Mi padre, que durante una buena parte de su vida tuvo por profesión, la de "representante" o "agente comercial", gracias al hecho de tener coche en aquellos tiempos en que no abundaban como hoy hasta la congestión, o sea, que se dedicaba a ir por los pueblos enseñando los productos de las empresas a las que representaba ganándose una comisión en los pedidos que lograba formalizar, me contó una vez una anécdota que para mí fue no sólo curiosa sino extremadamente valiosa a la hora de entender cómo funciona la economía de mercado.
Me contó que, estando una vez a finales de la década de los años 50 del siglo pasado a última hora de la tarde en una tienda en un lugar de la Mancha de cuyo nombre ahora no puedo acordarme aunque bien que me gustaría, y habiéndo acabado ya los -me imagino que no muy grandes- "asuntos de negocios" con su propietario, se planteó el irse juntos a tomar algo a la fonda del pueblo. Siendo ya tarde, y tarde de invierno además, nada parecía impedir que un poco de distendido trato social dulcificara y diera una pátina de bonhomía a los tratos económicos a que se habían dedicado. Pero, antes de cerrar la tienda, el propietario, en lo que parecía ser un comportamiento habitual, le dijo al dependiente que le asistía que se asomara a ver si el "otro" ya había cerrado. El "otro" era, evidentemente, el propietario de la única otra tienda que había en ese poblachón manchego, que estaba situada a unos escasos metros más allá en la misma calle principal. El caso es que el dependiente se asomó, y constató que el "otro" todavía no había echado el cierre. No era nada extraño: no existía ninguna legislación que regulase las horas de apertura ni nada que se le pareciera (recuérdese la fecha de la historia). Y ahí, tras la comprobación de que el "otro" seguía en el negocio, acabaron las posibiliades de asueto, pues el propietario decidió quedarse "por si acaso". Por si acaso...¿qué?, se preguntó mi padre. Por si acaso -estaba claro- alguien se decidía a salir una tarde ya de noche en invierno a comprar una faja o algo semejante, pues creo que la tienda era una mercería. Como ya se había hecho muy tarde, mi padre decidió no esperarse a que se decidiesen a cerrar la competencia y se fue solo a la fonda. Pero conforme se dirigía a la pensión donde pernoctaba, segun me contó, pasó por delante de la otra tienda justo en el momento en que su dependiente hacía lo mismo que había hecho el de la primera: asomarse a la calle con el calro objetivo de constatar si la "otra" se había decidido ya a cerrar. Y allí estaban las dos, abiertas de par en par esperando a ver cuál de ellas "pescaba" al más que improbable comprador que se hubiese atrevido a salir al frio y la oscuridad. ¡Que absurdo!, pensó mi padre. Más les hubiera valiodo haber llegado a un acuerdo, cerrar antes y disfrutar algo de la tarde, pues el comprador caso de que lo hubiera seguro que podría sin pasarlo demasiado mal esperar al día siguiente. Según me contó mi padre no era ése un ejemplo especial, sino que era el comportamiento habitual que se daba en los pueblos. El comportamiento predicho y deseado por quienes estudian y alaban la libre competencia en los mercados.
Ni qué decir tiene que la anécdota tiene su miga...pues ¿acaso no decímos que la competencia es el camino para la eficiencia? ¿No lo demuestran esos teoremas que se cuentan en los libros de texto y se explican en las clases? Pues aquí, ante los ojos de mi padre, y ante los míos pues me contó la historia mientras yo estudiaba la carrera de Económicas, se desarrollaba un caso claro y además generalizable donde la competencia en el mercado llevaba inexorablemente a una pérdida de eficiencia: a dedicar colectivamente demasidos recursos a la tarea de quitarse clientes unos a otros. Y estaba claro que cuantos más competidores hubiese, conforme el mercado fuese por tanto más competitivo, pues las cosas irían a peor: más difícil sería que los tenderos llegasen a un acuerdo para echar el cierre pronto, restringiendo así sus colectivamente ineficientes comportamientos competitivos, de modo que la pérdida colectiva de tiempo, lque aquí servioría como indicador de la ineficiencia colectiva, sería aún mayor. En suma, que de la anécdota que me contó mi padre se seguía, contrariamente a lo que me enseñaban en clase, no sólo que el libre mercado competitivo era ineficiente en casos como éste, sino que cuanto más competitivo fuese, peor.
Años más tarde, encontré un artículo que me explicaba la economía que había debajo de la historia de los tenderos y de otros muchos casos semejantes.
El artículo, si bien lo conocí mucho más tarde, era de 1968 y había sido publicado en la revista Science por un biólogo llamado Garret Hardin. Llevaba el sugerente título de "La Tragedia de lo Común" y explicaba la razón de que las cosas, los recursos, cuando eran propiedad de nadie, poseídos por tanto en común, eran inevitablemente sobrexplotados, ineficientemente mal usados, pero -y esto es lo importante- no por maldad , desidia o irracionalidad sino como consecuencia del comportamiento racional de los individuos que los utilizaban, resultado perverso, además, que sabían perfectamente que sucedería pero que eran incapaces de evitar, y de ahí, el que Hardin usara la palabra tragedia en su sentido clásico: el de la tragedia griega, para recalcar la presencia de un inexorable destino, un fatídico destino que aguardaba a las cosas que no eran de nadie. No hay mejor forma de dar cuenta de cómo se desenvuelve esa tragedia que usar un ejemplo.
Imaginemos unos pastizales que no son de nadie por lo que pueden ser utilizados por cualesquiera pastores que lleven sus rebaños a pastar. Supongamos, ahora, que los pastores tratan de maximizar los rendimientos que obtienen de su ganado, por lo que cada uno incrementará el tamaño de su rebaño siempre que pueda. y le compense hacerlo, dados sus costes (de transporte, estabulación, pérdidas por enfermedad, el valor de su tiempo, etc.). Cada cabeza de ganado adicional que incorpore un pastor a su rebaño tendrá dos tipos de consecuencias: (a) una, positiva, consiste en los rendimientos que recibe cada pastor por cada animal adicional que tiene y lleva a pastar al pastizal común una vez engorda y lo vende, y ( b) la otra, negativa, es el deterioro en el pastizal que cada nuevo animal supone, ya que el pasto se va degradando conforme aumenta su uso ligera pero continuadamente por cada nuevo animal que se lleva a pastar. La división de los costes y los beneficios es desigual: cada pastor recibe todos los rendimientos asociados a un animal más, en tanto que los costes, el deterioro del pastizal, es compartido por todos los pastores. Para cada pastor aisladamente, la estrategia racional es entonces añadir cabezas de ganado adicionales a su rebaño siempre que le compese el hacerlo. dados los otros costes que tiene que afrontar (transporte, estabulación nocturna, etc.). Sin embargo, como todos los pastores razonan racionalmente de la misma manera, aumentan todos el tamaño de sus rebaños hasta que el pastizal se degrada por el excesivo uso. Todos, al final,acaban perdiendo por ser racionales en su comportamiento. Y lo saben, pero, sin embargo, la respuesta racional sigue siendo la misma en cada momento del proceso de degradación para cada pastor en la medida en que, para cada uno, la ganancia de tener una cabeza de ganado más es mayor que la parte que le toca del coste que supone la degradación del pastizal poseído en común. Cada individuo persiguiendo su propio interés acaba siendo llevado como por una malvada Mano Invisible a una situación que es la peor desde un punto de vista colectivo. La Tragedia de lo común es por tanto el reverso de la Mano Invisible de Adam Smith.
Y, ¿qué tiene esto que ver con la historia de los tenderos que contaba mi padre? Pues mucho. Uno de los ejemplos que Hardin utilizaba era el caso de las pesquerías en aguas internacionales, donde la ausencia de derchos de propiedad llevaba a la esquilmación de los caladeros. Como está ocurriendo hoy día. Demasiados barcos de pesca, demasiados pescadores. Pues bien. Al igual que se hizo en otra entrada (véase,
http://www.rankia.com/blog/oikonomia/2007/10/economa-de-la-televisin-la-tele-como.html), en muchas situaciones lo que dicen las empresas respecto a su comportamiento en el mercado cuando lo equiparan con "pescar" clientes, no es una metáfora más o menos sugestiva sino que se acerca a una descripción realista. Tal sucede en todas aquellas actividades económicas donde la producción sólo se realiza plenamente en el momento en que aparece el consumidor, el cliente. Por ejemplo, en todas las actividades del sector servicios. En él, sin la presencia del consumidor el producto no se concluye. En un sentido muy real, el consumidor, el cliente, es un factor de producción necesario para que se acabe el producto final. Sin la presencia de un cliente que vaya a cortarse el pelo, el output de una peluquería es cero. Y, entonces, el conjunto de los clientes, el conjunto de los consumidores de un sector del sector servicios es, mirado desde este punto de vista, un recurso de propiedad común pues los clientes no son de ninguna empresa particular, no son de nadie. Son como un banco de pesca que está a "disposición" de las empresas-barcos de "pesca". El mercado es un bien común para el conjunto de las empresas que en él operan. Y, al igual que sucede en las pesquerías que no son de nadie, la tragedia de lo común se produce.: la sobrexplotación, el mal uso del recurso.Obviamente, aquí, no hay degradación del recurso común, o sea, de la clientela, pues esta se reproduce diariamente gracias entre otras cosas a la labor de los productores. Así mismo, a diferencia del caso de las pesquerías, los peces-clientes desean ser "pescados". La metáfiora, como siempre suele suceder, no es enteramente válida. Aquí, la forma en que aparece la ineficiencia, la tragedia de lo común, es bajo la forma de un
exceso de capacidad instalada, simplemente ocurre que, colectivamente, se dedican demasiados recursos (tiempo, espacio en las tiendas, etc.) a la tarea de "pescar" clientes. El coste social que supone el que una tienda "pesque" a un cliente es precisamente, el coste de los recursos de las otras que no lo han logrado. Es un coste neto porque esos recursos
no dan lugar a ningún producto final, pues recuérdese que sin el cliente, el servicio -el output- no llega a producirse. Diferente es el caso de las empresas que producen bienes. Las empresas los producen, existen como tales, como bienes finales, independientemente de que haya suficientes compradores a un deteminado precio. Si se da el caso de que no encuentran "salida", si las empresas han producido una cantidad excesiva dada la demanda, una rebaja en el precio aumentará sla cantidad que de ellos se demnada y así les darán salida.
Resulta claro que esa ineficiencia social dependerá de la naturaleza y del valor del servicio de que se trate. Es perfectamente eficiente desde un punto de vista colectivo que haya siempre bombreros de guardia "por si acaso" acontece un siniestro que requiera sus servicios pues la cuantía de las posibles pérdidas compensan sin duda el coste de tener ese servicio de guardia permanente. De igual manera, es enteramente razonable que haya servicios de urgencia médicos las 24 horas del día. Pero difícilmente puede parecer colectivamente sensato, economicamente eficiente, que haya tantas empresas de servicios abiertas tantas horas esperando, como sucedía a los tenderos de la historia, a que aparezca un cliente que le da igual comprar en una tienda que en otra y a una hora imprudente que a otra. Porque ese tiempo adicional no se dedica a otras actividades personales y colectivas valiosas.