El 29D es un asiento de pasillo. Nada más revisados los procedimientos básicos de cierre de puertas, cofres y cinturones del pasaje la azafata que tenía más cerca ha comenzado a representar con signos un desapasionado y mecánico repertorio de medidas de seguridad.
Supongo que saben de qué les hablo: se trata de esos movimientos de manos que pretenden enseñarnos dónde están las puertas de emergencia, dónde se ubican los chalecos salvavidas, cómo se inflan estos y el uso de las máscaras de oxígeno que nos aguardan siempre en sus alojamientos a la espera de brindar sus servicios en caso de despresurización.
Nadie atendía a la explicación. Todos andaban con la cabeza baja, leyendo el periódico o mirandose las uñas, o matando el rato de alguna forma que no alcanzo a comprender. Pero nadie miraba a una chica que estaba explicando algo que podía salvarnos la vida... si éramos capaces de asimilarlo para caso de necesidad.
Y, entonces, me he visto a mí mismo, como si fuera una azafata señalando puertas, inflando chalecos con los dos tubitos naranja en los labios, con la máscara de espuma cubriéndome la boca.
Me he visto perdiendo el tiempo, explicando al pasaje de mi particular vuelo una historia que no les apetece oir aunque yo sé que si no escuchan tal vez no lo cuenten si surge la ocasión.
Me he visto aconsejando suprimir riesgos estúpidos que nadie suprime por indolencia, me he visto aconsejando tal o cual cobertura que es necesaria para evitar tal o cual daño o perjuicio, me he visto, en síntesis, intentando hacerme oir en un mar de autistas vocacionales, con mis mayores respetos por los autistas forzosos.
¿Qué pueden hacer los viajeros para evitar morir en caso de infortunio sino atender a quien intenta decirles cómo hacerlo?
¿Qué puedo hacer yo para evitar caer en esa monótona letanía de quien predica sin esperanza en mitad de un pasillo de alta tecnología?