FERNANDO ESTEVE MORA
Lo confieso. Voy por la calle sin mascarilla. Ello me ha obligado cuando camino por calles algo concurridas a olvidarme de eso de que la linea recta es la distancia más corta entre dos puntos pues me desplazo en ellas -literalmente- danzando en una suerte de sucesión de quiebros y requiebros que me lleva a ocupar muchas veces la calzada, pues se que mi obligación es estar siempre a más de 1,5 metros de cualquier otro viandante, y más si este lleva mascarilla pues sé que por llevarla tiene preferencia de paso sobre quiénes -como yo- no solemos hacerlo a menos que sea necesario , porque -eso sí- cumplo a rajatabla las exigencias establecidas en el decreto ley que regula el uso de las mascarillas.
Me ha sorprendido sobremanera, sin embargo, el que la mayoría de la gente no ha hecho como yo sino que, de modo voluntario, se ha plegado o ha aceptado el uso de las mascarillas aún en situaciones en las que el decreto-ley no imponía su uso ni de lejos, o sea incluso cuando los viandantes se encuentran tan lejos unos de otros que las posibilidades de contagio son nulas. Así es lo habitual observar que la mayoría de la gente se pone la incomoda mascarilla, aunque el hacerlo sea inútil e innecesario pues la obligación legal de mantener la distancia social se puede cumplir con creces. Ni qué decir tiene que ese comportamiento es para un economista totalmente absurdo e irracional, pues, para un economista, un ser racional sólo estaría dispuesto a soportar una incomodidad si saca algo a cambio. Si se le "paga" de alguna medida por ello.
Pero hay más, y es que quiénes llevan mascarillas a todas horas por la calle no sólo parece que lo hacen voluntaria y gratuítamente sino que lo hacen con un tipo de voluntariedad especial. Por precisar, me da la impresión que la aceptación de la incomodidad asociada al uso de la mascarilla no ha sido una aceptación sumisa, como a regañadientes, sino, todo lo contrario, una aceptación orgullosa, plena. Y ello lo deduzco porque creo haber notado o percibido en los ojos de quienes se cruzaban a distancia conmigo y llevaban mascarilla una "mirada" de reproche que manifestaba una clara superioridad moral, pues vendría "a decir" algo así como que qué bueno eran ellos, que llevaban mascarilla, en comparación conmigo pues, al hacerlo, hacían algo incómodo para ellos pero bueno para los demás, incluyendo gentes como yo, cuyo comportamiento -aunque fuese legal- manifestaba una clara "mala" voluntad" , un egoísmo moral, un claro desprecio por la salud y el bienestar de todos.
Por supuesto, bien se que si ya el lenguaje no es muchas veces de fiar y no transmite información de modo fidedigno, mucho menos lo pueden hacer las miradas, que -por definición- "no dicen" nada con claridad objetiva. Pero. aun sabiéndolo, la impresión de reproche moral que percibo la siento de modo real, y como yo también lo sé porque otros que se comportan como yo y también son remisos al uso de la mascarilla han experimentado según me cuentan lo mismo.
Y si no me equivoco con esta apreciación subjetiva, una vez más habría pasado con el uso de las mascarillas lo que es más que habitual y es la conversión de bienes de consumo visible en señales y/o símbolos de otras cosas, o sea, en bienes simbólicos que tanto distorsiona su análisis desde el punto de vista económico. Así, la mascarilla habría pasado de ser un objeto con una utilidad higiénica y protectora bien definidas a ser una especie de bien-señal, un objeto que tendría un valor adicional y superpuesto como señal para quien la lleva de moralidad, de comportamiento ético, de bondad moral. Ello explicaría la irracionalidad económica del uso de las mascarillas cuando no son útiles o sea cuando a nadie protegen.
Dicho con otras palabras, esa "superioridad moral" que experimentan los "mascarilleros" sería el "pago" o compensación que obtendrían por la incomodidad o "coste" que supone su uso cuando no es útil o necesario en términos médicos. Un "pago" no monetario, un "pago" en una moneda muy "especial" pero "pago" al fin y al cabo. Y si ello es así, cabe cuestionar esa preeminencia moral de la que -parece- hacen gala, pues su comportamiento sería tan egoísta o más bien lo sería aún más que el de quienes no llevamos mascarillas salvo cuando el hacerlo es útil, adecuado y necesario.
Y ello me ha llevado a preguntarme si algo semejante estará en el uso del burka, el hiyab o el velo en las mujeres de algunas zonas del mundo islámico en la actualidad. Es razonable pensar que en el origen del uso de este tipo de prendas bien pudiera estar su utilitaria capacidad de satisfacer la necesidad de proteger la piel y el cabello de las mujeres en climas muy calurosos, soleados y polvorientos, pero que más adelante este modesto y utilitario papel perdió su sentido y se vio sustituido por el papel que ahora tienen como señal de "status" moral o ético, como muestra de comportamiento decoroso para las mujeres en congruencia con una interpretación delirante -según me han dicho quien saben algo de ello- de las "enseñanzas" del profeta Mahoma.
Con las mascarillas quizás estemos asistiendo a algo semejante. Su uso como señal de bondad moral se basaría en una interpretación también delirante de las muy moderadas y científicas palabras del doctor Fernando Simón.
FERNANDO ESTEVE MORA