice a los labios se hacen en las aglomeraciones tumultuosas para reclamar silencio. Bajar el volumen de la televisión o quitarla de golpe (o sea, frenar el crecimiento de la oferta monetaria) puede ser efectivo cuando es el volumen de la televisión-política monetaria expansiva la causante del ruido inflacionario, también puede ser eficaz por el efecto sorpresa que produce el silencio repentino que llega desde las alturas donde se suele encontrar el aparato. Pero si esta política no tiene efectividad, lo cual bien puede ocurrir en una economía donde las transacciones se hacen vía crédito, la única solución es una política deflacionista que procede vía la “expulsión” de clientes del local, vaciándolo, dejando “mesas vacías” o, mejor, disminuyendo el número de mesas/puestos de trabajo de modo que ese efecto bola de nieve cada vez encuentre más dificultades para producirse. Es decir, una política contractiva (monetaria, subiendo el tipo de interés, o fiscal, generando en cualquier caso desempleo).
Obsérvese que si bien es posible acabar con la inflación “fácilmente” vaciando el restaurante, o sea, vía una depresión económica, es mucho más difícil salir de ella. Como bien saben los propietarios de bares y restaurantes, la gente no entra en un local a menos que haya cierto ambiente, cierto nivel de ruido cuando este es indicador de actividad, de lío, de “vidilla”. Pero ¿cómo crearla?, o sea, ¿cómo salir de una deflación? Nada es tan desolador que un bar en el que el propietario está sin más compañía que el atronador volumen de una televisión. Pocos incentivos hay para “entrar” ( o, sea, invertir) en semejante local.
Y, para acabar, volvamos a dónde empecé: a mi clase de anteayer. ¿Qué hice yo ayer? Pues me di cuenta que, como profesor que soy, estaba actuando como banco central que al subir mi volumen de voz para acompasar el murmullo que surgía de las bancadas de la clase, es decir, estaba haciendo una política “sónico-monetaria” acomodaticia que estaba teniendo el resultado previsto: el guirigay que al ritmo que iba acabaría acabando con la eficiencia de la clase. Exactamente lo mismo que sucede en una hiperinflación. Podía empezar como hacen otros profesores a generar una depresión económica, es decir, a echar a los alumnos más dicharacheros. Y eso, me dicen, suele ser muy efectivo. Pero lo que hice fue bajar mi volumen de voz, haciéndolo progresivamente más bajo (cosa que no es fácil, por cierto). El caso es que esta política suavemente deflacionista consiguió su objetivo. Poco a poco, los murmullos de los habladores se fueron haciendo más bajos, y la clase continuó.